Cualquier idioma es un compendio de relaciones; en él viajan muchas marcas de su historia. Todos tienen sus distintivos propios pero en ocasiones comparten expresiones que no se sabe cómo se han internacionalizado. Entre estas, queremos fijarnos en asociaciones de palabras en sí mismas discutibles -incluso puede que poco acertadas- que transitan por las conversaciones cotidianas sin el menor cuestionamiento y han entrado a formar parte del lenguaje común. Una de estas es “fondos buitre”.
Seguro que a quienes amen la naturaleza les chirría cada vez que la escuchan. Vino a quedarse desde aquellos días aciagos, se cumplen ya diez años en los que las malditas hipotecas subprime tambalearon nuestras vidas; después empujaron los “Lehman Brothers y compañía” para decirnos que lo de la felicidad mundial por eso de la globalización era un cuento mal contado. Si buscan allí donde miran todos, en la Wikipedia, para conocer los entresijos del término no encontrarán ninguna justificación para semejante atropello lingüístico y conceptual hacia estas aves. Ellas, los buitres animales, no invierten en animales cercanos a la quiebra, ni especulan con nada; simplemente aprovechan los cadáveres para vivir, y de paso retornan a las redes tróficas una parte de lo que de ellas salió. Además nos “limpian” la naturaleza y favorecen el trabajo de otros descomponedores. Quizás el embrollo lingüístico que tanto nos desagrada a los naturalistas venga de la segunda acepción que le da el Diccionario de la RAE, que identifica a buitre como: “Persona que se ceba en la desgracia de otro”. ¡Mira que había posibilidades para identificar los atropellos dinerarios: fondos especulativos, aprovechados, estafadores, impíos, etc.! Sugerimos estudiar este asunto en la escuela.
Este enfado episódico se convierte en cotidiano cuando uno piensa en otros animales a los que se les asigna una ofensa antropizada en su propio significado. Sabemos que despreciar es un acto del habla que se ha hecho cotidiano. En el insulto va implícito un enunciado y una molestia; habría que ver cuál de las dos intenciones pesa más. El hiperónimo animal, al cual el uso cultural y social le ha dado consistencia permanente, significaría un comportamiento instintivo y grosero y una mente ignorante, como si eso fuese patrimonio de los llamados seres irracionales y las personas fuesen lo contrario. Ahí van otros ejemplos: Asno (rudo y de muy poco entendimiento, al que algunos hicieron burro pero bien que se aprovecharon de él a lo largo de los tiempos para mover pesadas cargas), gallina (cobarde, pusilánime y tímida, y sin embargo desprendida y buena a la hora de poner huevos o criar sus pollos), gusano (vil y despreciable a la vez que un magnífico ventilador de la tierra y descomponedor de la materia orgánica para que esta vuelva en forma de minerales al ciclo de la vida), cerdo (sucio, grosero y ruin, que ha sido elevado a la categoría gourmet en forma de jamón ibérico), perra (despreciable, prostituta y sin embargo cuidadosa vigilante y protectora de los humanos y de sus bienes; ahora convertida en el animal de compañía por excelencia), erizo (persona de carácter áspero e intratable cuando esos beneficiosos animales únicamente aprovechan sus púas para protegerse y hacen un trabajo limpiador), alimaña (persona despreciable y de malos sentimientos por asociación ancestral con los depredadores de ganados o caza menor).
Dejamos aquí el asunto de los zoónimos insultantes -habrán comprobado que los significados/sinónimos iniciales, especialmente virulentos cuando son femeninos, proceden del diccionario; los añadidos serían cosa de los naturalistas- porque la lista se haría muy larga. Repetimos que aconsejamos una revisión a las Academias de la Lengua Española de un lado y otro del Atlántico para limpiar y engrandecer el español en lo que afecta al animalario y sus atributos. Como nos tememos que si llega lo hará tarde, y no queremos que algún académico se nos enfade, podemos empezar en la escuela a hablar de algunos animales y darles un poco de lustre; de paso, no estaría de más cuestionar el acierto o desatino al emplear su nombre como calificativo de las personas. Porque compartir las cualidades de algunos animales no tiene por qué ser necesariamente malo. Si después deciden dejar las cosas como están en su clase porque piensan que los hombres construyeron su lenguaje (acertadamente o no) fijándose en los animales o dándole vueltas a las cosas, al menos habrán dedicado un tiempo a conocer algunas de sus cualidades, incluso puede que alguna vez las piensen al emplear tal o cual expresión. Empiecen si quieren a hacer una lista de las características positivas. De paso, pidan al alumnado que les ayude a desentrañar aquello que decía George Orwell de que “todos los animales son iguales pero unos más iguales que otros”.
Además, aprovechando el asunto, podrán abordar en clase la llegada de ciertos insultos “humanizados” al vocabulario común, especialmente a este lado del Atlántico; parece que los americanos saben muchos pero utilizan más educación al gestionarlos. No se trata de hacer un lenguaje aséptico sino de limar ciertas púas por innecesarias para el fluir de las ideas. Nos costará, pues en este “arte” hemos tenido bastantes maestros hasta en la literatura: Quevedo, Góngora, Borges, Cela o el más reciente Pérez-Reverte, entre otros muchos.
Carmelo Marcén Albero (http://www.ecosdeceltiberia.es/)