Qué bueno es detenerse en medio de una carrera sin fin, que tiende a la aceleración infinita, aunque solo sea para experimentar la pérdida de velocidad, el frenado y, por tanto, el retorno a la sensación de gobierno sobre una misma.
¡Pero los niños y niñas no son solo alumnos del sistema educativo! La regulación de los usos de los dispositivos digitales es una responsabilidad comunitaria que empieza en cada una de las familias y termina en los poderes políticos, la «tribu», en la que estamos todas y todos implicados.
Las responsabilidades clave de madres y padres para favorecer una educación y un desarrollo sano de los hijos son las de siempre:
- cuidar de ellos,
- ayudar a desarrollar sus capacidades dándoles oportunidades para utilizarlas,
- ofrecer reconocimiento y orientaciones,
- generar un entorno seguro, con límites firmes, pero amorosos
- y fomentar el respeto de unos hacia los otros, por tanto, excluir toda forma de violencia.
Sin embargo, en la actualidad, la vida y las relaciones familiares están cambiando por la presencia de dispositivos digitales en nuestras vidas. Ya no es la tele puesta en marcha en el comedor, es la atención de los adultos todo el día hacia su smartphone, las pantallas en las habitaciones de cada miembro de la familia, y la búsqueda de wifi en todas partes, como si fuera prioridad vital de las de la base de la pirámide de Maslow.
Y no es que las pantallas “sean malas” o vayan “en contra” de la vida familiar, ¡es que la modifican! Pongamos dos ejemplos para ilustrar de lo que estamos hablando:
Una de las formas de cuidar y dar oportunidades a los hijos es mantener siempre una buena comunicación con ellos. Pero no es lo mismo la cena en familia, si los hijos ya han «hablado» vía WhatsApp con sus padres, cuando han salido de clase; estos han recibido notas vía app de la escuela y han podido ver la última foto o vídeo de una actividad extraescolar de los hijos en el grupo de WhatsApp de padres de baloncesto… Que si nada de todo esto estuviera.
Porque todo esto que los padres han hecho gracias a los dispositivos digitales son formas de desempeñar algunas de las funciones parentales como: interesarse por la vida cotidiana de los hijos, hacer seguimiento de su escolaridad, conocer su entorno; y esto puede hacer, precisamente, que la conversación durante la cena, no sea tan fácil de iniciar. Los adultos necesitan algunas habilidades más que las clásicas preguntas del interrogatorio casero de cada día si quieren tener una conversación personal y que facilite la reflexión sobre lo cotidiano.
Otra de las formas más concretas de hacer saber a los hijos que se los quiere es velar para que su vida transcurra en espacios seguros, con límites, velando, acompañando, guiando, responsabilizándonos (los) de su vida cotidiana. Aunque sabemos que los límites no suelen ser bienvenidos ni aceptados por los hijos, nos esforzamos por saber con quién van, quiénes son sus amigos y conocidos, a qué lugares van, etc. Esto, hoy, implica no solo el control y los límites físicos, sino también los virtuales, las redes sociales, las diversas conexiones vía internet… A muchas familias les cuesta gestionar estos límites y al mismo tiempo mantener la confianza tan necesaria para ir manteniendo el diálogo siempre abierto con sus hijos. Es necesario que los adultos sepan cuáles son los territorios virtuales que transitan sus hijos, tanto para hablar del derecho a la propia imagen como para controlar el acceso a redes, apps (que tienen unos límites de edad y que no siempre van de acuerdo con los valores de la familia) pero también para facilitarles herramientas de autogestión y respeto personal y social para no tener que estar controlándolo todo.
No es que nos cueste poner límites a los hijos, es que la cultura digital y el tsunami de las multiconexiones para cualquier cosa (programar el aparato que barre en casa, comprar en el súper, pedir vista al médico, controlar el termostato…) nos hace estar todo el día con algún dispositivo en sus manos. ¡Y los hijos hacen lo que nos ven hacer!
Por eso, ya se ve que en familia no podemos dejar el «tema pantallas» en un terreno aparte y para solucionarlo con respuestas simples a preguntas como «¿a qué edad?» «¿cuántas horas?» «¿Le compro o no le compro?». Es necesario hacer una reflexión sobre la vida de familia que llevamos y la que queremos llevar, incluyendo nuestras responsabilidades parentales atravesadas por todos los cambios que nos están haciendo los dispositivos y la conectividad.
Si algo sabemos los padres y las madres es que los mensajes negativos y las renuncias cuestan, ¡pero también sabemos que los mensajes positivos entran mucho mejor! ¡Pues vamos a darle la vuelta a la situación!
Hagamos todo lo que nos permite convivir con respeto y amorosamente, utilizando cuando es necesario y para lo que necesitamos los dispositivos y la conectividad, pero haciendo también en la vida offline todo lo que nos enriquece como personas humanas y como familia, manteniendo a raya la invasión digital. Y si es necesario explicar a los hijos por qué lo hacemos, el argumento es clarísimo: lo hacemos porque les queremos, y por eso cuidamos de su salud, y de nuestras relaciones familiares.
Proteger, cuidar, estimular, respetar… Es amar (¡online y ofline!)
Podríamos afirmar que si el control y buena gestión de los dispositivos, productos y redes digitales a nivel macro es una responsabilidad social, política y ética de administraciones e instituciones; a nivel micro, en la familia, es un acto de amor por los hijos.