La memoria del Holocausto es más que el recuerdo de unos hechos indescriptibles y gravísimos. También es «una terrible inercia y el error futuro que tratamos de conjurar», como han dicho, con motivo, R. Fernández Vitores y otros, en su libro Para entender el Holocausto (2017). En otras palabras, no parece haber recetas seguras para protegernos contra el desprecio, el odio o el rechazo de los diferentes. Esta sigue siendo, aún hoy, una grave «enfermedad del espíritu».
En la formulación y ampliación teórica de los derechos se ha avanzado mucho. Se pasó de la afirmación de los derechos individuales de la ciudadanía en la reivindicación de los derechos sociales, propia del Estado Social de Derecho, y a la afirmación de los derechos culturales de las minorías, de los pueblos y las naciones, tengan o no un estado propio, en nuestros días. Hoy es tan importante como urgente defender los derechos culturales y hacerlo con tanta intensidad como reivindican los derechos individuales y los sociales. El respeto y el reconocimiento de los derechos de las minorías culturales y nacionales por parte de las mayorías es condición indispensable para la convivencia. También lo es a la inversa. Los que abocan a los pueblos a la falta de entendimiento tienen una gravísima responsabilidad. Y la tiene mayor quien posee más poder.
No es exagerado afirmar que estamos inmersos en una crisis de civilización, que afecta a las diferentes esferas o niveles de la realidad: político, económico, social y cultural. En las últimas décadas, se han deshecho los fundamentos que cohesionaban la sociedad industrial y post industrial. «La abolición del trabajo asalariado» (Ralf Dahrendorf) y la pérdida de «significación y centralidad del trabajo» (Claus Offe) son fenómenos de enormes consecuencias para la vida cotidiana de la mayoría de la población: el trabajo ha dejado de ser «el gran integrador» en la vida social, sin que viniera a sustituirlo otro. La vida colectiva parece articularse como si su modelo fuera el de una sociedad de trabajadores pobres, con una periferia de precarios, de trabajadores sin trabajo y de jóvenes sin alternativas. La historia enseña que estas situaciones no suelen tener finales felices: son el humus donde arraigan y crecen el racismo, la aporofobia y tantas manifestaciones xenófobas como ha conocido la sociedad europea del siglo XX.
Debemos exigir a todos el cumplimiento de sus obligaciones para con los otros ciudadanos y la sociedad misma. Es cuestión de justicia ( «a cada uno lo que es suyo»); de igualdad en los derechos que derivan de nuestra común dignidad y condición de personas humanas; y de la convicción crítica de que las diferencias y los conflictos hay que afrontarlos con mediaciones eficientes y pactos entre las partes. Mientras estas convicciones no estén arraigadas en la mayoría de la población; mientras los niños y los jóvenes no crezcan practicando diariamente la justicia, el respeto y el diálogo y los adultos no seamos referentes válidos de estos valores, nadie nos podrá garantizar que, tarde o temprano, no volvemos a repetir errores gravísimos del pasado europeo del siglo XX, en el marco de un sistema productivo que necesita menos del trabajo y no tiene alternativas claras que ofrecer.
¿Hay que volver a advertir que se dan circunstancias que nos auguran un futuro problemático? Se ha dicho recientemente que, además de un hecho histórico, el Holocausto es «el paradigma de un riesgo actual». Sumemos los esfuerzos de todos o no saldremos. Hace tiempo que sabemos que, como decía el viejo Aristóteles, «los hombres se hacen constructores construyendo, citaristas tocando la cítara… y justos haciendo acciones justas y valientes… No somos buenos o malos por naturaleza sino habituándonos a la justicia desde jóvenes, por medio de hábitos y por costumbre».
Aflojar en la defensa de una sociedad crítica con el racismo, hoy escondido bajo un discurso astuto, y en la promoción de unas relaciones sociales más respetuosas, sería condenarnos a revivir viejos infiernos, de tan triste como vergonzosa memoria. Hay que ser activo en casa, en el barrio, en la calle, en los patios y en las aulas escolares, contra el odio a los pobres, contra las discriminaciones con los «diferentes» y el rechazo de los recién llegados. Nadie nos puede liberar de esta responsabilidad, que nos concierne a todos y cada uno de los ciudadanos, a todas las instituciones públicas y en todas las entidades de la sociedad civil. Cada año que pasa el reto es mayor, la respuesta colectiva de la ciudadanía más urgente y los conflictos latentes y manifiestos más numerosos. No lo dudemos, es la hora de la acción colectiva ligada a las rutinas y los hábitos de la vida cotidiana. No tenemos otro camino.
Salvador Carrasco Calvo. Catedrátivo emérito de Sociología de la UB