Cada vez son más los niños y niñas que viven todo el año en un entorno totalmente urbano, tanto que el contacto con la naturaleza se está reduciendo al mínimo. La ven un poco en parques y jardines, domesticada, o por la televisión; a veces tienen la suerte de que en su escuela se la muestren. La naturaleza vivida es biodiversidad múltiple, diferente según dónde y cómo, lugar donde aprenden muchas cosas que ayudan a crecer personalmente, rica en afectos si se sabe sentir, y también escenario con alguna incógnita. Por eso, la educación reglada debe ser en buena parte un contexto de naturaleza en donde se representen pasajes de vida real.
No pretendemos crear escuelas al estilo del Emilio de Rousseau ni atiborrar cada día a los estudiantes con capítulos de National Geographic –por cierto, no dejen de ver Planeta Tierra y Planeta azul con David Attenborough en la BBC– pero, al menos, sugerimos que la naturaleza tome presencia activa en la escuela o, mejor, que la escuela salga de vez en cuando a la naturaleza. Lo tiene más fácil el alumnado del medio rural pero, incluso, este ha sucumbido al influjo de las pantallas electrónicas y es raro que salga de su clase al campo a observar, hacerse preguntas, sentir el influjo del viento y los colores, escuchar los sonidos de los pájaros o, simplemente, dejarse llevar por el conjunto y sentir emociones.
Estar en contacto con la naturaleza es obligado en un sistema escolar que tiene –desde los primeros cursos de primaria hasta secundaria– una materia que se llama Ciencias de la naturaleza o Biología. Hay que salir a buscarla para que lo abstracto aprendido se vuelva concreto vivido. Quizás una buena parte del profesorado “teme” salir del aula por los problemas de logística que se crean, por las responsabilidades que lleva consigo. Convendría buscar la forma de limitar estos inconvenientes y adentrarse en el mundo vivo y desconocido. Se puede empezar a experimentar visitando un enclave próximo al centro, un parque serviría, para encontrar el aliciente emocional, para escuchar a la vida y obrar en consecuencia; así evitaríamos que nos suceda como a Víctor Hugo, a quien embargó la tristeza por la pérdida de interrelación entre personas y naturaleza. A la vez, lograríamos admirar la belleza del verde que da paso a la hermosura, como le sucedió a Calderón de la Barca.
En tiempos se practicaba la educación al aire libre, se conectaba a menudo con la biodiversidad, pero se desvanecieron una parte de aquellos vínculos tradicionales. Seguro que entonces se estaba más a salvo de lo que Richard Louv –autor entre otros de libros como El último niño en el bosque o El principio de la naturaleza– llama “el trastorno por déficit de naturaleza”, la pérdida de comunicación de los urbanitas con ella, con el conjunto de seres vivos. Lo contrario ayudaría a fomentar la creatividad y la salud, a pasar de la toma de conciencia a la acción personal y colectiva. Habrá que escuchar con atención lo que dice Heike Freire. Defiende acercar a los niños al medio natural –fomentar el razonamiento y la capacidad de observación– para mejorar el desarrollo cognitivo y disminuir los impactos por estrés, además de desarrollar otras habilidades como la sociabilidad. Asegura que este contacto necesita un enfoque más ecológico por parte de las escuelas, rediseñando los patios escolares para que sean lugares verdes, así como transmitir en las clases respeto y compromiso por el planeta. De todo ello habla en http://educarenverde.blogspot.com/, y en el libro que, con el título Educación en verde, editó Graò. Practicar el descubrimiento guiado al principio para no perderse detalles poco visibles dará paso a la búsqueda particular de referentes que ayuden a asumir acciones, a implicarse más en el cuidado del entorno. En cierta manera, por caminos similares transita la educación en el desarrollo sostenible (EDS) algo urgente si queremos hacer la necesaria transición ecológica y social. ¡Hay que educar en verde! Ya hay movimientos de este estilo en marcha en varios países. Dense una vuelta por Children & Nature para conocer más detalles de esta apuesta educativa.
Atentos a la nueva serie Nuestro planeta que Netflix estrenará el 5 de abril de la mano de David Attenborough, a quien en este artículo queremos hacer un reconocimiento especial por sus 50 años de dedicación a la divulgación de la educación –observación y acción formativa y positiva– en el medio natural; con su imágenes pasamos horas y horas viendo crecer a plantas y animales, a seres de otros reinos. Su palabra y su forma de contar las cosas seguro que atraen a jóvenes y adultos.
En este asunto, madres y padres tienen mucho que decir. Practicar las relaciones con el mundo natural, aunque sea en el fin de semana, es más educativo y vivencial que pasar la tarde en un gran centro comercial. Mejor todavía si varias familias se unen y transitan por recorridos o enclaves naturales que cuentan con proyectos pedagógicos, tipo espacios protegidos, que tanto han proliferado en la mayor parte de los territorios y países. Esas vivencias permiten la interconexión con mundos nuevos a la vez que se aprende –de forma lúdica, emocional y compartida– la asignatura vital que es el mundo silvestre. Si no pueden salir, vean en familia las películas que aquí recomendamos, comenten lo que sienten y disfruten descubriendo los tesoros que encierra el medio natural. Al final, de lo que se trata es de compartir pensamientos, de experimentar recorridos hacia una conciencia ecológica; quizás esta llegue a convertirse en una forma personal de ser y estar en el mundo.
Carmelo Marcén (www.ecosdeceltiberia.es)