Los niños y niñas de entre dos y tres años tienen un problema con los calcetines y también con los zapatos: a muchos les cuesta ponerse tanto una cosa como la otra. Pero de los problemas siempre se puede sacar algo positivo y, en nuestro caso, resulta que los calcetines y los zapatos -vaya, ponérselos- son una magnífica oportunidad de manifestar valores y de ir convirtiéndolos en hábitos arraigados. Os explicamos una escena que seguro que ya habéis visto, pero que nos parece reveladora.
Juan está despertando de la siesta, se mueve despacio, se frota los ojos, bosteza y se sienta sobre el colchón. Como un autómata, estira el brazo, coge los zapatos, se los acerca y se mira los pies. Un calcetín lo tiene casi fuera del pie y el otro arrugado y desplazado de su sitio. Hoy tiene suerte: estira el izquierdo hacia arriba y a la primera le queda bastante bien puesto. Por aproximaciones va encajando el talón del derecho con el pie y también lo consigue. Ahora los zapatos. Coge uno y trata de ponérselo con poco éxito, prueba repetidamente, pero acaba por levantar la cabeza y buscar la mirada de la maestra para pedirle ayuda con una sonrisa. La maestra le mira con complicidad, se le acerca y cambia los zapatos de posición, cada uno al pie que le corresponde. Lo hace explicándole que cada zapato es de un pie y no va bien en el otro.
La maestra se detiene aquí para dejar que resuelva este problema de manipulación con la máxima autonomía. Con nuevas energías, Joan vuelve a intentar ponerse los zapatos, pero no lo consigue, no consigue encajar el pie dentro del zapato. La situación se prolonga unos segundos antes de que entre en escena Ana, una compañera, que lo ve de lejos. Se le queda mirando unos instantes y, de repente, interrumpe la meditación y se le acerca. Sin decir nada se sienta delante, coge un zapato y lo coloca en el pie correspondiente, y hace lo mismo con el otro. Joan, con dos dedos, empuja el zapato mientras Ana le da golpecitos en la planta para facilitar el trabajo. Entre los dos consiguen poner los zapatos correctamente, este modelo no lleva cordones. Ana mira en Joan, sonríe, lo anima diciéndole: «Muy bien, muy bien» y le da un abrazo. Antes de que se vaya, la maestra felicita efusivamente a Ana, que acepta con satisfacción el refuerzo positivo.
Un problema de calcetines y zapatos ha permitido a Ana manifestar una conducta valiosa: cuidar y ayudar a los iguales. Hasta aquí ninguna duda, echar una mano a los compañeros cuando están ante una dificultad expresa un valor fundamental en las relaciones interpersonales. Es un tipo de conducta que a menudo manifiestan los niños y niñas de entre dos y tres años, y que las educadoras refuerzan y alientan tanto como pueden. Una buena manera de ir arraigando hábitos de valor.
Nos podríamos quedar aquí, pero la escena creemos que justifica plantearse un interrogante sobre el origen de este tipo de conductas de ayuda a los demás. Podemos suponer que Ana ha actuado de manera mimética, ha imitado conductas similares que su madre, la maestra u otros adultos han mostrado hacia ella misma o de otras personas cercanas. En la medida en que la niña se identifica con el adulto que aprecia, repite las conductas que este realiza y las va incorporando a su bagaje cultural. Una explicación plausible sobre cómo se transmiten numerosas pautas de conducta.
Pero también podemos pensar que Ana ha activado una inclinación natural a ayudar a los iguales que se manifiesta cuando lo necesitan. Una tendencia que obviamente se concreta en conductas culturales tan sofisticadas como poner unos calcetines y unos zapatos, pero que expresan un fondo que no depende de la cultura. Aquí la acción de ayudar no es una conducta adquirida, sino la manifestación de una disposición anterior propia de la especie. Todavía nos queda, sin embargo, una postura ecléctica que aceptará que estamos ante una inclinación natural que toma forma concreta por imitación cultural. Ana y Joan centran ambos la atención en el problema de los calcetines y los zapatos. Como Anna ha vivido en propia carne este tipo de inconvenientes, entiende que Joan lo está pasando mal y suelta su inclinación a ayudar a un igual que lo necesita -un miembro de su especie-, aunque lo hace de acuerdo con las formas culturales en las que están inmersos y están aprendiendo. Sea como sea, es un debate antiguo y al mismo tiempo actual, y siempre apasionante.
De todas formas, y mientras seguimos debatiendo, las escuelas infantiles hacen bien al continuar proporcionando mil ocasiones para que los niños y niñas aprendan a relacionarse de acuerdo con los valores; hacen bien de alentar la autonomía de los niños ante las dificultades; hacen bien dando indicaciones en aquellos aspectos que los pequeños aún no pueden lograr solos; hacen bien alentando que niños y niñas se ayuden mutuamente; hacen bien al ayudarles y convertirse en un modelo para sus alumnos; hacen bien al reforzar positivamente las conductas de ayuda mutua, y hacen bien al dar nombre a estas conductas y explicar otras situaciones en que también las han manifestado o pueden llegar a manifestar. Un puñado de acciones educativas que no se pueden olvidar cualquiera que sea la posición en el debate sobre el origen de las conductas morales.