Salir de la zona de confort se ha convertido en una expresión que repetimos continuamente para advertir del peligro de acomodarse a una situación que, por conocida, puede resultar limitante e impedir a una persona crecer y desarrollarse. Es obvio que estamos de acuerdo con el mensaje que quiere transmitir. Ahora bien, hoy nos tomaremos la licencia de acercarnos a dicha expresión con una mirada crítica y defender que antes de salir de la zona de confort es interesante entrar.
Si buscamos la palabra confort en el diccionario, encontramos referencias a «todo aquello» que proporciona comodidad y bienestar. Ya se trate de un objeto físico o de una circunstancia, el confort nos aporta sentimientos de seguridad. No es necesario dedicar demasiado tiempo a justificar que una parte importante de los niños y jóvenes no viven en situaciones de confort. Y no sólo porque el nivel socioeconómico de sus familias no se lo permite (de eso podemos hablar otro día), sino que tampoco han encontrado en la escuela un lugar confortable donde sentirse a gusto y seguros. Por el contrario, la inestabilidad parece definir su día a día, y se agrava con sentimientos de desasosiego que irrumpen con fuerza durante los primero años de la adolescencia. Es por eso que defendemos una intervención orientada a hacer de los centros educativos zonas de confort en la vida de los adolescentes, especialmente de aquellos que tienen una realidad personal y familiar más complicada.
Al hablar de zonas de confort nos gusta pensar en entornos que permitan a los adolescentes reposar, coger aire, recomponer experiencias del pasado, orientar su vida, recuperar la confianza en sí mismos y en los demás, proyectar un futuro esperanzado y realista y, como consecuencia de todo ello, iniciar un camino de transformación personal. Una zona de confort debería ser una oportunidad para detenerse y poner orden en el embrollo interno que tiene a los jóvenes agobiados y, a veces, inmovilizados. Para que esto sea posible creemos que la zona de confort debe garantizar la presencia de tres elementos que se refuerzan entre sí y ayudan a generar sentimientos de bienestar y seguridad. Estos elementos son: un sistema de prácticas educativas, relaciones de confianza con los docentes y experiencias de ayuda entre iguales.
Un sistema de prácticas educativas diseñado con la voluntad de que los jóvenes puedan entrenar competencias, adquirir conocimientos y desarrollar valores. La participación en prácticas los sitúa en un rol activo, el de aprendices que se forman con la guía de un adulto que tiene un buen dominio de los contenidos que se trabajan y de las destrezas que deben adquirir, pero también con el apoyo de compañeros que se encuentran en situaciones similares. De este modo las buenas prácticas incorporan una vertiente colectiva y algún tipo de proyección social que sobrepasa el interés estrictamente académico. Los adolescentes descubren el sentido a medida que se esfuerzan por superar los retos que la práctica les plantea.
Las relaciones de confianza con los docentes aportan a los jóvenes sentimientos de seguridad. Poder contar con un adulto para compartir inquietudes, experiencias que hacen daño, fracasos no superados y proyectos incipientes, ayuda a vivir con más serenidad. Pero la convivencia con los adultos ha sido muy conflictiva para algunos adolescentes, y no quieren con ellos ninguna relación estrecha. A pesar de la dificultad, hay que esforzarse para reconstruir vínculos personales que cuando se logran son altamente gratificantes para los chico y chicas. Descubren un nuevo y potente recurso para afrontar el futuro con menos soledad y más esperanza.
La ayuda entre iguales apodera los jóvenes. Entender que los compañeros no son una amenaza para el bienestar individual, sino personas dispuestas a echar una mano cuando se les necesita, transforma la percepción que tienen los adolescentes de su entorno. Las relaciones de cooperación pacifican el ambiente, son fuente de placer y de alegría, y abren la puerta a la amistad. También apoderan los chicos y chicas en la medida que descubren que juntos pueden lograr metas que ninguno de ellos conseguiría solo. A pesar del potencial formativo que tienen las relaciones de cooperación, a menudo se confía demasiado en su aparición espontánea y son pocas las actividades que se programan con este fin. Pero lo cierto es que las conductas cooperativas también se aprenden y, por lo tanto, son necesarias actuaciones decididas que las faciliten. De la abundancia de relaciones de ayuda entre iguales depende, en buena parte, la creación de entornos educativos cálidos y confortables.
Y acabamos comentando un nuevo proyecto del equipo educativo de Cruïlla, experto en el arte de crear zonas de confort para adolescentes y jóvenes en riesgo de exclusión. Se trata de Cruïlla al punt, una escuela de cocina y restaurante abierta a la comunidad y en el distrito de Nou Barris de Barcelona. A lo largo de dos horas pudimos observar chicos y chicas claramente implicados en las actividades que realizaban –cocinar y servir mesas–. Encontramos adultos que apoyaban el trabajo de los jóvenes, minimizando errores y animándoles a superarse y usando el humor y el afecto para hacer cualquier observación. Y también pudimos conocer un sistema de ayuda de los jóvenes con más experiencia a sus compañeros noveles. Distinguidos por el color de la camiseta, asumían funciones diferentes, todas imprescindibles para la buena marcha del restaurante.
Cruïlla al punt, una zona de confort para los adolescentes y jóvenes que allí se forman y un espacio cálido y confortable para sus comensales. Muy recomendable.