La igualdad no está de moda, y así nos va. En los últimos decenios la brecha entre ricos y pobres ha crecido hasta la obscenidad. Pero las consecuencias de la desigualdad van mucho más allá del aumento de la distancia económica que separa a las personas. La desigualdad entre los miembros de una misma sociedad, como muestran Wilkinson y Picket en su magnífico libro Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (Turner, 2009), provoca infinidad de patologías sociales y muchos sufrimientos personales. La perdida de calidad en las relaciones sociales, el deterioro de la salud, el consumo de sustancias nocivas, la disminución de la esperanza de vida, la obesidad enfermiza, el bajo rendimiento académico, las múltiples violencias cotidianas, son tan solo algunos de los problemas directamente vinculados al nivel de desigualdad de una colectividad. No merece la pena buscar la causa de tales problemas en la familia, la cultura, la falta de valores o una limitada educación, la desigualdad es el mejor predictor del malestar social y del daño personal. Por este motivo, desde una perspectiva educativa, decimos que la igualdad es un gran aliado de la educación moral. Mientras que la desigualdad, por el contrario, solo provoca destrucción social y moral.
Sin embargo, pese a los daños que causa la desigualdad, algunos la promueven porque ven en ella una consecuencia natural de la búsqueda del éxito individual, otros la aceptan como un hecho, quizás indeseable, pero ante el cual hay poco que hacer y, finalmente, también hay quien la critica con fuerza, aunque aporte escasas alternativas. La desigualdad se ha instalado en el horizonte mental de la ciudadanía y la igualdad tiende a desaparecer de la escala de valores y de la mayoría de programas políticos.
¿Cómo se ha llegado hasta este punto? ¿Cómo se ha conseguido naturalizar la desigualdad? ¿Cómo se esconden los daños que provoca? ¿Cómo se reproduce la desigualdad casi sin oposición?
Desigualdad y educación
Hoy sería complicado justificar la desigualdad como el resultado de un privilegio hereditario del que gozan unos pocos. Aunque el resultado final del proceso que vamos a explicar es muy parecido –el éxito y las desigualdades que provoca dependen del origen familiar–, el modo como en la actualidad se produce la desigualdad sigue un camino tortuoso que oscurece lo que en realidad sucede y lo hace más aceptable. Merece la pena ver como lo explican Sandel en su obra La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (Debate, 2020) y Rendueles en su libro Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (Seix Barral, 2020).
Ambos autores denuncian que hoy la desigualdad se legitima y acepta gracias a procesos que se desarrollan en el ámbito de la educación. Parten de una constatación inicial: la calidad de la educación es clave para obtener éxito en la competencia que han impuesto los mercados y la globalización. En consecuencia, la sociedad en su conjunto y cada uno de sus miembros en particular están llamados a conseguir la mejor educación posible. Del nivel formativo que alcancen dependerá el desarrollo económico del país, pero también la posición social de cada individuo. El resultado que consiga en su proceso de formación –la cantidad de capital humano– le servirá como palanca de promoción personal. Cada sujeto llegará tan lejos en la escala social como su formación le permita. De este modo, la desigualdad queda justificada como resultado del esfuerzo invertido en la propia educación.
Igualdad de oportunidades y meritocracia
Para legitimar la desigualdad es preciso combinar dos procesos educativos complementarios: producir una situación inicial de igualdad de oportunidades y someter a los jóvenes a una carrera de méritos que seleccione a los mejores.
Para hacer creíble el camino en busca del éxito personal y de una posición social de privilegio, es necesario crear primero unas condiciones de partida tan igualitarias como sea posible. Aunque conseguir una igualdad absoluta es una quimera, se intenta que todos los estudiantes partan de mismo lugar, tengan las mismas posibilidades de éxito: gocen de un sistema de igualdad de oportunidades. Es bien sabido que el origen familiar va a alterar de mil maneras esta supuesta igualdad de oportunidades, pero se intenta partir de unas condiciones de mínima igualdad inicial, que se expresa en derechos como los años de educación obligatoria y más o menos gratuita, la posibilidad de acceder a estudios postobligatorios, el sistema de becas y ayudas, o las pruebas de acceso a los estudios superiores, por citar algunos ejemplos que pretenden dar un trato igual a toda la población.
En el supuesto improbable que fuese posible conseguir una total igualdad de oportunidades, tendríamos el punto de partida de una carrera de méritos, que se prolongará a lo largo de todo el proceso formativo, y que finalmente acabará introduciendo de nuevo la desigualdad entre los participantes. El proceso tiene una explicación sencilla: se ha partido de una situación de supuesta igualdad inicial que ofrece al alumnado la oportunidad de esforzarse tanto como desee para llegar lo más lejos posible en su proceso formativo. Por lo tanto, el éxito depende de su esfuerzo y de sus capacidades naturales, y quien se quede por el camino será porque no se ha esforzado lo suficiente o porque no posee habilidades para continuar su formación. Así queda justificada la desigualdad al final del trayecto formativo: igualdad de oportunidades al principio y diferenciación al acabar debida al esfuerzo que cada uno haya realizado. Las personas quedan ordenadas por su mérito.
El sistema de igualdad de oportunidad y competición meritocrática plantea dos problemas graves: por una parte, como acabamos de explicar, al final del proceso la desigualdad sigue existiendo, no se ha eliminado en absoluto: unos triunfan y otros fracasan. El proceso formativo no busca la igualdad, sino que en todo caso justifica la desigualdad apoyándose en el mérito individual. Pero, por otra parte, resulta que este supuesto mérito individual coincide con el origen familiar: los hijos de familias acomodadas obtienen éxito educativo y profesional, mientras que los hijos de familias humildes –de clase baja– fracasan en la escuela y sufren en su inserción laboral. El sistema de la igualdad de oportunidades más competición meritocrática no borra la desigualdad y además reproduce casi exactamente la estructura de clases sociales. Es por estos motivos que se afirma que no es más que una legitimación sutil de la desigualdad social existente.
Soberbia y humillación
Este procedimiento meritocrático usa la educación en beneficio del mercado, la usa también para legitimar y reproducir la desigualdad y, por si fuera poco, produce efectos morales y políticos muy nocivos. Como decíamos en el título, la meritocracia es un veneno moral. Lo es porque responsabiliza a cada sujeto de su éxito formativo y profesional: tienes las mismas posibilidades que los demás, puedes controlar tu destino, puedes hacerte a ti mismo, eres libre de llegar hasta donde tu esfuerzo o tus capacidades te permitan. Eres el único responsable del lugar que ocupas. Tu origen social y tus circunstancias quedan oscurecidas por la supuesta igualdad de partida y por la aparente competición sin ventajas del proceso de formación.
Si todo depende del merito personal, los ganadores con facilidad caen en la soberbia, pierden sensibilidad cívica, capacidad empática, gratitud por lo que han recibido y les resulta complicado reconocer que quizás no todo el mérito les corresponde. Se pierde disposición a ayudar a los demás porque, si cada uno logra con su esfuerzo lo que tiene, quien fracasa también lo hace por su culpa, porque no se ha esforzado suficiente y, en consecuencia, los vencedores quedan liberados de la obligación moral de prestar ayuda.
Por su parte, los perdedores acumulan humillación y resentimiento, que a menudo deriva en irritación e ira cuando descubren que el juego no ha sido en realidad tan igualitario como se les dijo. Sea como fuere, los perdedores, que en un régimen meritocrático son la mayoría, quedan relegados, agraviados, culpabilizados y sin reconocimiento social. No es el momento de analizar las consecuencias políticas de la desigualdad, que sumada a la humillación de unos y a la prepotencia de los otros, ha puesto en crisis la democracia, como no cesamos de ver un poco por todas partes. Quede dicho al menos que meritocracia y crisis de la democracia son procesos más conectados de lo que parece.
En síntesis, la meritocracia, que se ha instalado en la educación y en el conjunto de la sociedad, produce sentimientos morales nocivos: soberbia y humillación. Sentimientos anclados en formas socialmente muy potentes y ante los cuales no es fácil luchar. Es por eso que hemos calificado a la meritocracia de veneno moral y por el contrario a la igualdad de aliado moral.
¿Qué se puede hacer?
Este tipo de análisis provoca pesimismo en el mundo de la educación y entre el profesorado. Una larga tradición de ideas deterministas afirma que la educación cumple con un papel oculto que no decide ni controla: no queda espacio para una acción esperanzada. No comparto esta postura y creo que tampoco la comparten nuestros autores de referencia. La educación puede contribuir a modificar el statu quo. Puede hacerlo impulsando acciones que apuntan a otro modo de proceder. Propuestas quizás parciales y fragmentarias, pero que pueden contribuir a crear otra realidad. Aunque sea a pequeña escala, cualquier aportación ayuda a cambiar la lógica social imperante. Por lo tanto, realismo, compromiso y esperanza. Y esto es precisamente lo que hacen muchos docentes y lo que ejemplificaremos con cuatro propuestas de autores clásicos para combatir la desigualdad y la meritocracia.
- Con una terminología peculiar, Ferrer Guardia propone una escuela que practique la coeducación de clases; es decir, la mezcla de alumnado procedente de todas las clases sociales. Así la escuela evita discriminar y segregar al alumnado, logra su inclusión y un trato igual, y consigue una experiencia de convivencia democrática entre personas distintas.
- Evitar la segregación es el primer paso en la tarea de conseguir la igualdad, el segundo paso lo proponen los alumnos de la escuela de Barbiana: nadie debe suspender, hemos de avanzar todos juntos. La igualdad educativa no se reduce a dar las mismas oportunidades al principio, sino en conseguir unos resultados parejos al final que permitan a todos un pleno reconocimiento social.
- Combatir la soberbia de unos y la humillación de los otros se consigue con mayor igualdad y también implicando todo el alumnado en tareas de servicio a la comunidad o de acción común, una idea que Dewey propuso con su acción asociada con proyección social. Participar juntos en tareas destinadas a paliar necesidades sociales permite darse cuenta que todos y todas somos igualmente útiles a la sociedad; permite recibir un reconocimiento similar por el esfuerzo conjunto.
- Finalmente, no es posible prescindir de momentos de reflexión y diálogo que permitan al alumnado compartir puntos de vista sobre sus experiencias personales y colectivas. Freire nos dio suficientes indicaciones sobre cómo conducir una pedagogía atenta a la toma de conciencia que aquí permitiría aumentar la sensibilidad frente a la desigualdad y activar el compromiso a favor del trabajo en beneficio de la comunidad.
No se trata de un programa completo, ni obviamente ninguna de las medidas está desarrollada ni pensada para ser aplicada a una situación concreta. Sin embargo, son cuatro ideas que apuntan hacia un modo de hacer escuela atenta a la igualdad y al trabajo conjunto en favor del bien común.