Las escuelas hablan, cantan, ríen y lloran en una mezcla no programada. Dentro de ellas fluyen voces diversas que muestran episodios concretos y comportamientos consolidados; tanto es así que podrían ser magníficos centros de investigación sobre el sonido y la comunicación en nuestra sociedad. Sonidos que van y vienen, a veces sin escucha; unos suenan mejor que otros, algunos mandan más. Los más numerosos los emiten preferentemente los escolares. Los hay graves y agudos pero dominan estos últimos debido a la longitud de las cuerdas vocales de los más pequeños; en los centros de Secundaria la cosa cambia. La coincidencia de tantos sonidos –de frecuencias, volúmenes y tonos tan diferentes– convierte las conversaciones en murmullo, incluso en ruido, que es más o menos el sonido no deseado. La escuela es ruidosa por naturaleza mientras en las clases se anhela el silencio; así opinan muchos profesores.
Pero los ruidos llegan a la escuela desde todos los lados. La Agencia Europea del Medio Ambiente (AEMA) en su informe del año pasado recoge que el ruido provoca molestias leves o graves a 31,7 millones de europeos adultos, trastornos del sueño a más de 13 millones. Además, son atribuibles al ruido más de 72.000 hospitalizaciones y seguramente 16.600 muertes prematuras al año. Estima el organismo que al menos 100 millones de europeos -uno de cada cinco- están expuestos a niveles de ruido por encima del valor umbral establecido por la UE en 55 dB Lden (decibelios medidos a lo largo de las 24 horas del día y ajustados a las diferentes sensibilidades durante la mañana, la tarde y la noche). Parece que los ciudadanos de la región mediterránea somos los más expuestos al ruido ambiental.
El ruido –además de provocar ciertas sorderas– engaña al cerebro que, despistado, no tarda en asimilar como normal lo que debería ser extraordinario. Por otra parte, provoca despistes en el reconocimiento de sonidos del habla. Los niños y niñas, también los adolescentes pero parece que un poco menos, son gritones; al menos en España y también en México, por lo que hemos leído en alguna investigación publicada en las revistas de la UAM, o en Argentina según lo advierte el Laboratorio de Acústica de la Universidad Nacional de Rosario. En muchos países, los comedores escolares acumulan tal cantidad de decibelios que cualquier inspección seria de los departamentos de Sanidad los cerraría cautelarmente.
Cada año, el 25 de abril se conmemora el Día Internacional de la Concienciación del Ruido. El 24 de abril de 2017 se celebró en Bruselas la conferencia “Noise in Europe”, en la que la Organización Mundial de la Salud (OMS) presentó las últimas pruebas científicas de los efectos del ruido sobre la salud. Seguro que allí se habló de que el ruido en las aulas perjudica el rendimiento escolar, que dificulta los procesos de atención y aprendizaje; es probable que provoque agotamiento, estrés y problemas de voz al profesorado y pérdidas auditivas en el alumnado. Las aulas no están preparadas para soportar tantos sonidos mezclados que llegan incluso a 70 dB, la OMS establece la mitad como tolerable. Por eso la pedagogía contra el ruido –un elemento contaminante de primer orden y nada silencioso– debe llegar a las aulas.
Si preguntamos en clase serán muchos los alumnos que prefieran sonidos bajos, música de fondo; sin embargo, elevan la voz o gritan para comunicarse entre ellos, se sienten molestos con las voces de los demás y rara vez reparan en el volumen de la propia. Aquí tenemos unas pocas cuestiones para estudiar un concepto que ya es curricular, y no solamente como fenómeno físico. Hace unos años el grupo Edurisc de la Universitat Autònoma de Barcelona llevó a cabo un estudio, con patrocinio del grupo Mapfre, sobre salud escolar que concluyó que los 300 centros españoles analizados aprobaban en seguridad, lo hacían casi bien en limpieza, orden y promoción de la salud, y suspendían en sus niveles de ruido. De hecho, en un 60% de ellos no existían ningún tipo de medidas para prevenirlo. Las administraciones educativas, tan proclives a la hora de mandar instrucciones a los centros, siempre se olvidan de aconsejar acciones contra el ruido que eduquen al alumnado y prevengan problemas de salud a todos. En algunos centros se llevan a cabo acciones puntuales, como la instalación de semáforos en comedores y clases y la elaboración participada de códigos contra el ruido, pero queda mucho por hacer.
Seguro que la mayoría de los alumnos no la conoce, son muy jóvenes y quizás no sea su estilo –se identifican más con los ruidos/sonidos del rap–, pero hay una canción de Joaquín Sabina que habla de tanto ruido para nada, de demasiado ruido, o esa otra de Ismael Serrano que se pregunta qué sería si se callase el ruido, que nos susurra tantas metáforas, como la de poder hablar para que las voces tapen los estruendos.
En la escuela importa tanto lo que se dice como lo que se omite; lo primero suele ir más ligado a aprendizajes cerrados mientras que lo segundo influye en los más abiertos hábitos y actitudes. Pero también parece que cuenta más lo que se dice que lo que se escucha, porque el oído no siempre está atento a lo que le trae el aire. ¿Y si habláramos de forma participativa del ruido en la escuela?, quizás lo podríamos silenciar un poco; seguro que no se acaba mandando simplemente callar.
Carmelo Marcén Albero (http://www.ecosdeceltiberia.es/)