Se acercaba el 21 de marzo, Día Internacional de los Bosques. A una profesora de mi instituto de Secundaria, harta de explicarlos mediante aspectos morfológicos y clasificaciones espaciales, se le ocurrió celebrarlo leyendo un par de libros. Quería acercar a sus chicos y chicas la idea de que los bosques son el resultado de los tiempos construidos en interacción entre las condiciones ambientales y la apropiación social. Buscaba que entendiesen los bosques en clave de sostenibilidad porque notaba que buena parte del alumnado mira este asunto y lo ve complejo; aprecia los contenidos ambientales como cerrados y estáticos, quizás porque en las clases de Conocimiento del medio y Ciencias naturales así se estudian. La maestra empleaba a veces la imaginación literaria para abrir los compartimientos estancos escolares. En ese momento, la literatura se convierte en un espacio abierto de reflexión participativa, crítica y motivadora, que nunca se llena.
La vida, en cierta manera, se asemeja a un bosque: cantidad de seres vivos en interacción constante entre ellos y con el medio físico. Han pasado más de 150 años, desde que dos autores nos dejaron descritos unos bosques singulares. Estaban desprovistos de la carga conceptual con la que tradicionalmente son vistos en la enseñanza tradicional. Tampoco mostraban el halo de peligro -cargados de gente mala, niños y doncellas atropellados y con una instructiva moraleja- que les dieron los cuentos infantiles que de ellos hablan, del estilo de Caperucita Roja o Pulgarcito, que Perrault o los hermanos Grimm lanzaron a la cultura occidental.
En 1854 Henry D. Thoreau publicaba Walden. La vida en los bosques, en donde exaltaba el valor de la naturaleza y la necesidad de salvarla de la explotación. Quería demostrar que la vida en ella está sometida a la libertad impuesta por la convivencia del escenario, ajena a los avatares de la sociedad que cuando el autor vivió se industrializaba. Recordaba en su libro que la naturaleza marca sus reglas, sus castigos y recompensas para que cada cual trace su camino. Nos proponía adentrarnos en los bosques si queremos vivir deliberadamente. Por ellos habremos de enfrentarnos solos a los hechos de la vida y ver si de estos se puede aprender al menos una parte mínima de lo que nos pueden enseñar. Advertía de que hay momentos en que toda la ansiedad y el esfuerzo acumulados personalmente se sosiegan en la infinita indolencia y reposo de la naturaleza, acaso escuchando la vida salvaje.
En sus bosques de cerca de Boston, Thoreau unía conocimiento y poesía, ciencia e imaginación, lo particular y lo global; mezclaba lo objetivo con lo maravilloso, allí encontró armonía en la diversidad como le ocurrió a Humboldt en las selvas amazónicas. Además, el americano nos dejó en su vida frases memorables que traían pensamientos profundos, de plena actualidad para el debate social. Ahí va uno en forma de propuesta global: la vida ciudadana son millones de seres viviendo juntos en soledad, quizás porque no encuentran un planeta saludable donde instalar su casa. O cuando afirmaba que buscaba la totalidad del bosque, lleno de conexiones, correlaciones y detalles, apreciables en un conocimiento basado en la experiencia de los sentidos, al estilo de lo que proponía el filósofo John Locke. ¡Qué cosas para entonces! Han pasado años y años pero seguimos atascados en la noble tarea de apuntalar el mañana en clave de sostenibilidad, usando una parte de la paciencia natural, acaso escuchando en la vida y en la escuela los lenguajes no escritos como pueden ser los sonidos del bosque, o de los campos abiertos cobijados por el inmenso cielo.
Allá por 1873 se publicaba Wood’stown. Alphonse Daudet habla en este cuento fantástico de una ciudad hecha por los hombres en un espacio natural sorprendentemente bello a la orilla del río Rojo. Los hombres lo explanaron y construyeron su ciudad y su puerto con madera robada al bosque cercano, que tenía un poder regenerador inaudito, que solo pudieron detener provocando incendios. La ciudad de madera, Wood’stown, lucía un insolente esplendor. Un comienzo de verano, en represalia, el bosque-ciudad reverdeció y recuperó el espacio perdido, llevándose por delante todas las edificaciones. Ni rastro quedó de la ciudad, ni de techos, ni de muros.
Estos dos libros antiguos merecen un lugar en una biblioteca escolar. De su lectura puede partir un debate, imprescindible en un mundo acuciado por problemas ambientales, sobre la naturaleza y nuestro papel en ella, que resultaría aprovechable en varias materias y cursos; incluso valdría para hablar del pasado, presente y futuro.
Decía Niezstche que “aun el hombre más razonable tiene necesidad de volver a la naturaleza, es decir, a su relación natural ilógica con todas las cosas”. Hagamos de la naturaleza -muy antropizada, siempre compleja y sujeta a múltiples perspectivas- un eje permanente en nuestras clases. Podemos leer las crónicas de Humboldt sobre sus viajes por América para entender el papel de los bosques y ver cómo anticipaba en 1800 el cambio climático.
Reflexionemos sobre lo que dice mientras suena en nuestros oídos y escuchamos con deleite en nuestro pensamiento la apuesta de Wangari Maathai, la keniata Premio Nobel de la Paz 2004, de que: “La naturaleza une las culturas del mundo”. Por ahí puede ir el futuro compartido, que en cierta forma transita por los bosques de Thoreau y Daudet, como lo hacía el más reciente, pero ya antiguo, El hombre que plantaba árboles de Jean Giono, que debemos invitar a chicos y chicas a que lo lean; también lo tienen en imágenes en YouTube. La biblioteca escolar, real o virtual, es un escenario pleno de naturaleza y vida sostenible. Habrá que adentrarse en ella, en el bosque socioecológico todavía por descubrir.
Carmelo Marcén (http://www.ecosdeceltiberia.es/)
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Fantástico, Sr. Marcén.
Me encantò, soy abuela cuenta cuentos y esta historia la cuento en los colegios y los chicos quedan fascinados y asombrados!!Gracias!!!