Una enseñanza pública y gratuita es condición necesaria para que la educación siga siendo un derecho garantizado por la comunidad social, a través de su financiación pública, y no se convierta en una “oportunidad” o una “inversión” particular de quienes puedan pagársela, con vistas a conseguir una posible ventaja competitiva en su futuro laboral, como pretende el modelo neoliberal.
Garantizar un derecho
El DERECHO UNIVERSAL (con mayúsculas) a la educación tiene que garantizarse para todos y todas por igual. Ello requiere un servicio educativo público (de titularidad y gestión pública) que sea gratuito en todas las etapas y en sentido pleno, es decir, que incluya también el acceso y los materiales didácticos que profesorado y alumnado necesiten para su proceso de aprendizaje.
El derecho a la educación debe entenderse también como derecho de todo el alumnado a aprender con éxito, al margen de su origen o condiciones socioeconómicas, culturales o de índole personal. Se trata de no trasladar el modelo de competitividad y lucha darwinista económica y social a la escuela. No podemos tolerar que el sistema educativo, por falta de recursos y medios suficientes, permita que solo algunos tengan éxito y puedan acceder a todos los niveles educativos, mientras otros fracasan y quedan excluidos de las distintas posibilidades formativas actualmente existentes, o segregados en itinerarios de menor nivel, destinados a vías sociales y laborales de segundo orden. El fracaso escolar acaba siendo la plasmación del “fracaso social” en una sociedad que sigue sin considerar la educación como una prioridad irrenunciable para garantizar el derecho de todos y todas a una educación de calidad en condiciones de igualdad. Y la única posibilidad real para asegurarlo es un sistema educativo público y gratuito.
Competir por un bien de consumo
Sin embargo, las políticas educativas neoliberales y conservadoras tratan de destruir la concepción de la educación como un derecho social fundamental que ha de ser protegido por el Estado. Bajo este enfoque lo que se persigue, de hecho, es separar progresivamente la educación de la esfera pública, regida por la autoridad política, para confiarla al mercado. En el mercado, cada cual, tanto ofertante como demandante, teóricamente se regula por su cuenta, en función de su fuerza y sus posibilidades. La educación pasa así a ser un elemento de consumo individual, variable según el mérito y la capacidad de los consumidores y las consumidoras. Pasa así del ámbito prioritario de los valores culturales y educativos a la lógica urgente del valor económico.
Este replanteamiento se asienta sobre una suposición básica: la educación, como cualquier otro producto que se compra y vende, es una mercancía con la que aseguramos que determinados niños y las niñas (en algunos casos de nuestra propia familia o grupo) tengan la mejor posibilidad de salir adelante en la lucha despiadada y competitiva de cada uno contra todos en el sistema de darwinismo social del mercado. Y a “los míos” trato de conseguirles las mejores “oportunidades” para que puedan competir en las mejores condiciones.
De esta forma, lejos de ser un derecho del que gozan todas las personas, dada su condición de ciudadanas, la educación se concibe como una “oportunidad” que quien tiene recursos le ofrece a los suyos, en la esfera de un mercado regulado por la oferta y la demanda (el mercado escolar). La ciudadanía, más preocupada por lograr mayores cotas de justicia social e igualdad de oportunidades, queda desplazada por los consumidores y consumidoras para quienes rigen las leyes del mercado: seleccionar las mejores posibilidades y competir para triunfar con ellas.
Pelear por las migajas
Este enfoque no considera que debamos invertir más en educación, sino que justifica incluso la conveniencia de recortar el gasto en educación, dado que hay otros campos, igual o más prioritarios (pagar los intereses de la deuda generada por el rescate bancario, gastos militares, etc.). Sostiene que se trata de gastarlo de forma “eficaz y eficiente”. Lo cual presupone que no se hace así actualmente y que, efectivamente, saben cómo hacerlo eficazmente (ejemplo de ello debe ser el modelo de gestión financiera, abanderado por este modelo neoliberal, que ha provocado una de las mayores crisis del planeta).
Aparecen así ciertos teóricos de la educación hablando de “reducir” el gasto con la excusa de la crisis. Buscando delimitar qué debe ser gratuito y qué no, incluso en el período de educación obligatoria; o proponiendo aumentar todavía más el coste de los estudios de educación superior, argumentando que así se podrá invertir más en las etapas iniciales. Avalan incluso seguir recortando profesorado manteniendo clases masivas (a no ser que “se demuestre” que esto tiene efectos sobre la educación, lo cual sitúa la carga de la prueba a la inversa); o piden eliminar la jubilación a los 60, con la retórica de “aprovechar el conocimiento y la experiencia de docentes más mayores”. Estos “expertos” no solo parecen pretender gestionar la miseria, sino que acaban justificando el brutal “recorte” educativo que ha tenido la educación en nuestro país.
España destina entre 1.335 y 2.670 euros menos por alumno y año, según los datos de 2013; y los recortes han seguido después. El último informe de la OCDE sobre educación afirma que “el gasto español en educación está por debajo de la media de la OCDE”. Nos sitúa en el puesto 25 de los 35 países de la OCDE, por detrás de Francia, USA, Alemania, Finlandia, Reino Unido, Italia, Portugal, Corea del Sur, etc. Analiza que la inversión en educación es solo de un 8% del gasto público total, frente al 11% de media de la mayoría de los países. Es más, si se mide en términos de Producto Interior Bruto (PIB), hemos pasado del 5% a solo el 4,3% (7.000 millones menos) frente a un 6,2% de media europea. Y lo peor es que el Gobierno de Mariano Rajoy se ha comprometido con la Troika a que no pase del 3,9% del PIB en 2017. Por el contrario, hasta este informe de un organismo internacional económico de corte neoliberal, asegura que “una educación de calidad necesita una financiación sostenible”.
¿Podemos pagar el precio de la gratuidad?
Como dice el que fuera durante veinte años Rector de la Universidad de Harvard, Derek C. Bok, “si usted cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia”. Ya expresaba esta convicción de forma contundente el famoso dramaturgo Víctor Hugo afirmando: “Cada vez que se abre una escuela se cierra una cárcel”.
Por eso, aparte de la derogación de la LOMCE, que es la consagración normativa de los recortes educativos de este modelo neoliberal, urge revertir todos los recortes y llegar a un pacto estable de inversión educativa que nos sitúe en la senda de alcanzar a medio plazo el 7% del PIB. Es necesario blindar constitucionalmente una financiación adecuada al sistema educativo y no solo por razones de igualdad de oportunidades, de equidad y justicia social, que serían suficientes, pues el alumnado de familias con estudios básicos tienen cinco veces más posibilidades de dejar pronto la escuela. También porque es lo más rentable que puede hacer una sociedad. El Nobel de Economía James Heckman decía que por cada euro invertido por niña/o el rendimiento es de entre el 7 y el 10% anual a lo largo de su vida. Es decir, que cada euro invertido en educación inicial revierte en ocho euros del producto social en las etapas posteriores, una rentabilidad mucho mayor que la de los fondos de inversión, añadía irónicamente.
Blindar constitucionalmente la financiación necesaria
Para ello hay que constitucionalizar la aplicación del porcentaje del PIB destinado al Sistema Educativo, Universitario e Investigador como suelo de financiación en la Constitución, de tal forma que anualmente no se pueda dedicar menos de ese PIB. Claro que para esto necesitamos creernos realmente y poner en práctica las declaraciones que hacemos sobre la “educación como un tesoro”, que pronunciaba el expresidente de la Unión Europea Jacques Delors, y dar prioridad a la inversión en educación. ¿De dónde? Algunas propuestas económicas inmediatamente realizables serían: detraer al menos un 25% de la financiación de gastos militares (5.843,25 millones); dejar de financiar a la jerarquía católica, suprimiendo sus beneficios fiscales y de exención del IBI de sus edificios (11.000 millones); aumentar el impuesto de sociedades al 35% a multinacionales que ganen más de un millón de euros al año (14.000 millones); declarar ilegítimo el pago abusivo de intereses de la deuda (100 millones diarios); suprimir los paraísos fiscales y el fraude fiscal, etc. Si se quiere, se puede.
Es imprescindible establecer además una Ley de Financiación del sistema educativo para garantizar las inversiones y los recursos necesarios al conjunto del servicio público educativo, desde la Educación Infantil hasta la Superior, en sus diferentes etapas y modalidades, evitando vaivenes y drásticos recortes presupuestarios con pretextos como la crisis, el control del déficit público, etc. La financiación educativa ha de ser suficiente, sostenida y equitativa garantizando que la gratuidad incluya la dotación a los centros públicos de enseñanza básica de los libros, recursos y materiales didácticos de uso libre (licencia creative commons) que deba utilizar el alumnado y el profesorado, así como la gratuidad de los servicios de comedor y transporte escolar. Lo cual se debe complementar con un sistema integral de becas, becas de residencia, becas-salario y ayudas al estudio.
La lucha por defender la educación pública de las garras del neoliberalismo y su filosofía de convertir todo lo público y común en negocio y beneficio para unos pocos es más necesaria que nunca. A quienes la defendemos nos mueve ante todo y sobre todo la convicción de que educarse y acceder al conocimiento es un derecho universal, que solo puede ser garantizado por un sistema educativo público y gratuito, desde la Educación Infantil hasta la Universidad. Recordemos además que incluso la Universidad es gratuita en trece países europeos. La gratuidad de los estudios universitarios no solo debe ser defendida porque nadie debe verse excluido del acceso a todos los niveles formativos, sino porque tener estudios universitarios permite que los hijos e hijas sufran menos “abandono y fracaso escolar” posterior, como así lo indica el informe anual elaborado por el Instituto Nacional de Evaluación Educativa sobre indicadores de Educación 2016.
Si se quiere, insistimos, se puede.
Enrique Javier Díez Gutiérrez, Profesor de la Universidad de León y miembro del Foro de Sevilla. Loles Dolz, Catedrática de Secundaria y activista en defensa de la escuela pública.