1. Dos escritos recientes
Con la distancia de un mes leí dos escritos recientes que me han hecho reflexionar y que veo profundamente relacionados.
En La Vanguardia (27.III.2024, p.24), Enric Crous i Millet, expresidente de la Fundación Pere Tarrés, escribía un esclarecedor y valiente artículo titulado con una pregunta: ¿Involución en las fundaciones eclesiales? En el escrito se denuncia cómo “ciertos sectores conservadores, personas con ambición, que conocen las debilidades de la forma jurídica, se aprovechan de una jerarquía poco conocedora de la realidad, para tratar de tomar las riendas de una entidad que difícilmente sabrán gestionar.” Estaba hablando de la Fundación Pere Tarrés: “Se nombran patronos que se considera serán ciegamente fieles”. Al mismo tiempo, expresa cómo “entristece contemplar desconfianza hacia personas capaces, que llevan a cabo las funciones propias del cargo de manera impecable, altruista, cohesionados”. Para Enric Crous, la Fundación Pere Tarrés vive hoy una situación que puede acabar “poniendo en crisis una entidad con valores claros, con una identidad conciliar, inclusiva y con más de 3.000 trabajadores (…) intentan reconducir instituciones de mentalidad abierta que se ven como un referente de catalanidad y discreta acción social”.
Ese mismo mes se presentó en Barcelona una obra colectiva sobre Las escuelas de trabajo social en Cataluña (1932-2009) (Publicaciones del Colegio Oficial de Trabajo Social, Barcelona, 2024). En ella (pp. 53-124) se comenta la historia y el lamentable final de la Escuela de Trabajo Social del ICESB, desde la destitución del equipo directivo (1994), hasta la adscripción a la Universidad Ramon Llull (1996) y la integración y traspaso a la Fundación Pere Tarrés (2001), en circunstancias y procesos que, paradójicamente, recuerdan las palabras de Enric Crous.
En el caso del ICESB, chocaron dos maneras de entender la presencia de la Iglesia en la sociedad, una defensora de un modelo respetuoso con el pluralismo, y la otra partidaria de entidades con un cuerpo disciplinado y uniforme de criterios morales y doctrinales, como afirmó acertadamente Casimir Martí (¿A dónde va el ICESB? La Vanguardia, 20 de junio de 1994). La decisión sería tomada por el arzobispo de Barcelona, de manera autoritaria, contra una institución con un espíritu dialogante, que, sin perjuicio de su identificación cristiana, asumía el pluralismo en su interior en las múltiples cuestiones sujetas a la investigación libre y que se manifestaba abierta a la relación con todo tipo de personas de buena voluntad, creyentes o no.
Fue, también, similar el caso de Acción Social Popular (A.S.P.) fundada en 1908 por el P. Palau, S.J., bajo la tutela eclesiástica y la protección económica del Marqués de Comillas (Albert Balcells: Los católicos y la laicidad en Cataluña. Una visión histórica de 1808 a 1979. Rafael Dalmau, Editor. Barcelona, 2022, 139-140). El jesuita acabaría “destinado” a Buenos Aires (Argentina) y vería intervenida y reconducida la entidad. El “Volksverein” español había nacido con la voluntad de ser “una obra social abierta a nuevos panoramas intelectuales”. La jerarquía eclesiástica española, sin embargo, no aceptó el modelo alemán de Catolicismo Social, que había promovido la Compañía de Jesús en Barcelona (M. Revuelta González: La Compañía de Jesús en la España Contemporánea. Vol. II. Sal Terrae, Santander, 1991, p.593, 983, 992). Optaron por la “Acción Católica, como organización oficial”, presidida por los obispos, sometida a la disciplina y al dictado jerárquico y de la Nunciatura, mayoritariamente conservadora cuando no integrista, como sería con el Nuncio Ragonesi. “España es España. Viva el catolicismo español”, escribiría, con amarga ironía, Gabriel Palau en 1932, desde Argentina, constatando que “los dirigentes de la Acción Católica y los de la Acción Social no se entienden”. Ese sería un significativo precedente, a principios del siglo XX.
El problema de fondo, común en los tres casos, sería el de la confrontación de dos modelos opuestos de catolicismo, dos maneras de entender su relación con la sociedad catalana. Una confrontación centrada, históricamente, en la polémica sobre la confesionalidad y el pluralismo de los católicos y de sus obras sociales y educativas.
Las diferencias son, sin embargo, claras. El caso de ASP estaba contextualizado en el marco del Catolicismo Social Europeo del primer tercio del siglo XX y los otros dos, tan similares, en el lento e inacabado proceso de recepción e implementación de las nuevas orientaciones del Concilio Vaticano II para la relación Iglesia-Mundo.
El binomio involución/innovación parece ser, todavía hoy, un dilema definitorio. Quizás sea necesario reabrir este viejo debate en el marco del cincuentenario del cierre del Vaticano II.
2. El punto de inflexión
En su constitución Gaudium et Spes (GS), el Concilio Vaticano II establecía las bases de un nuevo enfoque en las relaciones entre la Iglesia y el Mundo, redefiniendo la función de la Iglesia en el mundo actual: «ordenada y constituida como una sociedad que avanza al mismo ritmo que la humanidad y pasa por los mismos avatares terrenales», «sin estar vinculada a ninguna forma particular de cultura humana, ni a ningún sistema político, económico o social» (GS, 40, 42). Era una visión centrada en un «diálogo sincero y prudente» (n.21) y en una «auténtica fraternidad» (n.37), que afirma «la absolutamente legítima autonomía de las realidades terrenales», con «sus propias leyes y su propio valor, que el hombre debe ir conociendo, empleando y sistematizando paulatinamente» (nn.36, 41).
Efectivamente, Gaudium et Spes cambió profundamente la manera de considerar las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Se nos hablaría de «la familia de los hijos de Dios» mezclados con los hombres, a veces en situación de diáspora y siempre en diálogo en medio del mundo. Yves Congar diría que estos textos «no trataban de responder al laicismo, como se intentó hacer primordialmente en el siglo XIX, mediante el refuerzo del clericalismo, creando islotes preservados y estructuras confesionales frente a o al margen de las estructuras sociales comunes» (La Iglesia en el mundo actual, Vol. II. Taurus, Madrid, 1970, 373-403). Desde esta nueva perspectiva, la laicidad se convertiría en «un signo de los tiempos» y el pluralismo en un hecho a respetar desde el diálogo, «sin que nadie pueda invocar, a su manera, la autoridad de la Iglesia en su favor exclusivo» (GS, n., 11,1; 4,2; 43,3).
Hasta aquí el apunte de la lectura de Gaudium et Spes. A mi parecer, dos son las cuestiones que han centrado el debate teórico durante las últimas décadas: la laicidad y el pluralismo. En la práctica, la desaparición del ICESB y los incidentes de la Fundación Pere Tarrés, descritos antes, serían la expresión fáctica de estas cuestiones de fondo.
3. El debate sobre la laicidad a principios del siglo XXI
Empecemos citando algunos hechos destacables de los debates en torno a la laicidad en España.
En 2002, se celebró en Barcelona el II Encuentro por la laicidad en España, donde se abrió el debate sobre los valores de la laicidad, los malentendidos históricos interesados y su compatibilidad con la religión, en el marco de una sociedad democrática y sin privilegios.
No mucho antes, Gregorio Peces Barba había defendido la inseparabilidad de “Pluralismo y laicidad en la democracia” y afirmó que “la laicidad no supone una acción de la democracia contraria al hecho religioso” (El País, 27 de noviembre de 2001).
En diciembre de 2004, José L. González Faus escribió el opúsculo La difícil laicidad, “desde una posición claramente favorable a la laicidad”, inspirado en los textos conciliares a los que acabamos de hacer referencia, constatando cómo “la sociedad española se encuentra enormemente polarizada y crispada”.
En 2005, la tensión entre la Iglesia y el Estado aumentaría notablemente por el debate sobre la presencia de la religión en la escuela pública. Ese mismo año, la Fundación Joan Maragall publicó un cuaderno sobre La Laicidad, en el que Émile Poulat (fallecido en 2014) defendía “la laicidad como la matriz de una civilización en la que aprenden a convivir individuos y pueblos de convicciones diferentes, incluso incompatibles”. Por su parte, la Asociación Cristianismo en el siglo XXI organizó un congreso sobre Religiones institucionalizadas en una sociedad laica, en el que se analizaron la laicidad y la deconstrucción de la cristiandad.
De hecho, periódicamente, en la opinión pública catalana ha surgido alguna polémica en torno a temas relacionados con la laicidad, como entre 2007-2008 (la religión en la escuela pública), en 2014 (sobre el riesgo de un “nuevo integrismo católico” en Cataluña), en 2017 (un debate sobre la laicidad en la escuela pública en el Parlamento de Cataluña), y en 2020 (¿un “galicanismo católico?”). Del breve repaso por mi archivo, me gustaría hacer referencia al artículo del obispo Sebastià Taltavull, «La laicidad nos acerca» (La Vanguardia, 15.05.2016).
4. Algunas cuestiones para reabrir el debate
Mi generación vivió intensamente la lenta recepción e implementación del Concilio Vaticano II. En 2005, Casimir Martí (El Pregó, n. 277) evidenció un intento de “desactivar el Concilio Vaticano II,” ofreciendo una visión alternativa de su historia (A. Marchetto, Il Concilio Vaticano II. Contrapunto por la sua storia, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2005). Durante el pontificado de Benedicto XVI, esa relectura de la historia del Concilio no hizo más que aumentar, dentro de la “hermenéutica de la reforma en la continuidad”, frente a la de la “discontinuidad y la ruptura”, presentada por el propio Pontífice a la Curia Romana el 22 de diciembre de 2005.
Me atrevería a decir que esta es una cuestión clave en el tema que nos ocupa. El Concilio exhortaba a la Iglesia a “no poner su esperanza en privilegios concedidos por el poder civil” y a las autoridades civiles a “no perjudicar jamás, ni abierta ni veladamente, por motivos religiosos, la igualdad jurídica de los ciudadanos” y a evitar “toda clase de discriminación” por razones religiosas (Gaudium et Spes, n. 76; Dignitatis Humanae, 2 y 4). No hace falta mucha imaginación para entender quién puede estar interesado hoy en encontrar el “contrapunto” a estos planteamientos.
La neutralidad religiosa del Estado y el pluralismo son elementos necesarios y definitorios de la laicidad. La democracia es pluralista y laica. El laicismo agresivo del siglo XIX, enemigo de la religión, fue una reacción frente al asfixiante clima clerical y a las opciones políticas e ideológicas de una jerarquía que mayoritariamente prefirió, ad intra, el uniformismo frente al pluralismo, y ad extra, la confesionalidad frente a la laicidad.
5. A modo de conclusión
Tenía razón González Faus al señalar el clima social, político y religioso polarizado y crispado en el que vivimos inmersos. No sé si es el momento adecuado para reabrir estos debates, con motivo de la preparación del año jubilar de 2025, en el que se propone reflexionar sobre aquel Concilio.
Estas son, en mi opinión, algunas de las cuestiones clave que siguen estando sobre la mesa del diálogo y que requieren respuestas no evasivas ni ajenas al espíritu y la letra de Gaudium et Spes, Como acertadamente comentaba Hilari Raguer en 2007, sería necesario hablar de una tercera hermenéutica: la de la involución o la contrarreforma.