La naturaleza y la vida en el campo con todas las virtudes que se le asocian como tranquilidad, aire puro, belleza del paisaje siempre ha estado valorizada, pero recientemente apuntan como valores en alza, especialmente como alternativos para los habitantes de las grandes ciudades. En estos últimos años parece haber confluido diferentes factores relacionados con la tecnología, la demografía y el coste de la producción y de la energía. El desarrollo de las tecnologías de la comunicación aplicadas al control a distancia de los procesos productivos, al teletrabajo y a la flexibilización horaria. El aumento de la esperanza de vida, el descenso de la natalidad y de las tasas de fecundidad que conllevan un envejecimiento de la población, solo amortiguado por las tasas más elevadas en la población inmigrante. Y la crisis energética con un aumento generalizado e irreversible de los precios de la energía, de los productos básicos y de la vivienda.
En los últimos años, el elevado precio al consumo, el de la vivienda en la ciudad y la posibilidad de trabajar y controlar a distancia los procesos productivos facilitado por la tecnología, entre otros factores, ha promovido un aumento del traslado de residencias de las grandes ciudades hacia núcleos rurales. La Covid-19 lo ha acelerado y ha demostrado que el retorno y la repoblación de espacios rurales que se habían ido vaciando es posible, no tan solo para ir de vacaciones sino para vivir de forma permanente. Ejemplo de esta tendencia, sin entrar en un análisis pormenorizado de las variaciones en el cambio demográfico es que, en Catalunya, el incremento de población entre 2019-2022 en los municipios menores de 5000 habitantes ha sido de un 4.6% y en los municipios de más de 50.000 ha sido solo de un 0,5%. Es cierto que esta migración sólo se ha podido dar en algunas profesiones y hacia determinados municipios que cumplían un mínimo de condiciones y tenían cubiertas las necesidades básicas.
A esto se puede añadir que la dinámica demográfica en los últimos años va modificando las necesidades de algunos grupos de población y obliga a repensar las características de los lugares de residencia. Según la OMS en el año 2030 los mayores de 60 años en el mundo serán más del 35%. En España más de un 20% de la población ya tiene más de 65 años y va aumentando progresivamente y la natalidad continúa bajando, situando el promedio de hijos por mujer en 1,19 lejos la tasa de fecundidad de reemplazo del 2,1.
Si nos centramos en Catalunya la tendencia es similar, el índice de envejecimiento (población de +65/0-15) en 2015 era del 112,6 i en 2022 del 131,3. El indicador de fecundidad en 2015 era de 1,39 i en 2022 es del 1,20 con una edad media del nacimiento del primer hijo a los 31, 6 años, teniendo presente que las tasas de fecundidad más elevadas se siguen dando en la población inmigrante. Es una situación que hace tiempo reclama con urgencia políticas de fomento de la natalidad a través de la promoción de la igualdad de género, de la conciliación y de ayudas económicas y políticas de atención a una población con una larga esperanza de vida.
La confluencia de estos factores, entre otros, refuerzan la necesidad de crear, revisar o adaptar los lugares de vida a las dinámicas demográficas y a las variaciones en los grupos de población, aun con más sentido cuando la tecnología puede facilitarlo. Las ciudades, en pro de la mejora de la calidad de vida de sus habitantes realizan transformaciones que van en sintonía con muchos de los valores que se aprecian del mundo rural. La reducción del tráfico y la reducción de la contaminación, el incremento de parques y zonas verdes, zonas peatonales, adecuación de espacios naturales, circuitos para actividades físicas, islas urbanas con servicios básicos de proximidad, centros cívicos y culturales como lugares de encuentro, etc. Asimismo, se empieza plantear qué aspectos urbanísticos y sociales se deberían revisar para adaptarlos a los cambios demográficos. Y como resultado de esta búsqueda de bienestar residencial, aunque de envergadura reducida por ahora, también se han ido produciendo movimientos migratorios de las grandes ciudades a núcleos rurales alentados en bastantes casos por propuestas o proyectos propios para poder sobrevivir.
La vida rural tiene importantes elementos de atracción, algunos con cierto bucolismo, pero que se postulan como alternativos a la vida urbana. Como ejemplos más inmediatos podemos apuntar el paisaje, la vida en contacto con la naturaleza, el aire puro, los ritmos de vida relajados, las relaciones y la vida comunitaria y vecinal, el menor coste de vida o sencillamente encontrar un trabajo y una vivienda asequible. También hay otros atractivos que van tomando protagonismo, relacionados con un modelo de vida diferente o alternativo a la vida urbana como participar en actividades económicas ligadas al campo, la colaboración en el equilibrio y respeto al medio ambiente, la producción y consumo de proximidad, la posibilidad de crear o recuperar espacios y actividades productivas abandonadas, la inclusión y pertenencia a una comunidad rural. No obstante, no se puede esconder la dureza de la vida rural que la misma población autóctona manifiesta y que le lleva a exigir ayudas e inversiones para mitigarla, hacerla más habitables y no tener que abandonarla.
El mundo rural ha de ser rentable económicamente para que sea sostenible y resulte atractivo demográfica y socialmente. Es cierto que el mundo urbano y el rural se necesitan mutuamente pues cada vez es más evidente que forman parte de un mismo sistema interdependiente, de la producción, de la inversión, de la innovación, la investigación y el desarrollo económico y social. Es imprescindible pensar y actuar desde la necesidad de un reequilibrio territorial y de una activación de la vida rural. El retorno a los núcleos pequeños rurales, si contase con la ayuda de las administraciones supondría, además de la colaboración en el reequilibrio territorial, importantes aportaciones al territorio de tipo económico, social y cultural. Ayudaría a recuperar o potenciar economías tradicionales o nuevas vinculadas a la potencialidad de las zonas, a recuperar la identidad y cultura colectiva de pueblos, a recuperar y revalorizar el patrimonio, a rejuvenecer la estructura de la población, a asentar población en edad escolar y mantener centros educativos y a asegurar o recuperar servicios básicos. Sería un proceso de equilibrio entre calidad de vida, el mantenimiento y aumento de población y la innovación y desarrollo para mantener un mundo rural vivo. La tecnología tendría un papel primordial permitiendo la conexión entre vida rural y urbana.
Para que lo rural sea más atractivo y la emigración o el retorno al campo sea más factible desde las administraciones se debería facilitar unas condiciones mínimas. Los movimientos de estos últimos años, aunque reducidos, han ido apuntando algunas de ellas. Una buena conectividad de fibra, adecuación y mantenimiento de infraestructuras viarias, conexión a la red de transporte público, oferta o posibilidad de trabajo, oferta de vivienda asequible, servicios básicos de educación y salud. Es cierto que esto supone pensar, programar e invertir en proyectos sostenibles económica y ambientalmente. Proyectos inclusivos que generen cohesión territorial y evidentemente que no reproduzcan ni trasladen los defectos y problemas de la vida en las grandes ciudades a las zonas rurales. En este sentido el compromiso y el convencimiento de las administraciones de los beneficios que aportarían será decisivo. Se trata de pensar en el bienestar de las personas.