Cada junio esperamos al verano porque nos disipa las prisas y agobios del curso escolar. Las vacaciones ayudan a simular que la vida de cada uno no quiere tiempos tan estrictos. Este año la situación ha sido diferente. Muchos escolares han huido de las ciudades a la naturaleza. Necesitaban recuperarla, ávidos por escapar de la monotonía confinada; en busca de esa libertad que soñaban cada día de los que no pudieron ir a clase. Han sido muchos meses, demasiados, cercados por los muros de su hogar. Tantos que habrá habido jornadas en las que parecían espíritus solitarios, encerrados en sí mismos o abriendo las ventanas que les traía Internet.
Llegó julio. Tocaba rescatar el impulso aventurero que niños y niñas, también adolescentes, llevan dentro; necesitaban restablecer relaciones afectivas, plenas de deseos y realidades nunca olvidados a pesar de la no escuela. Apetecía recoger con la vista imágenes naturales -que colorean el ánimo y también huelen y suenan- para llevarlas al pensamiento. En realidad, el lugar de destino no sería solamente un espacio físico sino una manera de recuperar sensaciones y otras muchas cosas, explícitas o no.
Una vez en la naturaleza, se suelen recobrar placeres pero también incógnitas, como le sucedía al capitán Nemo en sus viajes submarinos. Cualquier rincón, si sabemos mirar bien, nos presenta un complejo muestrario de vida y vicisitudes diversas. No es necesario ir en búsqueda de tierras desconocidas y lejanas al estilo Stevenson, o a los sitios recónditos de los documentales de National Geographic, que por supuesto hay que ver. La cultura de lo grandioso nos ha acostumbrado a mirar excelencias naturales, lo cual conlleva un cierto menosprecio de determinados lugares o seres.
Una pequeña mata de hierba que crece en la grieta del pavimento o en la hendidura de una pared, como si quisiera escapar del confinamiento, nos dice mucho de la vida natural. Lo mismo otras muchas muestras de biodiversidad que vemos cada día y, sin embargo, no les dedicamos atención.
Si nos encontramos en un lugar silvestre, casi nada de lo que ocurre en ese sitio está regulado por leyes escritas; salvo la salida y la puesta de sol, que también se adelantan o retrasan cada día. El enclave se mantiene pleno de libertades para todos los seres, si bien no se libran del condicionamiento de los ritmos de los otros. Puede que la naturaleza parezca lenta, comparada con nuestra acelerada existencia. Sin embargo, cada ser, lugar o fenómeno tiene sus consecuencias en su transcurrir; nada surgirá o variará en vano, por más que a menudo no entendamos esos cambios.
En consecuencia, la naturaleza no es un lugar para visitar sin más -como los turistas que a los pocos días no recuerdan dónde han estado como no sea repasando las fotografías, o como quien colecciona cromos- sino para vivirlo; ya sea in situ cuando se puede o desde la lejanía como nos tocó durante las clases on line; parece que este curso seguirá habiendo algo de eso. En cualquier caso, H.D. Thoreau, desde el lejano siglo XIX, nos dejó la sugerencia de que si estamos dentro de la naturaleza no podemos pensar en algo que esté fuera de ella.
Es probable que algún día de este atípico verano la hayamos visto y recorrido, enmascarillados o no. Seguro que hemos notado cómo estallaban los colores, si el aire sabía a algo o se había vuelto inodoro por diferente, que compiten cantos con silencios abruptos; o sospechado que alguien nos estaba observando, como les pasaba a los expedicionarios de El mundo perdido de Conan Doyle hace ya más de cien años. Demasiadas veces nos han pintado una naturaleza monocolor, de verde. Sin embargo se interpreta con las tonalidades del espíritu que anidan en nuestra imaginación. La diferente percepción no solo depende del estado de ánimo de cada cual; la naturaleza responde a la luz y la devuelve transformada en calores y colores diversos, según la hora del día y el día del año concreto. Nunca está como la última vez y la siguiente será otra.
Concluyó el latido estival y al alumnado le toca recogerse, no sabemos si en la escuela o en casa, o a la vez en los dos sitios. Durante estos meses han transcurrido los ciclos vitales de muchas plantas, animales y otros seres vivos. Las escuelas empezarán uno nuevo, diferente, incierto. Necesitan a la naturaleza para que todo se haga más llevadero, para que las incógnitas sociales o sanitarias no agobien tanto. Es necesario que el alumnado y el profesorado apelen a las confidencias del paisaje vivido en estos dos meses. Sus añoranzas les mantendrán deseos despiertos porque, en realidad, todos somos figuras y fragancias, ritmos y pausas de la naturaleza. Si la escuela se aísla del mundo natural cualquier cosa se hará más difícil. Por el contrario, si mira profundamente la naturaleza entenderá todo mejor. Albert Einstein animaría a hacerlo así.
Mantengamos abiertas las ventanas de las aulas para que la recuperada naturaleza veraniega entre y se quede, también para que se renueve el aire físico y vivencial. Hagamos de la escuela una visión de ecología global, para que los vientos traigan sus ecos: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la reconversión energética, los bosques y paisajes encantados, la salud compartida, el mar plastificado, y muchas más circunstancias –favorables o no tanto– que están llamando la atención educativa, aunque estos momentos sean difíciles; o quizás por eso mismo. Recordemos aquello que decía, allá por el siglo XVI, Michel E. de Montaigne: dejemos que la naturaleza vaya a su aire, ella conoce su oficio mejor que nosotros. Si no la molestamos demasiado se quedará en nuestra compleja escuela del curso 2020-21.
Carmelo Marcén Albero