Los sueños son una estrategia de libertad que cada persona gestiona a su manera. No son definitivos ni están sujetos a las convenciones que marca la vida cotidiana. Se construyen tanto despiertos como dormidos; los hay compartidos o escondidos, individuales y colectivos, corrientes y relevantes. Unos se hacen realidad y otros no; admiramos los de personas que imaginaron mundos improbables, se han cumplido en parte, como Julio Verne, Amelia Earhart, Gandhi, M. Luther King, Marie Curie, Nelson Mandela, Berta Cáceres o Malala Yousafzai.
Conviene preguntarse cada cierto tiempo si la escuela es un lugar de sueños. Allí pocas veces se conjugan bien los deseos personales con los currículos; la organización o los deberes escolares aniquilan los momentos de libertad que tan necesarios son para las ensoñaciones. Acaso esto sucede porque no sabemos qué tipo de ser humano ha de “producir” la educación, como se pregunta Emilio Lledó. Pero no todo está perdido. Imaginemos que conectamos el aula con el mundo exterior y escuchamos proyecciones de escenarios de vida, salud y convivencia diferentes, como aquellos que idearon Jacques Delors y otros en La educación encierra un tesoro o los que emiten algunas organizaciones internacionales o las ONG. Si reparamos en los mensajes es posible que provoquen ilusiones, fugaces en unas personas pero permanentes en otras; en cualquier caso, dignas de ser comentadas y compartidas en clase.
Dejémonos llevar, supongamos un mundo ecosocial, sin ponerle fecha concreta. En él se ha sustituido la energía nuclear y la de los combustibles fósiles por las renovables, como los grupos de investigación de la ONU habían sugerido. Para ello habían sido importantes las reacciones tras el accidente nuclear de Japón pero sobre todo la disminución del consumo energético per cápita por la implicación de la ciudadanía –que adopta hábitos responsables– y las autoridades –que mantienen una seria legislación– y los constructores –que utilizan como criterio prioritario el perfeccionamiento de la eficiencia energética–. Tan bien fueron las cosas que las energías renovables permiten disponer de luz en muchos lugares apartados de Asia, América y África, también a las olvidadas e infradotadas escuelas.
En ese universo posible apenas existen refugiados ambientales, se ha terminado la desertización, el cambio climático ha dado un vuelco inexplicable, ya no se sobreexplotan las aguas de riego ni los ríos, la contaminación casi no existe, la tierra da alimentos para todos. La deforestación se ha cortado de raíz porque se realiza una gestión sostenible de los bosques vigilada por organizaciones independientes y el consumo de papel en los países ricos se ha reducido a la quinta parte. Los suelos contaminados son una reliquia que se utiliza para educar a los jóvenes sobre el pasado, porque se han firmado acuerdos internacionales que han llevado al procesamiento y depósito de residuos tóxicos, a la recuperación de las basuras sin fraudes ni esclavitudes para los países pobres. Las guerras terminaron hace tiempo y los desplazados por estas, sean africanos o de países como Siria, Afganistán, Irak o Colombia, han podido volver a sus lugares de origen.
Todo ha sido posible porque hace años cambió el modelo capitalista de explotación de recursos. Así, las grandes multinacionales que cultivaban de forma intensiva en África, América y Asia decidieron apostar por la agroecología con lo que pusieron en valor la existencia de los lugareños y lograron la mejora de sus economías, pues los empleos verdes llegaron a copar el mercado mundial. Los grupos de presión como G-8 o G-20 incentivaron la mejora de la economía social y de la salud global, quisieron acabar con la desigualdad frente al beneficio excluyente que los movía a comienzos del siglo XXI. Habían tomado como principio de equidad universal los indicadores y Objetivos del Desarrollo del Desarrollo Sostenible (ODS)- y constituyeron el G-Global en la ONU, que funciona como asamblea democrática y controla las especulaciones bancarias de cara a ecogestionar el territorio.
Cuando despertemos de esas ensoñaciones sobre la ecología de las personas puede que no recordemos bien si era un sueño individual o colectivo, ni el año que marcaba el calendario. Interesa repetir estos momentos en la escuela porque después surgen preguntas entre los estudiantes y se encuentran algunas respuestas en forma de compromisos.
La enumeración de logros que aquí hemos imaginado parecerá excesiva a muchos. En cualquier caso, de vez en cuando es bueno pasearse en la práctica educativa por el territorio de la utopía, buscando sueños creadores que, al estilo de María Zambrano, nos ayuden a transitar sin miedo entre dificultades y resistencias reales para abrir caminos futuros, que siempre deberían ser imaginativos y de tránsito colectivo. Eduquemos para ayudar a conseguir el mejor mundo de los posibles, pero atentos a aquello que nos decía Antonio Machado: Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y (casi) lo mejor de todo, despertar. ¡Cuántas clases podemos dedicar a perseguir estas ideas!