Educar en valores no es una cuestión meramente escolar. Las leyes en educación no cambian la realidad por si solas pero sí posibilitan determinadas políticas y condiciones de contexto escolar que conforman las prácticas educativas y las maneras de vivir la educación en la infancia y la adolescencia.
Una educación orientada a ser un ascensor social, a profundizar en los valores de la democracia y en la formación de una ciudadanía crítica y activa en la que todas las personas seamos más iguales entre nosotras y también más libres, requiere un buen acompañamiento político y legislativo, un acompañamiento que posibilite garantizar como mínimo dos objetivos: reducir la desigualdad educativa derivada de las condiciones sociales de origen y garantizar que toda escuela e instituto sea un espacio de vida democrática.
Desde hace más de medio siglo sabemos que la desigualdad educativa es persistente y que las desigualdades de origen difícilmente se pueden reducir y eliminar garantizando los mismos recursos materiales y humanos para la educación de toda la población sin diferencia alguna. Las políticas de discriminación positiva han sido y son eficaces y, por esta razón, profundizar en ellas continúa sirviendo para compensar los efectos de las desigualdades sociales. Por esta misma razón conviene intensificar las políticas de atención a los centros educativos socialmente menos favorecidos.
Hoy también sabemos que una educación democrática en valores requiere espacios de aprendizaje y convivencia en las escuelas que transpiren los valores de la democracia. Se aprende a estimar los valores de la democracia y se forman los hábitos cívicos y morales necesarios para una sociedad inclusiva practicándolos en los contextos de vida real. Como, por ejemplo, en la escuela. Por esta razón, es necesario garantizar que todas las escuelas e institutos sean espacios de vida democrática y, en consecuencia, espacios en los que la diversidad y el pluralismo estén presentes. Es necesario garantizarlo siempre, al margen de la titularidad pública o privada.
Por estas razones, necesitamos una escuela que valore el bien común y que considere la diversidad y la diferencia -no la desigualdad- de la vida escolar como un valor. Una escuela que practica la educación no únicamente como un bien particular, al que todas las personas han de tener acceso, sino también como un bien común de interés público. Por todo esto la educación ha de promover experiencias de convivencia y de aprendizaje en la diversidad y ha de ofrecer las condiciones de aprendizaje y acompañamiento educativo que permitan formar la personalidad del alumnado en línea con la construcción de sociedades prósperas y democráticas.
Debemos apostar por lograr la excelencia en los aprendizajes del alumnado. Pero para construir una sociedad próspera e inclusiva no basta. Somos una sociedad también plural y diversa en valores, culturas, religiones… y es necesario apostar también por la equidad. Necesitamos una ciudadanía que valore la educación y la escuela en las dos dimensiones. Y obviamente necesitamos una política educativa que garantice un servicio publico de educación que, con independencia de la simple titularidad pública o privada, garantice en todo caso y en toda escuela que el servicio es de interés público y está atendiendo las necesidades de la ciudadanía en general y no únicamente intereses particulares. Por todo lo anterior es importante tener la seguridad de que se educa en contextos de diversidad y a la vez procurando la máxima calidad en los aprendizajes.
En este sentido, en nuestro sistema educativo tenemos un problema: garantizar que todas las escuelas- públicas y privadas- sean servicio de interés público, eduquen en la diversidad, cultivando la cultura y lenguas autóctonas como espacio de acogida y que contribuyan a formar ciudadanos y ciudadanas motivadas por la profundización en los valores propios de una sociedad inclusiva.
Sabemos que muchos centros concertados cumplen con el compromiso de responder al interés público por el que son financiados. Pero también sabemos que la financiación pública de las escuelas concertadas es insuficiente. Es una evidencia a la vez que la excusa para que algunos centros concertados puedan seleccionar las familias en función de criterios que no son precisamente los que corresponderían a un servicio de interés público.
El sistema de financiación es perverso y no conduce hacia un modelo de servicio público de educación comprometido y gratuito para todas las familias. La escuela concertada es una realidad que no desaparecerá, que además cuenta con un buen conjunto de instituciones educativas promotoras de iniciativas de renovación pedagógica de carácter social y cívico y que prestan un servicio educativo de compleja sustitución. La escuela concertada -a menudo religiosa pero no sólo religiosa- no es uniforme. Es necesario identificar y concertar su financiación en función de las características de cada escuela y del compromiso social de inclusión educativa y no segregación escolar que asuma. Conviene ser especialmente riguroso en la exigencia de este compromiso. Se puede serlo aunque no siempre ha sido así. La plaza escolar le resulta más económica al Estado y la libertad de elección de familias es muy beneficiosa para algunas escuelas.
El compromiso de la escuela concertada y, obviamente, de los equipos docentes de la escuela pública y de los responsables de las políticas educativas, debe ser un compromiso con la calidad de los aprendizajes y contra la segregación de todo tipo, ya sea por condiciones de origen, culturales, económicas o sociales de las familias. Sólo mediante este compromiso podremos avanzar en una sociedad diversa como la nuestra, formando una ciudadanía que disfrute la diversidad y que valore el bien común y público en el sentido más completo del término. Necesitamos avanzar en el compromiso ético de lograr que toda escuela sea un espacio de convivencia y aprendizaje en la diversidad, en la que sea una realidad una educación democrática en valores.