Siempre me han atraído esas islas, desde chico; será por el nombre tan llamativo que tienen, porque no es normal llamar a una isla como un animal. Por eso en mis años de escuela me entretenía en buscar las de este estilo en los topónimos. Así encontré las caribeñas Caimán, Anguila, Alcatraz y Tortuga –después he sabido que hay otra Tortuga costarricense en el Pacífico–, y así otras más.
La maestra decía que el archipiélago de las Galápagos estaba situado en las proximidades del Ecuador; otro misterio para los primerizos estudiantes de la geografía. Nuestra comprensión se limitaba a imaginar una línea (o algo) tan grande que dividía el Planeta en dos mitades similares, que luego comprobábamos que no se parecían del todo. Buscábamos su ubicación en el Atlas universal –ese compendio de mapas al que habría que haber hecho un reconocimiento universal por su aportación a la cultura– pues Internet tardó muchos años en llegar a nuestras vidas. En los mapas esas islas quedaban todas muy lejos, casi imperceptibles, incluso algunas no estaban recogidas, lo cual nos hacía dudar de la relevancia que daba la maestra a las Galápagos.
El nombre de las islas sugería que estarían llenas de los animales de esas especies; pero descubrimos que no todas, pues alguna se identificaba por su forma. Sí que lo debían ser las que se apellidaban tortugas (esos seres graciosos y a la vez feos, que marchan tan despacio que dieron nombre a la gente lenta y nos servían de mofa comparativa tanto en los deportes como en las tareas escolares). Siempre he visto a las tortugas como habitantes de épocas remotas, esos en los que el tiempo se mide por miles de años. No resulta fácil entender cómo han podido sobrevivir tras los avatares que el planeta ha sufrido, con desplazamientos de los continentes incluidos; palabras casi textuales de la maestra. Seguramente ella estaría hechizada, como nos sucedió a nosotros, por los viajes de Darwin a bordo del Beagle.
Su llegada en 1835 al archipiélago de las Galápagos –quedó muy impresionado de su fauna y flora a pesar de que había descubierto nuevos mundos naturales pasando por Montevideo, la Patagonia, la Tierra de Fuego o Valparaíso, además de Callao– supuso un vuelco en el estudio de la evolución de la vida en el planeta. Se quedó asombrado de los pinzones, que en todas las islas visitadas eran muy similares y a la vez en cada una tenían un pico diferente, lo que parecía una adaptación evolutiva. Unos años más tarde, 1859, vendría la publicación de El origen de las especies. De mayor, ya en la universidad, me enteré de que había una isla volcánica del archipiélago que se llamaba Darwin y de que lo que Darwin intuyó en los pinzones era cosa de los genes –en este caso el ALX1– y de que si había emprendido semejante viaje se debía a los libros que había leído de Alexander von Humboldt, el gran naturalista hasta ahora poco reconocido.
La llegada de las nuevas tecnologías a los centros escolares ha abierto el mundo de lo lejano, de lo desconocido y diferente. Hemos sabido por National Geographic –sus documentales enseñan mucho– que puede haber por allí alguna tortuga que se movía lentamente cuando estuvo Darwin; llegan a vivir 100 años y se sabe de una que resistió hasta los 152. Normal que algunas alcancen los 250 kilos. Ahora deben quedar en el archipiélago unas 15.000, dicen que unas 100.000 serían diezmadas por piratas, balleneros y mercaderes en los siglos pasados. También han sufrido la presión de animales foráneos que se las comen, o a sus huevos y pastos. Además, el entorno de las islas no solo es rico en galápagos sino que cuenta con unas 900 especies vegetales –unas 250 son endémicas– entre las que caben resaltar los manglares y las halofitas; también llaman la atención las iguanas y focas, los cormoranes y piqueros.
Apetece ver esa expresión de diversidad, generada por la despensa que procuran las aguas frías de la corriente de Humboldt. Los maestros sabemos que a poco que motivemos a los alumnos estos se lanzan a conocer espacios y seres diferentes, lo cual tanto ayuda en los recorridos escolares; la aventura es uno de los ingredientes básicos del desarrollo de niños y adolescentes, como le sucedió a Robinson Crusoe no muy lejos de allí.
Nunca hemos visitado realmente las islas, que fueron declaradas por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1978. Leo en las noticias de Ecuador que hay mucha gente que sí lo hace, tanta –la web del parque se dice que tuvo unos 225.000 visitantes en 2015, casi un 70% extranjeros, de ellos un 1% españoles, con un ritmo de crecimiento sostenido– que a la vez que beneficia a la economía local y está poniendo en peligro la supervivencia de la biodiversidad por la presión que ejerce, por la generación de basuras, por el impacto de las aguas residuales en la variada vida del entorno acuático. Además, el área del pre parque o ciudades como Puerto Ayora crecen tanto que son un riesgo para el conjunto del ecosistema tierra-agua-aire de las Galápagos.
Eso me da pie para trabajar con mis alumnos lo del turismo sostenible, que hablemos sobre los turistas que aterrizan en otros enclaves frágiles como el Parque Nacional de Ordesa en España, en el Parque Nacional de Tortuguero en Costa Rica –hice una visita científica hace unos 15 años y el turismo todavía lo respetaba–. Los parques nacionales o naturales de Centro y Sudamérica son cofres que hay que guardar: atesoran naturaleza, protegen el medio ambiente global como ningún otro enclave y pueden aportar riqueza económica; son un buen destino en busca de aventura y conocimiento. Esta experiencia virtual nos ha enseñado que los beneficios de los parques nacionales americanos llegan a todo el mundo, también a España; por eso hemos quedado en informarnos –escribiremos a una escuela de allíc antes de viajar un sitio de estos, y si se confirma que lo hace mucha gente, no iremos.
Carmelo Marcén Albero (http://www.ecosdeceltiberia.es/)