Sociólogos y antropólogos coinciden en señalar que existen segmentaciones y desigualdades urbanas que llevan a abrir o incrementar procesos de guetificación en los barrios. Como es sabido, no todas las áreas «segregadas» son guetos o «enclaves étnicos», como tampoco todos los habitantes de estos lugares son igualmente pobres.
Un barrio entero, por razón de su origen histórico y sistémico, puede convertirse en un barrio «marginal» o «segregado» del resto de la ciudad y, rápidamente, el conjunto de sus habitats ser estigmatizados o considerados socialmente como «excluidos». En este etiquetado quedan fuera de toda consideración las situaciones estructurales que han llevado a la marginalidad al conjunto del barrio, como sería, por ejemplo, un determinado urbanismo sin visión social detrás, ajeno a todo lo que vaya más allá del criterio, estrictamente y técnica, arquitectónico. La relación entre arquitectura y sociedad ha sido objeto de muchos debates, que no deberíamos perder de vista al hablar de fortalecer la cohesión social, si pensamos el espacio público como un proceso en marcha, dinámico y en continuo cambio.
En algunos de estos barrios se han vivido «procesos de enclusión», es decir, procesos de inclusión y de exclusión social a la vez. Son, efectivamente, barrios marginales, por la forma en que se crearon y construyeron. En algunos de ellos se han invertido muchos recursos públicos en remodelaciones, se han implementado programas de prevención y de intimidación o fuerza, con resultados escasos, en buena parte por la falta de coordinación entre las administraciones públicas y la desidia de los políticos a lo largo de más de tres décadas.
El resultado final no es otro que dejar la situación creada en manos de unas administraciones locales absolutamente limitadas y desbordadas ante la magnitud y complejidad de las situaciones y de los problemas. Es más, en los espacios donde tradicionalmente había habido exclusión social acaban emergiendo nuevas formas de marginalidad, con «excluidos recién llegados».
No podemos olvidar en el análisis lo que es un hecho elemental: el espacio es una producción social y se construye socialmente en el tiempo. Inciden muchos factores: económicos, sociales, políticos, ideológicos, urbanísticos, tecnológicos y de identidad.
El espacio se experimenta, además, a través de los intercambios, las imágenes, las memorias y los usos cotidianos que la población hace de ellos. Se ha dicho que quien no tiene un espacio como propio no existe, prácticamente, para la sociedad. Un sintecho decía a una periodista no hace mucho tiempo: «Nosotros no tenemos existencia para la ciudad, no somos más de lo que es una piedra». Es que lo que se refiere al espacio resulta ser central.
Las hay, efectivamente, «procesos de guetificación» en los barrios. Pasan, en primer lugar, por la producción social y política de la marginalidad; también por el etiquetado social indiscriminado de sus habitantes; por la aparición de actividades delictivas de signo diverso (tráfico de drogas, de objetos de lujo robados o de armas) y de formas de vida «desestructuradas», en las que el proceso de socialización fracasa estrepitosamente.
Es sabido que el desorden tiende a incrementarse si las cosas se abandonan a sí mismas. La entropía de un sistema aislado siempre aumenta y cuando dos sistemas se juntan, la entropía del sistema combinado es mayor que la suma de las entropías de los sistemas individuales. En estas situaciones las medidas de mera «contención policial», a pesar de ser importantes, no son en absoluto suficientes. Los guetos, así constituidos, contaminan el entorno, crean unas subculturas disruptivas en los barrios, que acaban cuestionando las formas culturales tradicionales de la población.
La lectura simultánea de libros como El respeto, de Richard Sennett (Anagrama, 2003) y de las noticias sobre los hechos violentos de 2016 y los primeros fines de semana de agosto de 2018 (tiroteos entre bandas con 74 personas heridas y 12 muertos) en los barrios periféricos del oeste y el sur de la ciudad de Chicago (Illlinois, EEUU) son bien ilustrativos de hasta qué punto la entropía puede llegar a dañar y deteriorar, con el paso de décadas, la vida de barrios enteros de una ciudad, en contextos de desidia política, de «vaciamiento de los servicios públicos» y de progresiva disminución/desaparición de la inversión pública en ayudas y subvenciones para potenciar la acción social en los barrios. Toda una lección de lo que NO se debe hacer.
Sin embargo para terminar, una última observación. En los barrios, también a los inmersos en procesos de guetización, hay elementos de identificación colectiva que hay que conocer y trabajar, desde la perspectiva del desarrollo comunitario, de manera holística, con todos los agentes sociales, las entidades y las instituciones del barrio, desde los centros recreativos y las escuelas a las familias y las administraciones locales. Es imprescindible la colaboración de todos, la corresponsabilidad y la implicación comprometida. Hay que sumar esfuerzos, abandonando la cultura del aislamiento y el cierre de los centros y de las instituciones en sí mismas.
Estamos poco acostumbrados al trabajo cooperativo de las redes sociales en los barrios. Y esta es una condición necesaria para la mejora de la vida de la población de estos barrios y para la educación de los niños y jóvenes. Además es una experiencia vivida en los años 70 en muchos barrios de las periferias urbanas. Pero ya se sabe: los hombres y las mujeres somos, en expresión de Artur Bladé, «una máquina de olvido del pasado». Incluso el más reciente.