Cada día, en la escuela se habla mucho de la materia que no se ve en toda la vida pero que es importante para toda la vida. Primer mensaje educativo que se debe lanzar más de una vez: lo que no se ve también existe. Sabemos que mucha gente anda despistada con este asunto; incluso algunos libros de texto se olvidan de que la naturaleza o la vida corriente son algo más que objetos, rocas, animales, o plantas. Los gases son, a pesar de su relevancia, unos protagonistas olvidados o, como mínimo, poco queridos. Basta recordar el “gran evento de oxidación” que ocurrió en la marina Tierra hace unos 2.000 años.
Los gases que intervienen en la respiración son los primeros que se citan en la escuela, aparecen ya en los cuadernillos de los cursos de educación infantil. El nombre de esos gases ya tiene algo de misterio: oxígeno (que genera ácido desde tiempos de Lavoisier) y dióxido de carbono (ya está presente de manera natural en el aire aunque en proporciones mínimas, lo cual dificulta la comprensión de la importancia que le reconocemos, y tiene). En realidad, estos dos gases se entienden, simplificando en exceso, como el derecho y el revés del aire que necesitan los seres vivos; las personas también. Prueben a comprobarlo en su clase.
La escuela debe ocuparse de hacer presente una parte del relato de lo desconocido, que también es real. Acaso adornándolo de magia creativa; en otros momentos de leyenda interesada. Los gases, quién lo duda, son parte del transcurso de la vida real. Aunque la mayoría de las veces no se les ponga imagen, se sabe que son parte activa de la vida; por acción u omisión. El dióxido de carbono, una entelequia incomprensible para mucha gente, es un producto de las combustiones/oxidaciones, que son la vida misma. Lo supo encontrar con acierto Joseph Black bien avanzado el siglo XVIII. Por aquellos años, Carl W. Scheele (un gran descubridor de gases) y Joseph Priestley –avispados y concienzudos personajes que trabajaban en laboratorios científicos que hoy harían reír– eran capaces de aislar el oxígeno, ese gas omnipresente en nuestra vida a pesar de ser inodoro e insípido, pero que aviva todas las combustiones. ¿Quién no ha lanzado aire de forma mecánica o con lo boca para que algo ardiera mejor? Pregunten en clase.
El hecho de ventilar una habitación o una clase debe ser entendido como un deseo de cambio en la composición de los gases del aire confinado: unos salen y otros entran. Poco importa en la primeras edades ponerles nombre preciso o asignarles una fórmula, pero sí asociarlos a cualidad del aire para una mejor o peor respiración, algo ineludible de entender hasta por los más pequeños. Es un buen momento de desmontar un par de equívocos muy extendidos en la escuela. El uno dice que durante la noche las plantas respiran como el resto de los seres vivos, mientras que por el día lo hacen en sentido contrario: absorbiendo CO2 –ya tiene su misterio para los escolares pequeños verlo escrito siempre así– y liberando oxígeno. De ahí viene la leyenda negra de que no se puede dormir con una planta en la habitación pues envenena el aire; nada se dice de tener una persona al lado, de masa infinitamente mayor, durante toda la noche. El otro error pretende anular el papel benefactor de las plantas en la absorción de dióxido de carbono y la consiguientes oxigenación del aire –en la fotosíntesis– contrarrestado por su liberación de CO2 mientras respira –las 24 horas del día–. Todos sabemos que la proporción del absorbido puede llegar a ser cinco veces superior que el expulsado, según plantas, días y otros factores.
Respirar buen aire, libre de proporciones elevadas de determinados componentes que estropeen la porción del 21% de oxígeno del aire, esto va para los más mayores, mejora la calidad de vida. Por cierto, ya tiene misterio que en química se escriba siempre O2. Es ineludible hacer comprender al alumnado que en sus ciudades el aire no es todo lo bueno que debería ser, que nos enferma –algunos habrán tenido ya episodios de asmas o alergias–. Deben conocer que los coches, las calefacciones y algunas industrias liberan dióxido de carbono y otros productos dañinos. Ese CO2 tiene la manía de quedarse cerca de nosotros. Así lo respiramos o forma parte de la boina que impide que el calor se escape hacia arriba y no nos socarre. Ahora mismo, sus concentraciones en el aire respirado superan las 400 partes por millón (ppm); nunca había sido así. Si alguien tiene curiosidad, o las capacidades del alumnado permiten un trabajo especial y temporal en clase, se recomienda visitar la web del Global Carbon Atlas; trae unos mapas impactantes, como esos que hablan del pasado, presente y futuro del CO2. También sobre el metano (CH4), otro de los responsables de que el asunto del aire y el calentamiento global sea motivo de preocupación mundial.
Ante esos hechos constatados sólo cabe entrenar la verdad, aunque cueste verla. Para quienes tengan curiosidad por conocer la marcha del carbono en el mundo, el profesorado puede encontrar el acicate para trabajar el tema en clase, pueden mirar los artículos, los recursos educativos y las animaciones de la NASA en Global Climate Change. No vale el chiste malo que dice que mejor así, que las plantas, algas y cianobacterias, tendrán más y elaborarán mucha materia orgánica que nosotros aprovecharemos –en parte es cierto pues se ha comprobado que casi llegan a duplicar su absorción en los últimos años pero eso no soluciona la relación entre aumento de CO2 y cambio climático, que para la mayoría de los científicos es evidente–.
El dióxido de carbono es un gas ambiguo: benefactor y perjudicial. Se habla bien de él, cuando es utilizado por las plantas terrestres o acuáticas, por el fitoplancton, para generar materia orgánica en la fotosíntesis. Se habla muy mal, ahora a menudo, cuando se identifica como gas responsable del cambio climático, cuando todos conocemos que han sido las actividades humanas las que han aumentado sus proporciones naturales en el aire hasta convertirlo en el bicho malo. Por cierto, convendría citar también el vapor de agua, más conocido, o el metano. Este se podría asociar a los pedos de los herbívoros; más que nada por darle un poco de chispa a esa lección, aunque seguramente todos conocemos el potencial dañino del metano que esconden las tierras heladas o algunos fondos marinos que con eso del aumento de la temperatura global están listos para envenenarnos mucho más el aire que respiramos.
En fin, hablar del CO2 no contamina, por ahora; ignorarlo es un síntoma de escasa sabiduría, en la vida y en la escuela, que puede llevarnos a serias enfermedades personales y colectivas. Abramos una vez más las ventanas de nuestra clase para mirar hacia el mundo real, ahora tan de moda con eso de la Cumbre del Clima Chile-Madrid. Eso sí, si no estamos cerca de una vía urbana con un tráfico horroroso.
Carmelo Marcén Albero