Tener frío es siempre una sensación incómoda que tratamos de quitarnos de encima cuanto antes. Seguro que todos recordamos momentos agradables en los que un té, una ducha caliente, un buen jersey o una manta nos ha devuelto el calor perdido. También en la vida hay circunstancias que decimos que «nos dejan helados»: una noticia triste, una vivencia personal que nos bloquea, una ruptura que ni sabemos ni podemos ni queremos gestionar, un hecho social que nos supera… A diferencia de las primeras, estas frialdades no las podemos superar de manera inmediata. Requieren tiempo y condiciones personales y ambientales que nos ayuden a recuperarnos. Cuando, por los motivos que sean, se acumulan, corremos el riesgo de «quedar helados» de manera permanente y no poder activar las herramientas que nos deberían ayudar a recuperarnos.
El símil del frío nos permite hablar de la situación de aislamiento en la que viven algunos chicos y chicas. Como resultado de su pertenencia a entornos empobrecidos quedan fuera de los circuitos sociales aptos para otros jóvenes. Una manera de protegerse de la hostilidad que perciben en el exterior es generar una coraza que los mantenga a salvo de las agresiones externas, pero que, a la vez, reduce la comunicación con los demás. «Cuanto más gruesa es la capa de hielo» más se acentúa la desconexión con el exterior, más difícil es expresar los miedos que inmovilizan y es más fácil adoptar una actitud pasiva hacia el propio futuro.
Combatir situaciones de aislamiento vital es el trabajo diario de muchos educadores cuando la población con la que trabajan permanece «al margen de»; una intervención que aporta enormes beneficios a la vida de sus receptores. Sin embargo, a pesar de la importancia de la acción de los adultos, a veces, no es suficiente ni tampoco es posible. No es suficiente porque una vida plena requiere también vínculos de amistad con los iguales. Y no siempre es posible porque cuando los adolescentes crecen y abandonan las instituciones socioeducativas en las que han encontrado cobijo a lo largo de muchos años quedan a la intemperie y se sienten desprotegidos.
En otros momentos hemos hablado del aprendizaje-servicio como una posibilidad educativa que permite vincular a los jóvenes a entidades del entorno y espacios de relación normalizados. Hoy queremos compartir una experiencia que hemos iniciado este curso y que, a pesar de ser muy reciente como para sacar conclusiones, nos parece prometedora. Se trata de los GAM, o grupos de ayuda mutua.
Un GAM está formado por personas que comparten un mismo problema y que se juntan para poner en común sus vivencias y ayudarse unas a otras. El eje sobre el que pivotan los grupos de ayuda mutua es el poder transformador de la ayuda del igual y el apoyo que se proporcionan a sus miembros.
Nuestro GAM lo forman ocho jóvenes de entre 19 y 21 años. Ninguno tiene una actividad regular en una entidad educativa. Lo que los convoca no es un problema común, sino una trayectoria difícil que tienen que encajar y también unas ganas inmensas de salir adelante. Con la tarea de crear un relato digital personal, se encuentran semanalmente para conocerse más y mejor. Conocerse mejor porque cada joven acaba teniendo más información sobre sí mismo y conocerse mejor porque se conocen gracias a la mirada comprensiva de compañeros y compañeras que los entienden, que quieren lo mejor para ellos y que, con el tiempo, se convierten en amigos.
En los encuentros, con la ayuda de dos adultos, dan nombre a experiencias que les han dolido y a otras que todavía no han podido asimilar; comparten situaciones de exclusión que han superado y errores que han herido a otras personas, y que también deberán perdonarse a sí mismos, intimidades y cargas pesadas que cuando las explican pesan menos. El GAM permite a los jóvenes caer sin romperse. Se tienen mutuamente y el pasado compartido los coloca en una situación ideal para ayudarse.
El GAM da la posibilidad de reconciliarse con el pasado pero, sobre todo, mirar al futuro. Los proyectos, las pequeñas victorias y los éxitos inesperados irrumpen con fuerza en cada encuentro. A veces en forma de un contrato laboral, de carnet de conducir, de un viaje esperado, de papeles que dan estabilidad a una vida que ha dado muchas vueltas, del dinero de una matrícula para seguir estudiando o…
Volviendo a la metáfora con la que hemos empezado, el GAM permite un deshielo lento y cuidadoso de las gruesas capas con las que cada chico y cada chica llega al grupo. Lo consiguen con delicadeza, proporcionando la temperatura justa y evitando golpes repentinos que rompan el hielo y hieran a la persona que hay dentro. Lo hace con paciencia y respetando los diferentes ritmos de los miembro del grupo. Queremos pensar que los encuentros ofrecen al ánimo de cada joven el calor que aporta al cuerpo una ducha caliente, un té, una manta o un jersey confortable.
Y como todas las cosas importantes, el GAM es fruto de relaciones de cooperación. En nuestro caso, entre personas e instituciones comprometidas con la igualdad de oportunidades en la educación de jóvenes que provienen de entornos vulnerables: la Fundación Santa María que ha dado una ayuda imprescindible para iniciar el proyecto, la Asociación Saó Prat que acoge la experiencia y el Grupo de Investigación de Educación Moral de la Universidad de Barcelona que coordina el GAM.