De chiquillo las miraba y me imaginaba siendo una de ellas. Su vida se me antojaba complicada: ir y venir de flor en flor y vuelta a la colmena, sin parar allí dentro construyendo los panales. Pensaba si tendrían algún criterio para clavar el aguijón según a quién y por qué razón; defenderse casi seguro. Las consecuencias significaban para ellas muchas veces la muerte y habría que pensárselo bien, o no. Dudaba si ser zángano u obrera; me inclinaba por lo primero sin pensar mucho en las consecuencias. De joven participé en alguna saca de miel y me quedé prendado de la estructura geométrica de los panales, de la perfección de esas celdillas hexagonales que los componen.
La fascinación por ellas no ha desaparecido. En cierta ocasión, refugiado un día de calor a la sombra de la falsa acacia, un par de ellas revoloteaban de flor en flor; en aquel momento conjeturaba si prefería ser abeja o mariposa –una también se movía por ahí más grácilmente y tenía una espiritrompa maravillosa– o quizás prefería ser libélula. La libertad de volar me sugestionaba pero de pronto aparecía aquel abejaruco que las perseguía; abandoné momentáneamente aquellos deseos infantiles. Prueben a mostrar al alumnado la posibilidad de elegir ser un animal concreto por un rato; a buscar ventajas e inconvenientes de su vida, a explicar a los demás las razones de la elección. Cuenten qué tipo de animales se repiten, cuáles de las condiciones positivas y negativas se valoran más y razonen por qué los escolares pensarán así. Por cierto, en la primera vez no vale ser animal doméstico o de compañía.
Mi admiración por las abejas no decayó con el tiempo sino que se amplió al conocer más detalles de su vida. En los textos sagrados de varias religiones la miel, su producto más valorado, se asemeja al conocimiento que empuja a la felicidad humana. En la mitología griega la abeja está asociada a la diosa del amor, Afrodita, (Venus, en la mitología romana), y también a Deméter (diosa de la agricultura), como símbolo de fecundidad. Sin duda, el mundo hubiera sido diferente sin la cera y la miel de las abejas, como ya supieron apreciar los pobladores neolíticos; no es extraño que hasta don Quijote ensalzase a las abejas por ofrecer sin interés alguno la fértil cosecha de su trabajo. Más recientemente, su sabiduría provocó la admiración de los científicos. Tanto que la interpretación de sus códigos de comunicación para explorar el territorio le valió al naturalista austriaco Karl von Frisch el Nobel de Fisiología en 1973.
No es extraña esa adoración secular, pues estos insectos provocan la fecundación de muchas especies vegetales. Cada primavera árboles frutales, leguminosas forrajeras, plantas silvestres y todos los cultivos hortícolas lanzan desde sus flores COV (compuestos orgánicos volátiles) para atraerlas; esperan ansiosos la incesante actividad polinizadora de las diosas aladas. Su poder fecundante llega hasta la economía: la UE les asigna un rédito anual de 15.000 millones de euros por su influencia en las producciones agrarias. Desde el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) se recuerda que limitan el hambre en el mundo pues de las cien especies de cultivos que proporcionan el 90% de la alimentación mundial, un 70% son polinizados por las abejas.
Pero están en peligro. Lo decimos porque cada año millones de ellas mueren en todo el planeta a pesar de su enorme valor y de los honores que las culturas les han profesado. En España, primer productor de miel de la UE, han disminuido últimamente más de un tercio. Semejante holocausto se atribuye a un ácaro parásito asiático, otros hablan de un hongo y un virus intestinales. Algunos piensan que el cambio climático las achicharra y se desplazan hacia el norte –España e Italia observan su desaparición–, otros lo atribuyen a la contaminación ambiental y especialmente a los pesticidas. De hecho, hemos leído que el ozono troposférico –el que tenemos aquí mismo porque somos nosotros los que lo provocamos– impide que los COV de las flores lleguen más allá de 1,5 metros y las abejas “pasan” de determinadas flores. Por el contrario, se sienten atraídas por flores cargadas de néctar con pesticidas, esos que llevan neocotinoides. Estos les quitan algo el apetito, con los consiguientes efectos en su laborioso trabajo y en la fecundidad melífera. Por eso los científicos presionan a la UE para que los prohíba. De esto también se debería hablar en la escuela para fomentar el desarrollo del pensamiento crítico; para entender por qué somos capaces de dejar perder algo que nos resulta tan beneficioso. Aunque no pensemos en clave de biodiversidad intentemos motivar al alumnado desde pequeño aunque sea con las secuencias de “La abeja Maya”.
La desaparición de estos insectos limitaría la biodiversidad y tendría consecuencias múltiples. Las cadenas tróficas en las que están implicadas las abejas son tantas que sin ellas se produciría una hecatombe ecológica que se llevaría por delante hierba, animales y hombres, como según se cuenta que predijo Einstein. Si la vida de las abejas es un buen indicador ambiental; estamos abocados a la enfermedad. De esta no nos salva ni Greenpeace, que lleva años peleando por ellas con su campaña “Save the bees” (Salvemos a las abejas).
Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que Pablo Neruda imaginaba en su “Oda a las abejas” que esas trabajadoras y puras levantaban con su cera estatuas verdes, su miel –el don celeste del rocío, que decía el poeta Virgilio– derramaba lenguas infinitas, el mundo era una túnica de flores en donde crecían de forma incesante los panales. Cuando tantos claroscuros y falsos esplendores nos amenazan, solamente nos queda regresar a ciertas fuentes de vida que guían la existencia diaria de las abejas: trabajo, alianza, sabiduría y ecología práctica. Ahora jueguen con el alumnado de su clase a ponerles calificativos a las abejas. Clasifíquenlos en positivos, negativos y neutros y entre todos encuentren las razones.
Nuestra oda se podría resumir en una frase: sin abejas no hay vida. Esto nos conduciría a un ruego que nace de una necesidad: ¡Hablemos en la escuela de cómo salvarlas!, utilicémoslas para un proyecto de trabajo multidisciplinar. La mejor escuela es aquella que ayuda a entender la vida.
Carmelo Marcén Albero (www.ecosdeceltiberia.es )