Año nuevo, pues conflicto internacional en Ucrania, continua el golpe militar en Birmania, la versión del virus Ómicron incrementa los contagios, bancos y cajas obtienen miles de millones de beneficios, pero los clientes hacemos colas para que nos atiendan, la Iglesia se sigue apropiando de lo que quiere, se desalojan a familias sin recursos, los precios de la electricidad por las nubes… pues problemas viejos. ¿Habrá que renovar esperanzas una vez más?
Se continua demostrando que para conseguir entornos más igualitarios y socialmente justos se necesita la intervención del Estado, la acción de los movimientos sociales, la recuperación de la confianza y de la participación ciudadana y, por supuesto, de la educación como forjadora de esta conciencia.
La larga crisis económica y la sanitaria han puesto de relieve el incremento de la fragilidad de grupos sociales por motivos laborales, de formación, de etnia o situación legal, de género, sociosanitarios, de vivienda o de recursos económicos y esto continúa exigiendo una intervención definida y decidida del Estado y de los gobiernos correspondientes. Las organizaciones no gubernamentales y las actividades de voluntariado, aunque necesarias e imprescindibles, no son suficientes y tampoco es su cometido sustituir al Estado en sus funciones y en sus responsabilidades con la ciudadanía.
Los esfuerzos para solucionar los problemas que el mismo sistema genera como, por ejemplo, la necesidad de controlar el cambio climático, después de mucha retórica, al final se acaban pidiendo que los haga la ciudadanía. Y es cierto que las pequeñas actuaciones cotidianas ayudan mucho, pero el cambio ecológico real y sostenido y la transformación hacia un modelo de desarrollo diferente está en manos de los grandes agentes económicos, en la presión de los gobiernos ideológicamente afines y de los movimientos sociales.
En la última cumbre del clima COP-26 celebrada el noviembre pasado en Glasgow, a pesar del acuerdo general de que estamos en una situación climática de extrema urgencia, se han repetido los mismos compromisos, insuficientes y retóricos, para frenar la crisis climática que continúa incrementando las desigualdades sociales y la pobreza.
Ante esta situación de crisis y también de cambio económico y tecnológico, los poderes económicos, las multinacionales y grandes empresas, que no renuncian a su poder de control y decisión (bloqueo de patentes y enriquecimiento de laboratorios, control de energías verdes, destrucción de masas forestales, globalización de la producción y del mercado, uso bélico de la IA, y muchas más) deberían tener una responsabilidad social y un compromiso con unos principios éticos básicos para el mantenimiento de un sistema económico y social más justo y sostenible. Que formen parte de la solución y no solo sean el problema en que se han convertido al priorizar como objetivo irrenunciable la obtención del máximo beneficio.
Puede parecer una exigencia inocente o caritativa, no es la abolición de la propiedad privada, pero sí una necesaria reorientación del sistema hacia un modelo más justo y equitativo que mejore las condiciones de vida de muchos millones, que asegure un desarrollo sostenible y un planeta habitable para las futuras generaciones. Es necesario forzar las tendencias económicas y políticas hacia una mayor justicia social. El libre mercado y la inteligencia artificial con sus algoritmos y tecnologías, las aclamadas salvadoras del sistema, no actúan en este sentido por mucho que nos lo adornen. Ya sabemos que suena todo esto a manido, pero cada dia cuando vemos o leemos las noticias la indignación y sensación de impotencia es suprema y nos obliga a los ciudadanos de a pie, siendo positivos, a realimentar y no perder las esperanzas.
Va a ser difícil que el poder económico asuma que es urgente ir hacia un modelo de desarrollo sostenible pues para ello se deben reducir desigualdades a pequeña y gran escala. Y esto implica aceptar que se ha de renunciar a la idea de un desarrollo tecnológico exponencial y reparador de todos los problemas que genera el actual modelo, se ha de renunciar a un consumo desenfrenado en todos los ámbitos como motor del crecimiento y se ha de renunciar al objetivo de máximo beneficio y acumulación de capital. Por supuesto también será necesario un cambio o adaptación en las necesidades y hábitos de la ciudadanía. Y aquí hemos de retomar el papel de la educación. Una educación que, viendo el mapa de problemas socialmente relevantes y antiguos, debería no olvidar y asegurar la impregnación o presencia en los currículums de aquellas mal llamadas otras educaciones, educación para el desarrollo y medio ambiente, para la paz, la salud, el consumo, genero, sexualidad, etc.., como puntales para construir esta sociedad más justa en la que renovamos las esperanzas.
Son imprescindibles los compromisos de gobiernos implicados con políticas públicas en construir una mayor justicia social y ambiental. Que se enfrenten a las grandes empresas y sectores económicos que, en defensa de sus intereses y disfrazados de filántropos y benefactores territoriales, se resisten a actuar con responsabilidad social. Gobiernos que no claudiquen y se olviden de sus principios a la mínima presión o conflicto con el poder económico. Y por supuesto que consigan el apoyo y control por parte de la ciudadanía, a la que se deben, para que estas tendencias ideológicas puedan gobernar
Renovar la esperanza pues no queda otra, pero también mantener la actitud crítica y el compromiso con la comunidad. Buscar la justicia social es una obligación moral ciudadana y política. Para ello hay que recuperar la confianza en el poder individual y colectivo, delegado, olvidado o sustituido por el consumo, para hacer nuestro mundo algo mejor.