Vino a visitarnos, no sé a santo de qué nos eligió a nosotros. No llegó con las manos en los bolsillos; nos trajo como presentación aquella entrevista que grabó hace un tiempo. Y la introdujo en el ordenador para proyectarla en la PDI. Después se sentó al final de la clase, como queriendo significar que era uno más, que se prestaba a escuchar como alumno lo que un profesor decía en el documental.
Tras conectar la PDI, su figura quedaba bien majestuosa. No recuerdo por qué le dio por hablar de la utilidad de lo inútil en nuestras vidas, en la educación y en la sociedad en la general. Se preguntaba a dónde se dirigían los que iban a la escuela. Caras de asombro generalizadas ante semejante “perogrullada” de una persona presentada como sabia.
Afirmaba que no se va a la escuela para aprender, sino para aprendiendo sentirse libres, como los pájaros lo son. En la vida escolar lo que cuenta es la experiencia en el viaje por descubrir sin prisa. En identificar esos otros seres que parecían inútiles pero tienen una enorme influencia en nuestras vidas. En la escuela atosigamos a nuestros alumnos con lo rápido, con el aprendizaje sin motivo de recorrido absurdos, de experiencias de laboratorio cerrado que nada o poco son vitales. Paró la imagen y desde el fondo del aula preguntó de qué se hablaba en la clase en la que nos encontrábamos; alguien le dijo que de ciencias naturales. Expuso que allí era más necesario que en ningún otro sitio el aprendizaje lento. Pidió un libro de texto. Lo hojeó un poco y simuló tirarlo al contenedor azul, el del papel reciclado.
Para a continuación explicar que lo quería tirar porque era una ametralladora de conceptos, porque contenía tantos que debía lanzarlos rápidamente para que no abrumaran con su desconocimiento. Que el estilo de aprender libresco hacía daño: un estudiante solo aprende una mínima parte de lo que trae su libro de texto. Visto así no entusiasmaría a casi nadie el quehacer escolar.
Después citó a Nietzsche, al cual ningún alumno conocía. Lo hizo para traer a la palestra aquello de que es necesario comprender lentamente, tanto que hace un elogio de la lentitud en el aprendizaje. Entonces recordamos que la biodiversidad que habíamos estudiado no puede verse como sucesos simples, que hay que recrearse en lo que puede suceder desde que un árbol de los que teníamos en el patio elabora una yema hasta que esta se convierte en flor o fruto. Lo contrario que las escuelas, que están orientadas a la estrella polar que es el mercado rápido. A este profesor gruñón le recordó la guerra que tiene emprendida con la competencia en emprendeduría y emprendimiento de la Lomloe.
Reconecto la PDI. Las primeras imágenes hablaban del empeño de las escuelas en meter prisa para todo, asignaturas que se atropellan, contenidos que se solapan para no dejar tiempo a los otros, lecciones de naturaleza (el reino de la lentitud no percibida) exprés, y otras muchas carreras. Se afirma que cuantas más ideas del conocimiento transiten por el cerebro de los estudiantes mejor. Pero se preguntaba ¿cuántas se quedan residentes? ¿qué permanece de Ciencias de la Naturaleza de un curso para otro? Se contestaba a sí mismo que aquello que se aprende con esfuerzo. Y además con una conciencia crítica. Me venía a la memora en entramado global, especialmente difícil de definir, que se ha dado en llamar medioambiente. Me recordaba cuántas veces había escuchado en clase aquello de para qué sirve conocer el movimiento errático o no de las masas de aire. Si llueve te proteges o si tienes frío te pones un abrigo, si quieres saber qué tiempo va a hacer pones la tele en los informativos o le das a la app que llevamos en el móvil. Cuántas veces les había hablado de la gran utilidad de lo aparentemente inútil en clase de ciencias. Como aquel día en el que se me ocurrió ensalzar al fitoplancton y su importancia en la lucha contra el cambio climático.
Después se metió con lo de los consumidores pasivos, otro error educativo tan en boga, del que tanto habíamos hablado en clase para disgusto de casi todos, empeñados en confundir las necesidades con los deseos. Menos mal que fue él quien les dijo que los grandes valores de la vida no coinciden con los deseos monetarios. Seguro que se acordarían del análisis crítico que habíamos hecho al rellenar una encuesta sobre qué era lo que más les importaba en la vida. Allí nos dimos cuenta de que la escuela era el escenario donde se manifestaba el compromiso crítico, que la escuela no debería ser como el billete de viaje a una isla de recursos que la naturaleza pone a nuestro alcance para vivir mejor. La escuela que se dedica a observar el vuelo de las grullas en V o de los buitres en círculo que nos venían a visitar regularmente por nuestro cielo escolar nos llamaba a preguntarnos muchos porqués. Aparecía otra vez la presunta utilidad de lo inútil, porque unas y otros se aprovechan de la física de los fluidos, de las corrientes de aire que también nos traen vientos y borrascas. Nos invitan a pensar que el aire no es un todo uniforme que se pueda reducir a una proporción de componentes.
A continuación habló de la equivalencia de profesorados y materias. De que un buen profesor o profesora nos puede cambiar la vida si escuchamos sus pálpitos, si nos invita a reflexionar para rescatar el papel del aprendizaje lento, que vuelve una y otra vez para agrandar la comprensión de por qué razón migran las aves, se ocultan los invertebrados en invierno o las plantas necesitan la luz. También si las posidonias mediterráneas son tan importantes para la aportación de oxígeno y la captura de dióxido de carbono como decía aquel documental que aburrió un poco a mis alumnos. No se paró ahí, nos regañó un poco nuestra manía de ser islas, que se miran a sí mismas en la pantalla del móvil antes que reconocer que somos un conjunto de seres. Afirmación que provocaba sonrisas en mis alumnos cuando hacía unos días les comenté que solo en nuestro intestino hay millones de bacterias, que todas tienen su función, más buena que mala, que aquello de la alimentación sana es importante. De ahí nos pasamos a la alimentación a escala global y el interés decayó, otra vez las personas protegiéndose en sus islas de confort. Es caminando en el aprendizaje como uno aprende, les decía emulando el poema de Machado.
Uno, debo reconocerlo, se emocionó cuando Ordine hablo de la pobreza de su pueblo, similar a aquel monegrino zaragozano, en la árida estepa, que me vio nacer y me hizo recordar mi paso por la escuela y rendir homenaje silencioso a aquel maestro que insistió en que debía estudiar por mi interés por las cosas, como había comentado Albert Camus de su maestro Germain, al que este le dedicó su Nobel. Como en su casa, tampoco en la mía no había más de 5 libros, uno de la naturaleza que miré cientos de veces, tanto que tenía huellas de grasa o suciedad en el extremo inferior derecho de sus hojas. Así pasaba en la biblioteca moniacal de El nombre de la rosa, escrita por el maestro Umberto Eco. Me pregunto si esa será una de las muchas razones por las que Ordine alabó la pasión vocacional de sus maestros.
En esta Ecoescuela abierta han transitado Machado, Humboldt, Donella Meadows, Benedetti, Tonucci, Attenborougt y tantos otros mujeres y hombres ilustres. Ordine nos aportó la figura de Giordano Bruno, el que siempre se quedó desde entonces en la clase como el hombre del burro. Bruno afirmaba, como este profesor se empeña en decir una y otra vez, que todos los saberes (uno lo aplicaba a los seres vivos y las dinámicas planetarias cuando hablaba del medioambiente sistémico) están sujetos a la mutación y la incertidumbre. La vida actual es uno de los complejos saberes que mejor hay que aprender, para quizás transformarlos mañana. Pero nos descubrió, lo cual produjo cierto orgullo personal, que el conocimiento no debe ser necesariamente utilitarista. Uno recordaba el tema de las mariposas, sus alas y trompas, a las que había dedicado una clase entera; o aquel debate en donde se hablaba del apicidio de la agricultura intensiva. La utilidad de lo aparentemente inútil se despliega en sus alas que las llevan de un lado a otro para desarrollar con habilidad su oficio. O ese otro trabajo detectivesco con la lupa binocular mirando los mohos de la piel de la naranja o en el pan de molde, que acabó devorado por su hospedado. O esas otras risas que provocaba cuando yo les decía que estaba enamorado de las levaduras.
Ordine miró la esfera terrestre que teníamos como adorno en clase, que pasaba desapercibida un día y otro, y nos habló del mapa del mundo. De cómo Mafalda se encaraba con él. Nos recordó que Óscar Wilde afirmaba que un mapa del mundo que no incluye la utopía no es digno de ser consultado –¿acaso no está lleno de este ingrediente su “Príncipe feliz”, en donde la golondrina errante es un ejemplo de la utilidad de lo aparentemente inútil? Me acordé de todo el tiempo que le dedicamos al año anterior a pensar para qué sirven los cantos de los pájaros. ¿Para qué sirven las ideas de Ordine? Podrían ser un acicate transformador de quienes regulan las leyes educativas y un asunto de debate en los equipos pedagógicos de los centros, desde la escuela hasta la universidad.
¿Vino a visitarnos?, qué más da. En nuestra Ecoescuela abierta siempre mantendremos la esperanza de que las palabras y el apasionamiento comprometido de Ordine estén siempre presentes, por más que nos lleguen en leves susurros. ¡Hasta siempre Maestro!