Es demasiado «cómodo» señalar a la familia como el origen de todos los errores que pueden hacer los chicos y las chicas, como si los padres y madres hubieran optado libremente por educar «mal», y lo hicieran incluso sabiéndolo que nosotros (los quienes juzgamos desde fuera) ya les hemos advertido.
Qué fácil es olvidarse de que todos somos familia (padres, hijos, nietos, tíos o sobrinos…) y juzgar a «los demás» desde nuestro sombrero de expertos o “personas de juicio”. ¡Qué cómodo es señalar «los demás» y exigirles cambios y ajustes! Y qué difícil sentirnos parte de la propia sociedad, de la que todos formamos parte.
¡Sería más honesto y prudente no señalar la «culpa» de nadie! Todos y todas estamos inmersos en esta sopa social, líquida, incierta, imprevisible, con tonos apocalípticos… y de dónde parece que salimos en tanto, cuando caemos en el consumismo hedonista o en las escapadas hacia mundos irreales que las redes nos proporcionan. Pero cuando nuestros niños y adolescentes nos hacen tocar suelo, nos damos cuenta de la derivada que todo va tomando y enseguida nos revolvemos buscando culpables, y exigiendo a las instituciones que hagan algo. Ahora bien, como la culpa es mala de soportar, nos la sacudimos de encima, muy rápido para no sentirnos aludidos, y buscamos a quién cargársela, con la exigencia de actuar de inmediato. Es decir, en conjunto, como sociedad cada vez somos mucho más exigentes y mucho menos responsables.
Por ejemplo, considerar la realidad familiar desde ese ángulo nos permite afirmar que los padres y madres crían hijos más exigentes y menos responsables. Y a su vez, ellos son mucho más exigentes con los servicios educativos y menos responsables educativamente. ¡Como si eso sólo ocurriera a quienes crían y educan a hijos, y no nos afectara a los docentes, sanitarios, opinadores o periodistas!
Todas y todos estamos inmersos en este talante que nos impregna: Huimos a través de las distracciones de las pantallas y, cuando «volvemos», no podemos soportar lo que vemos y vivimos, y reclamamos, enfadados, justicia, seguridad, educación… Es decir, muy a menudo basculamos del «pasotismo» a la exigencia enfurecida, y evitamos pasar por un lugar, cada vez menos frecuentado: la responsabilidad.
Donde nos fugamos habitualmente son las redes sociales y los espacios de ocio virtuales que nos retienen más de lo que quisiéramos por qué crecen las ganancias de las grandes corporaciones y BigTech, a la vez que nos «anestesian» para ir dejando de ser ciudadanos y convertirnos totalmente en súbditos (¡Que hasta de nuestra desesperación se hace espectáculo consumible!). De esta huida a través de los móviles y las pantallas también acusamos a los padres y madres de quienes hablábamos al inicio.
Sin embargo, hay pequeños reductos (como la aldea del norte de la Galia de Astérix y Obélix) que han sabido revolucionar los usos de los dispositivos, las redes y las competencias digitales hacia espacios de responsabilidad, en favor de la vida humana:
Youtubers muy jóvenes que aprovechan el canal para difundir cultura o ciencia de forma amena y divulgativa en su propia lengua. Instagramers que han reunido a su alrededor a personas con una dificultad concreta, de la que, a todos a la vez, les es más fácil hablar y visibilizarla. Grupos de personas totalmente diversas que participan en un hackatón para dar soluciones a través de la programación informática y aportar propuestas a problemas de la sociedad. O grupos de madres y padres que se plantan, para no dar un móvil a los hijos cuando deben empezar la ESO, y llegan a red con todos los rincones del país para no dejarse arrastrar por la adquisición automática del primer móvil por a los hijos adolescentes.
El cambio copernicano de estas personas, grupos o instituciones es que no utilizan el software, las redes y los dispositivos digitales para huir o para quejarse, sino que se empoderan colectivamente para pensar, reflexionar, crear, generar o aportar buenas ideas, praxis distintas. Para responsabilizarse de su situación y emprender acciones colectivas dentro del conjunto de la sociedad.
El giro consiste en cambiar el uso de los dispositivos y productos digitales en la familia, en la escuela y en la sociedad: pasar de un uso individual, pasivo y consumista (cada uno su aparato y sólo ver y tragar distracción alienante) a un uso compartido o colectivo, creativo y de producción. Un uso responsable, en el sentido de estimular la responsabilidad. Un uso que se hace cargo (se encarga o se carga encima) de una situación injusta, deseducativa, empobrecedora… para hablar y pasar a la acción transformadora.
Los críticos, muy críticos, con los móviles y las tecnologías, las culpan de todos los males actuales de la humanidad. Los «anestesiados» consumidores de redes, series o juegos no se dan cuenta del que está pasando y veden gratis su libertad para estar distraídos un rato más. Los grupos o equipos que son más listos y pillos porque piensan en colectivo, ponen su energía en trabajar con los dispositivos, redes y la IA, si es necesario, para poner en marcha un mundo más habitable, a pequeña escala, si se quiere, pero más humano.
¡Estas personas, grupos y colectivos son fuente de inspiración para otros! ¿Pero quién puede acompañar, mostrar y sostener este cambio? Pienso que, a nivel macro, tiene que ser la administración pública, favoreciendo a la ciudadanía activa/responsable digital. Y a nivel micro: ¡las familias! Compartiendo dispositivos, limitando el consumo de productos digitales y haciendo un uso más para generar experiencias compartidas, divertidas y responsables.
Seguro que tú misma tienes una buena experiencia en generación de alternativas, de gestión comunitaria, de uso creativo de los dispositivos digitales… Si has leído hasta aquí, en cuanto acabes, cierra el dispositivo sobre el que estás leyendo este artículo, y piensa a quién irás a encontrar para que todas las palabras que ahora tienes en la cabeza se suban a varias cabezas y bajen hacia todas las manos y pies posibles. ¡Vamos!