Con frecuencia el problema de la pobreza se aborda desde la distancia infranqueable entre ricos y pobres. Un abismo económico que no deja de crecer y que opera en el inconsciente colectivo a modo de caricatura sobre la concentración de riqueza. Sin embargo, no parece la única frontera a la que prestar atención. La pobreza divide meridianamente a la población en dos grupos: los que son pobres y los que no lo son. Y el primero de ellos es inmensamente mayor que el segundo. Organismos internacionales cifran en 700 millones las personas que viven en una situación de pobreza extrema, es decir, que sobreviven con menos de un dólar diario. Son los más miserables entre los pobres que, por lo general, situamos en las antípodas sociales y geográficas de nuestra vida cotidiana.
Sin embargo, la pobreza no incluye solamente a quienes deben arreglárselas para vivir con un dólar diario. Cada vez más personas y familias con trabajos precarios, dificultades de subsistencia básica, sin posibilidades de formación y con pocas redes de apoyo ensanchan las filas de la pobreza. No parece conveniente abordar el tema desde los ránquines de la miseria. No conviene desenfocar la cuestión. La pobreza es un fenómeno complejo y dimensiones planetarias. Un territorio móvil y poroso que se ensancha continuamente. Sus tentáculos están presentes en países desarrollados y en zonas en vías de desarrollo. Sin embargo, las personas pobres siguen siendo invisibles, olvidadas e incluso sospechosas en el debate público. Cabe preguntarse entonces, ¿por qué esa indiferencia? ¿a qué se debe esta ceguera social?
Por mucho tiempo se ha analizado la cuestión en términos de crecimiento económico, enfoques del PIB y teorías del desarrollo. Se ha planteado la cuestión de la asistencia como eje central del asunto. Por un lado, los partidarios de ofrecer ayuda ante las “trampas de la pobreza”, es decir, la falta de acceso a derechos, la ausencia de instituciones sólidas y la ausencia de políticas de protección social e impulso económico. Y por otro, los que se oponen a la ayuda porque disuade la iniciativa, corrompe las instituciones y eterniza la dependencia. Un debate del todo insuficiente para abordar el problema.
La pobreza es consecuencia de una desigualdad creciente y desenfrenada que tiene muchas aristas: la precarización laboral, la hiperglobalización, la dificultad de acceso a la tierra, la deslocalización industrial, la falta de regulación financiera global, la fiscalización injusta, la falta de servicios salud, los problemas de vivienda o la ausencia de derechos económicos, sociales y culturales, solo por citar algunos de sus vértices. La lista es mucho mayor. Con frecuencia olvidamos que la pobreza intersecciona con todas las discriminaciones: el género, la etnia, el contexto, la racialización, la edad, la diversidad y la ubicación geográfica. Y quizá juega un papel protagonista en todas ellas.
Las ciencias sociales y económicas nos ofrecen datos, análisis y explicaciones complejas de esas aristas. Una radiografía crítica bastante acertada del problema de la pobreza. Entonces, si tenemos buenos diagnósticos ¿por qué sigue enquistado el problema? Quizá cartografiar la desigualdad es necesario para analizarla y problematizarla, sin embargo, no parece suficiente para erradicarla.
La pobreza no es una cuestión exclusiva de acceso a bienes materiales. En palabras de Sen y Nussbaum, es una pérdida inaceptable de talento, capacidad humana y dignidad. La pobreza limita la existencia y erosiona la identidad de quien la sufre. Quizá conviene aterrizar la cuestión en las vidas concretas que la padecen. La empatía podría ayudarnos en esa dirección. Como bien explica Ester Dufflo en Repensar la pobreza, tenemos un grave problema de cliché social. Por un lado, las personas pobres son sospechosas de ser perezosas, inútiles y desvalidas. En polo opuesto, son consideradas nobles, pacientes y valientes titanes que soportan con resignación su injusto destino. Nunca como fuente de conocimiento, personas a las que consultar y sujetos imprescindibles que pueden aportar y contribuir a resolver sus problemas.
La desigualdad indigna socialmente pero la pobreza permanece encasillada en cliché ¿Cómo puede explicarse ese contraste? Quizá la promesa de progreso ilimitado, la lógica mercantil y la búsqueda del éxito individual, nos conduce a pensar que el mundo se divide entre ganadores y perdedores. Y esa frontera naturaliza la idea de que los pobres son los únicos responsables de su situación. Y peor aún, que los éxitos de quienes alcanzan una vida próspera y abundante son fruto exclusivo de su esfuerzo individual, sin ninguna conciencia de los privilegios que han disfrutado. Una suerte de arrogancia social que conduce al menosprecio de las personas pobres.
La pobreza y la forma en que la miramos transpira ideología. En ese sentido, no parece suficiente la empatía para erradicarla, es imprescindible exterminar el desprecio y la humillación que provoca en las sociedades contemporáneas. Adela Cortina usa el término “aporofobia” para referirse a ese rechazo. Una enfermedad social con bases cerebrales, culturales y sociales que desprecia y excluye a las personas que viven situaciones la exclusión. En una lógica de intercambio mercantil, el pobre es el que resulta poco rentable, aquel que no tiene nada que intercambiar. Cuando ese estigma se materializa en desprecio, destruye los cimientos de la vida en común. La pobreza no es una opción. No depende de las personas y sus elecciones. No puede ser paliada únicamente con asistencialismo. La desigualdad tiene causas sistémicas (conocidas y cuantificadas) y requiere políticas, ingenio y audacia de gobiernos y organismos internacionales. Pero la pobreza no es asunto de los otros, es una responsabilidad colectiva. Exige cultivar la ética del reconocimiento recíproco, que defiende el valor y dignidad de cada persona, más allá del lugar que ocupa en la lógica mercantil y del gasto público que supone para las arcas del estado.
Con la finalidad situar la pobreza en la agenda política, se celebró hace unos meses en Barcelona la, 1st Conference Internacional on Aporophobia, impulsada por el grupo Social Economics & Ethics (SEE) del IQS School of Management de la Universidad Ramon Llull. Miradas interdisciplinares del ámbito de la economía, la filosofía, el derecho, el trabajo social y la pedagogía abordaron la naturaleza y la urgencia del problema; las vivencias y dificultades de quienes la padecen; y la tarea de quienes les acompañan en los servicios sociales, ONGs y entidades especializadas. El congreso concluyó con un manifiesto contra la aporofobia que invita a la toma de conciencia contra el menosprecio y la aversión la pobreza. Podrá consultarse en breve en https://aporophobia.iqs.url.edu/
La pobreza no es un asunto menor. Y no solo la desigualdad es el problema, sino la forma en que miramos y rechazamos a quienes la sufren. Erradicar la pobreza y luchar contra la aporofobia requiere muchos frentes, pero es imprescindible la acción común. Y quizá la pedagogía tiene algo que aportar en esa dirección. No es suficiente que la juventud comprenda, diagnostique y empatice con la exclusión. Es necesario activar la cooperación más allá de una lógica asistencialista. Quizá el aprendizaje servicio puede ser útil: invita a los jóvenes a realizar acciones de compromiso con el bien común, deshace clichés y permite trabajar de forma crítica y reflexiva las aristas de la desigualdad. El aprendizaje servicio no va a erradicar la pobreza, pero quizá nos mueva contra la ceguera y canaliza la indignación hacia retos cívicos que restituyan la identidad y la capacidad de contribuir de las personas pobres.