A grandes rasgos, en el proyecto La Violencia Secreta¹ trabajamos con canciones que hablan sobre la violencia de género y funcionan como hilo conductor de las creaciones que se hacen durante los talleres, canciones como «A ningún hombre» de Rosalía, «Malo» de Bebe o «No Dudaría» de Rosario y Antonio Flores. De este modo, tenemos un punto desde el que partir: analizar qué dicen estas letras y qué nos transmiten para representarlas de la manera que más nos apetezca.
De forma paralela a toda esta creación libre que parte de las canciones propuestas por las talleristas, se proponen actividades para ir comprendiendo qué es la violencia de la que hablamos y qué implica a nivel estructural. Para ello, se proponen sesiones combinadas entre creación teatral, musical, de danza o audiovisual con alguna otra actividad reflexiva como, por ejemplo, una sesión de testimonio en la que participa una persona que se relaciona de alguna manera con la violencia de género y quiere colaborar con nosotros. La persona invitada cuenta su experiencia, mientras todo el grupo en círculo escucha y, en cualquier momento del relato, pregunta y expresa dudas a fin de crear diálogos. A menudo, se acompañan las sesiones de un mural, en el que se van plasmando aquellas intervenciones, ideas, experiencias o sensaciones que han ido surgiendo a lo largo del taller.
Como se puede imaginar, formar parte de un proyecto que propone una forma de expresión alternativa al modo de comunicación hegemónica y lineal –como es la comunicación oral y escrita–, no deja indiferente: aún menos si los que participan están en plena adolescencia, seguramente decidiendo cómo se relacionarán con las otras personas y qué relaciones afectivas desean o no tener. Los talleres permiten formar espacios de creación, de choque, de cambio y de transformación que merecen ser escuchados y relatados.
Por este motivo, deseo explicar aquí una experiencia muy reciente: entre febrero y marzo de 2020, justo antes de que termináramos confinados en casa, tuvimos el placer de ser talleristas del proyecto en el INS Poeta Maragall de Barcelona, por segundo año consecutivo, durante un total de seis sesiones de dos horas con los jóvenes de primero de bachillerato escénico.
Durante el desarrollo de los talleres, cuando cada grupo trabajaba su creación de la forma que más les hacía fluir, observé que dos de los grupos, sin haberlo hablado previamente, estaban expresando una misma idea a través del teatro combinado con el canto: habían introducido una figura que representaba la conciencia. Esta figura en un grupo era representada por una sola chica y, en el otro, eran dos que se movían en círculo alrededor del resto de personajes.
La conciencia de la que hablamos tenía un papel similar en ambas representaciones: cambiar el desenlace de la historia. Para clarificar este proceso reflexivo, uno de los grupos utilizó la herramienta del efecto espejo, es decir, que en un lado del escenario la historia tomaba una forma y un desenlace concreto y, en el otro, tomaba una totalmente diferente, aunque en los dos se representaba la misma situación. Este grupo, para marcar que jugaban con este efecto, decidieron colocar la figura de la conciencia en el umbral del espejo, con una mesa y dos sillas, por lo que el público entendía perfectamente que se trataba de la historia de la misma pareja en la que, en un lado, la víctima moría y, en el otro, la víctima se enfrentaba y se iba. En este caso, además, el grupo representaba la violencia de género dentro de una pareja de dos mujeres, sin presentar, como normalmente ocurre, una figura masculina.
En cuanto al otro grupo, decidió interpretar el efecto espejo de forma paralela, es decir que la historia va avanzando desde dos puntos de vista diferente: una figura de mujer que se siente culpable y termina siendo víctima, y otra figura de mujer que se quiere rebelar contra la figura del maltratador, que en este caso es el mismo personaje en las dos bandas. Este grupo, a medida que la conciencia va haciendo reflexionar a las dos protagonistas, acaba presentando un único desenlace: la muerte de la primera mujer, la que representa a María, de la canción «María se bebe las calles» de Pasión Vega, mientras el segundo personaje de la mujer que se rebela canta a capella la canción, con la Maria muerta a sus pies. A continuación, finalizan la escena con todo el grupo de pie cantando la canción también a capella delante del público.
De esta experiencia puedo concluir que ambos grupos entendieron muy bien la complejidad que se encuentra dentro de las violencias de género y la dificultad de tomar decisiones si dentro de ti sientes esta discusión constante entre actuar de una manera o de otra. Así pues, valoramos mucho que llevaran a escena los debates internos y los bucles en los que nos podemos encontrar dentro de un proceso de violencia de género.
A menudo, estos talleres hacen que pase algo difícil de explicar en el interior de las personas participantes: es como un pequeño movimiento interno que las remueve y que a veces logra hacer un «clic» que posibilita caminar hacia la transformación social.
¹ El proyecto La Violencia Secreta ha sido creado por Anna Martínez Norberto, cantante, músico, dramaturga y tallerista. Para más información se puede consultar la página web del proyecto: https://www.annamartineznorberto.com/la-violencia-secreta/