Este verano va a ser especial; vamos a salir en estampida hacia la naturaleza después de tantos días sin escuela y confinados. Puede ser que lleguemos a esos lugares tan deseados y encontremos lo que buscamos. Seguramente aparecerá algún personaje de los que hemos visto en los documentales, o aquellos que eran protagonistas en los libros de texto. De entrada, saludémoslos con la mirada, esa que ayuda a entender la vida en libertad si se conecta con el pensamiento. No intentemos clasificarlos en buenos o malos, bonitos o feos, necesarios o no, simpáticos o molestos. Reparemos en que también los hay ocultos, grandes y pequeños. Las clasificaciones no existen allí, todo está mezclado en un complejo inventario de vida y cosas, sin más. “La naturaleza nada guarda incompleto ni en vano”, vino a decir Aristóteles, a lo que añadiríamos que cuando no hay propósito de juzgar poco se puede echar en falta. Hay que mirar con el corazón alerta, pues de lo contrario nos perderemos muchos detalles, más todavía si no hemos desarrollado previamente el sentido de la observación o la escucha atenta. Ya Víctor Hugo se lamentaba de que ella habla siempre aunque no pronuncia palabra, será por eso que la humanidad no escucha.
Dicen que la naturaleza es libertad, por eso la gente la invadirá este verano buscando la suya tanto tiempo confinada. Hasta el sol hace lo que quiere allí pues cada día sale a una hora, minuto y segundos determinados, que no son iguales en todos los lugares, ni al norte o el sur, ni al este o al oeste. En realidad, en ese lugar tan inmenso nada está regulado por nadie; lo contrario que en nuestra vida de rígidos horarios, que en verano rompemos a conciencia. Son libertades sin escribir en una constitución pero condicionadas, pues cada uno de los seres vivos debe conocer los ritmos propios y los de los otros, que no son siempre los mismos ni van en idéntica dirección. De lo contrario, si se despistan, se exponen a no comer o ser comidos. J. J. Rousseau comparaba la naturaleza con un libro abierto que se nos muestra siempre presto para enseñar y del que debemos aprender.
La armonía de la naturaleza que tanto apreciamos es un poco inventada. No hagamos excesivo caso a lo del equilibrio ecológico; es una verdad débil porque nada está quieto permanentemente, ni siquiera tres minutos seguidos. El morir o vivir de tal o cual individuo tiene una importancia relativa. Es más terrible si una especie desaparece porque los individuos no supieron a adaptarse a los nuevos tiempos o climas. Muchos ya no están por la intervención humana, muy criticable. Por cierto, hay que buscar la armonía con la naturaleza, que significa no molestar demasiado a quienes por allí viven o transitan. Eso más o menos decía una resolución de la ONU de 2009 y que ha dado título a varios informes de este organismo internacional. De este asunto se habla todos los años el 22 de abril, coincidiendo con el Día de la Madre Tierra.
En cada rincón natural al que vayamos estos días las cosas son como son: cada uno tiene sus consecuencias y ninguna surgirá o cambiará en vano, por más que a menudo no lo entendamos. ¡Ah, y no forman lecciones ni quieren darlas! En consecuencia, ese sitio que os puede asombrar no es un lugar para visitar sino para vivirlo. Hemos de dejarnos llevar y observar, sin prisas. Los pequeños detalles de seres vivos pequeños o grandes, de un monte o un río se aprecian mejor con las suelas del zapato que con las ruedas del coche, porque mirar significa entender a los otros. Una vez dentro del lugar elegido estallan los colores, el aire se vuelve inodoro por diferente y compiten cantos con silencios abruptos; alguien nos estará observando. Se comenta que Albert Einstein dijo algo así como que mirásemos profundamente en la naturaleza y así comprenderíamos mejor nuestra vida. Seguramente de esta forma validaríamos aquello que expresó Julio Verne en el sentido de que podremos cambiar o desobedecer las leyes humanos pero cuidado con empeñarse en transgredir las pautas de la naturaleza libre y desordenada.
La naturaleza que vamos a encontrar estos días se percibe por las sensaciones que anidan en nuestra imaginación. Lo que nos impresiona en ese momento no será lo de la última vez. La visita siguiente será otra, pues la diferente percepción no depende únicamente del estado de ánimo; la naturaleza responde a la luz y la devuelve transformada en calores y colores diversos, en sonidos o silencios. La aventura resulta siempre interesante; mejor si se realiza en una buena compañía que nos enseñe algo. Tampoco conviene aproximarse a un lugar natural en tropel, porque la multitud –como en aquellas salidas que hacíamos con la clase en los colegios o institutos– desdibuja los disfrutes interno y externo de los sentidos. Porque la naturaleza –aunque ahora esté ya casi completamente humanizada– no es una sino muchas. La cultura o la tradición de la sociedad ensalza a las verdes, montañosas o playeras. Pero el paisaje mediterráneo o la estepa –casi siempre barnizados de amarillos, cenicientos y ocres en verano– son más ricos en su aparente sencillez. Allí, cuando la tierra no arde, al amanecer o al final de la tarde, asombra la humildad de lo pequeño y la luna –bandeja de plata en la vitrina del cielo– es más luna. El poeta Luis García Montero entiende que cuando salimos a la naturaleza buscamos la pureza, llevamos en nuestra mirada las elaboraciones de la ciudad. Pero nos avisa, “la pureza es siempre un invención; la otra cara de la moneda con la que pagamos nuestras facturas en el supermercado”. No nos hemos olvidado la mar océana, esa que atrae sobre manera.
Al final, en el mundo natural nadie que quiera se siente solo, ya que, si sabe percibir, cuenta más lo latente, casi oculto, que lo patente que se ve mucho. Cuando el verano acabe nos habremos llevado las confidencias del paisaje, que nos ha susurrado que ninguna especie destruye su propio nido. Costumbre que los humanos hemos olvidado a pesar de que ya el sabio Averroes explicaba a sus contemporáneos andalusíes del siglo XII que nada de la naturaleza le es superfluo. Cuando volvamos a las aulas en septiembre, compartiremos sensaciones con nuestros compañeros y compañeras. Si nos olvidamos de los descubrimientos del verano, los vientos nos traerán sus ecos a poco que nos esforcemos; si no, a esperar al siguiente, en donde la naturaleza ya no será como la de este año, tan inédita, o no tendremos tantas ganas de verla porque ya habrán acabado los confinamientos.