La escuela apenas se detiene en educar para la escucha atenta de los ritmos de la naturaleza; acaso lo hace en forma de documentales que magnifican el cambio de color en los bosques, los fenómenos meteorológicos extremos o las peripecias existenciales de los grandes animales. Pero la vida se revuelve de miles de formas, sonidos y colores que cambian a lo largo del tiempo corto como pueden ser una jornada, de un ciclo anual o en los tiempos milenarios. Las especies animales y vegetales interaccionan con su medio: unas persisten y otras desaparecen; es el tiempo largo. Eso no se sabe si es bueno o malo, allá la naturaleza con sus ritmos, deseos y secretos. Nunca nos resultará totalmente comprensible, aunque le dediquemos tiempo y esfuerzo a su estudio.
Voltaire también tenía sus dudas; tras una dilatada búsqueda interrogaba a la naturaleza sobre quién era, y ella le respondía que el gran todo, pero que no sabía nada más. El filósofo se lamentaba de “la multitud de existencias creadas para ser continuamente extinguidas, la multitud de animales que nacen y que se reproducen para devorar a otros y para ser devorados, la multitud de seres sensibles que experimentan infinidad de sensaciones dolorosas, la multitud de inteligencias que rara vez conocen la razón. ¿Para qué todo eso, Naturaleza?”. Ninguna respuesta aclaratoria obtuvo. Nosotros, a pesar de ser menos ágiles en el pensamiento, aunque estemos hoy tan perplejos como Voltaire hace más de 250 años, somos obstinados. Nos preocupamos por la acelerada desaparición de especies, tanto si afecta a grandes extinciones como si los presuntamente damnificados son seres vivos muy pequeños, máxime si la pérdida puede estar inducida por nuestros comportamientos.
Ahora mismo, grupos de científicos nos advierten de que los saltamontes, chicharras y grillos europeos están amenazados de desaparición, debido sin duda a la agricultura intensiva, la pérdida de humedales y los efectos del cambio climático. Las ONG ambientalistas pronostican que su ocaso puede suponer el quebranto de todos aquellos animales que se alimentan de estos ortópteros. El grillo, aquel insecto inmóvil y clandestino que como un constante obrero entonaba ansiedades por saber e ignorar, desde un mágico rincón de sombras, en el poema de Mario Benedetti. O esos otros que cantaban a coro a la luna, desdeñados por Antonio Machado en aquellos patios de Sevilla. Acaso uno más presente en Unamuno, que en sus Trece lunas lo que quería era volver a la infancia: “El grillo asierra la siesta / con serrucho; / para él todo el día es fiesta / poco o mucho”. Quienes hemos vivido en la estepa sabemos cuál es el ritmo de la vida porque los machos marcan raspando –grillando o estridulando estaría mejor expresado– sus alas contra las patas. Los admiran también en Bolivia donde Direjná, la abuela grillo de los Ayoreos llevaba el agua allá por donde pasaba, hasta que las apetencias humanas le secuestraron la libertad.
En el monte libre jamás la poesía de la vida se extingue, aunque nadie la lleve a un papel, pues todas las cosas tienen su misterio y “la poesía es el misterio que tienen las cosas”, dijo alguna vez F. García Lorca. Así queda en la cultura popular, al menos por el momento. Rasca un grillo el silencio perfumado de rosas en las cándidas églogas matutinas dejando el cierre de la jornada para las agudas golondrinas, poemaba en forma de soneto el uruguayo Julio Herrera.
Acaso haya que releer, y reinterpretar para hacerse eco de las certidumbres e inseguridades que la vida natural nos muestra, el grillo y la cigarra tal como nos lo contó el romántico John Keats: jamás la poesía de la tierra se extingue porque cuando todos los pájaros callan abatidos por el sol ardiente corre la voz de la cigarra. Su concierto –que quedó emplazado en la lengua española asociado a los calores con el nombre de chicharrina– es incansable, se renueva en otras estaciones por el cántico del grillo, que aumenta sus ardores. Ahora conocemos que corremos el riesgo de encontrarnos en un mundo sin grillos y cigarras; algunos anfibios, reptiles y pájaros ya lo han sufrido. Sin ellos tanto la estepa como el campo cerrado morirán de silencios, pero mucho nos tememos que sea el presagio de algo peor.
¿Que quieren disfrutar de su canto? Acérquense sin complejos a los espacios libres, al campo, las montañas o la costa; estamos en primavera y van a eclosionar. Si todavía no han escuchado a los ortópteros pongan sus oídos en youtube, allí están sus múltiples modulaciones.
No es extraño que Voltaire no encontrase respuesta a sus trabajos por entender qué es la naturaleza. Esta habla discordante en sus ritmos monótono o diferenciado, ordenado o convulso, apagado o luminoso, pero siempre será poesía y literatura que nos ayudará a comprenderla mejor. ¡Qué diferente a la que se nos suele mostrar en los libros de texto!, que la pintan plena de armonía. Como ella respondió al filósofo francés, es arte, por eso merecería estar expuesta, pintada de formas diversas, en muchos lugares de los desarrollos curriculares.
Carmelo Marcén Albero (www.ecosdeceltiberia.es)