Mi generación, desde nuestra juventud, supo lo relativo que es construir unas relaciones sociales pacíficas entre las personas, los pueblos y las naciones. Los mismos que, con el Profeta (Isaías 9, 5-6) anunciaban al “Principe de la Paz” y nos enseñaban aquella Bienaventuranza que proclamaba “felices a quienes trabajan por la paz: Dios les llamará hijos suyos” (Mt. 5,9), bendijeron como Cruzada una Guerra Civil y se comportaron como vencedores de una maldita confrontación fratricida. Muy pronto aprendimos lo que también leeríamos en la Escritura, respecto a la secta de los fariseos: una cosa es lo que predican y otra lo que hacen. Como es bien sabido, los guardianes de la ortodoxia son los más peligrosos enemigos de las religiones. El caso del Patriarca de Moscú es bien ilustrativo hoy.
Pasados los años, al reflexionar sobre la Paz como valor y compromiso cívico, como deber moral (también religioso para los creyentes), sigo pensando que todas las guerras son fruto de la voluntad de dominio y del afán de poder sobre otros; que llevar a los pueblos a la destrucción de la guerra es una locura, cosa de mentes enfermas, crueles y perversas. Las guerras alimentan en los corazones de las personas los sentimientos más bajos y bestiales. Son cosa de gente que detenta el poder y de los que sacan provecho. Para los pueblos son funestas y absurdas.
Ya los clásicos griegos lo habían visto y descrito así, desde el mito de Ares y la titanomaquia hasta la Grecia Clàsica. Es más, de ellos habíamos aprendido que, en última instancia, la paz es un problema de índole educativa, de Paideia. Con el añorado amigo Josep Ituarte Mata, diría que “si hay un camino posible para construir la paz, éste pasa, insoslayablemente, por la educación”.
En 1795 Emmanuel Kant, escibía La paz perpetua. Reconocía que era «una idea irrealizable», pero que, al mismo tiempo, era «un imperativo de la razón»: había que buscar la manera de hacer real «un pactum pacis» para «acabar con todas las guerras para siempre». La paz, decía, «se instaura», «es una conquista humana».
Hoy debemos seguir repitiendo hasta la saciedad, que se educa en y para la paz, fomentando el respeto a la dignidad personal y colectiva, creando condiciones para una forma de vida digna, solidaria y fraterna para todos. Como escribía Juan XXIII en la Pacem in Terris (1963), los seres humanos «han nacido para convivir y obrar unos en bien de otros». Sin embargo, no somos ingenuos: el afán de poder y de dominación están profundamente arraigados en el corazón de los humanos. Son pasiones que hay que abordar críticamente, sentimientos que es necesario superar, mediante una educación ciudadana y democrática, que no tema abordar los conflictos reales existentes y hablar de ellos, desde el diálogo, hablar de todo sin tabúes, buscando el entendimiento en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, pisando en el suelo, contrastando los variadísimos intereses contrarios y contradictorios, muy a menudo también legítimos y comprensibles, para acabar estableciendo puentes de entendimiento y de comunión.
Vamos, una tarea inmensa la que tenemos delante.
Vista así la cuestión, no nos faltan, aquí y ahora, motivos para la perplejidad.
Mientras proclamamos y mantenemos el valor de la Paz, nos enfrentamos «a nuestra incapacidad de coexistir en paz». En palabras de Manuel Castells, el nuestro es “tiempo de volver a la raíz: reconocer nuestra humanidad común y gestionarla desde el ámbito público” (Vanguardia, 16 de julio de 2022). La paz sólo puede asentarse sobre la confianza recíproca, desarmando a los espíritus con el esfuerzo sincero inspirado en lo ideal, utópico si se quiere, de la razón razonable y de su imperativo moral. Esta vía, pensamos, no es otra que la del camino de la educación. Los educadores siempre hemos sabido qué era lo que teníamos que hacer al respecto: trabajar para que el máximo número posible de personas sigan los dictados de la razón y los de su consciencia.
La conciencia de los problemas de la guerra, en su dimensión global y más geopolítica, no puede eximirnos de asumir las responsabilidades personales, individuales y grupales, que todos y cada uno tenemos. La Paideia es obra colectiva de toda la “polis”.
Por mucho que recelemos, como lo hacemos, y además de entrada y salida, de la OTAN; por mucho que condenemos, como lo hacemos, toda invasión, en nombre de ideas como la de espacio o área de influencia imperialista; por mucho que compartimos, como lo hacemos, la idea del legítimo derecho a la defensa contra el invasor y el opresor… no podemos rehuir hacernos preguntas como estas:
- ¿Qué podemos hacer nosotros, en nuestra situación concreta, para construir la paz en un mundo lleno de guerras, devastado por la destrucción y afectado por todo tipo de violencias contra los niños, las mujeres, las personas más vulnerables?
- ¿Cuáles son los aprendizajes-servicio a potenciar en el mundo escolar, en la educación en el ocio o en la acción cívica?
- ¿Cuáles son nuestros actuales referentes?
La Asociación de Naciones Unidas España hace años convoca un Premio para dar a conocer experiencias, personales e institucionales, que hacen avanzar entre nosotros la Paz. Es un hecho significativo que no debería pasar desapercibido y que ayuda a encontrar respuestas, aunque sean parciales, a algunos de estos interrogantes.