En los últimos tiempos parece que ha repuntado el interés por las asambleas de clase; menos de lo que convendría, pero algo se mueve. Las asambleas de clase son una práctica educativa que prevé destinar un tiempo en la programación del trabajo habitual del aula para reunirse y hablar de temas relevantes, analizarlos y tomar decisiones, que luego deberán aplicarse. Puede hablarse de todo lo que el profesorado y el grupo entiendan que conviene debatir, desde problemas de convivencia, hasta cuestiones relativas al trabajo, las actividades festivas o cualquier otro aspecto significativo. Los temas que pueden someterse a consideración de la asamblea y el nivel de influencia del alumnado en las decisiones puede variar de un centro a otro, pero las asambleas son siempre un instrumento de participación del alumnado y un momento privilegiado de diálogo y de gestión conjunta de la vida del grupo.
De las asambleas de clase se habló mucho a finales de los sesenta y durante buena parte de los setenta. No nacieron durante el mayo del 68, pero este acontecimiento sí fue un buen altavoz y una motivación importante para que los docentes las incorporaran a su trabajo. Antes, el movimiento de la Escuela Nueva había adoptado la asamblea como una herramienta de participación de los niños en la vida del aula. Más adelante las pedagogías antiautoritarias la convirtieron en un instrumento primordial de libertad y de gestión colectiva del grupo. Por unos motivos o por otros, aquellos años fueron un buen momento para las asambleas y algunas escuelas las incorporaron. Después, como ha ocurrido tantas veces, un poco de todo: algunos centros las han mantenido, en otros han desaparecido o han perdido el sentido. Recientemente hay escuelas que las han vuelto a adoptar, tal vez marcadas por el movimiento de las plazas y el 15 M.
Si la descripción es acertada, cabe preguntarse por los motivos de la pérdida de atractivo de las asambleas y de su actual repunte. Junto al desgaste que el paso del tiempo provoca en las prácticas educativas o la falta de impulso cuando no hay colectivos que las promocionen, el decaimiento de las asambleas ha ido en paralelo a la irrupción en la escuela del pensamiento economicista. La búsqueda en exclusiva del propio interés, la competición como método, el mercado como regulador y la libertad individual como valor por encima de cualquier otra consideración, se han reflejado en una escuela cada vez más empresarial, menos humanista y cívica, y más orientada a complacer al mercado, evaluarlo todo y repartir éxitos y fracasos, una escuela más segregadora y más pensada para que cada uno mire de obtener por su cuenta tanto provecho como pueda. En una escuela así las asambleas no tienen sentido.
Las asambleas pueden olvidarse porque no hay que perder tiempo en actividades poco rentables y porque siempre han sido un espacio de libertad, sí, pero no de libertad individualista, sino de libertad vivida en común, compartida con el resto del grupo clase y de la comunidad escolar. Y la mezcla de libertad y solidaridad está lejos de la filosofía empresarial que hoy se esfuerza por ocupar la escuela. Quizás justamente por estos motivos, de un tiempo a esta parte, se palpa un repunte de las asambleas. Hay escuelas que las recuperan porque entienden que la libertad se vive en comunidad y que el bien común requiere la aportación creativa de todos. Rasgos que siempre han estado presentes en las asambleas.
Las asambleas siempre han sido una práctica educativa de expresión libre y elaboración comunitaria. Mirémoslo con un poco de detalle. En primer lugar, son un espacio de libertad en la medida en que los adultos limitan su autoridad y ceden parte de su responsabilidad al grupo clase, no a cada alumno individualmente, sino al conjunto. En segundo lugar, tienen un fuerte componente simbólico: los chicos y chicas deliberan juntos, cara a cara, probablemente en círculo. Esta disposición típica muestra un nosotros que se activa justamente a partir del acto de reunirse. Están cada uno y cada una en su singularidad, pero también son una comunidad. En tercer lugar, el núcleo: todos tienen el derecho y la libertad de hablar, aportar sus ideas, propuestas o puntos de vista. Y el grupo ha de escuchar y reconocer las aportaciones, considerarlas, analizarlas y mejorarlas con la ayuda de las opiniones del resto de participantes. Por este motivo la asamblea se considera una práctica dialógica fundamental: aportar, escuchar, reflexionar, mejorar y acordar. El proyecto que salga de la asamblea debe satisfacer a cada persona y las necesidades del grupo. Es por todo ello que las asambleas de clase son libertad y cooperación; expresión libre de los puntos de vista de cada uno y deliberación para llegar a un acuerdo que articule las diferentes aportaciones en beneficio de un proyecto conjunto.
Sí, no es fácil, pero en la escuela estamos para enseñar una manera de proceder valiosa e imprescindible, que requiere paciencia cuando surjan errores y limitaciones.
Una práctica educativa como las asambleas de clase, capaz de articular libertad y solidaridad, puede ser una herramienta para dejar atras la búsqueda sin límites del propio interés y contribuir a que los jóvenes juntos se conviertan en protagonistas de la construcción de otra forma de vivir.