Repensar la escuela, repensar la orientación
Partimos de la idea de que la educación inclusiva implica presencia, participación y aprendizaje de todo el alumnado, sin excepción. Significa entender que cualquier estudiante es un ser completo e incuestionable, con pleno derecho a aprender y a convivir con sus compañeras y compañeros. No sólo es un derecho de aquel o aquella que se aleja de la pretendida normalidad (una normalidad que es en sí misma obstáculo a ser); también significa entender que el resto de los compañeros, aquellos a los que comúnmente se les nombra como “normales”, tiene el derecho de convivir con esos que tradicionalmente hemos apartado, ya sea por protegerlos, por esconderlos o por alejarlos.
Existen sobradas razones que apoyan la urgencia y la necesidad de comenzar procesos de transformación hacia una escuela inclusiva. La ética, el derecho internacional y la evidencia científica sustentan a la escuela inclusiva y la necesidad de poner fin a la violencia sistémica que el estudiantado sufre a manos de la institución escolar. La investigación que sustenta este escrito1 no es la excepción, pues en ella se ofrecen múltiples narrativas marcadas por el dolor y la opresión fruto de escolarizaciones que atentan contra el derecho a la educación inclusiva. Las experiencias de exclusión escolar son fruto de violencias culturales y estructurales, asumidas y normalizadas por una parte importante de la comunidad escolar. La escuela, que debería ser un espacio en el que desarrollarnos plenamente, en libertad y colectividad, desempeña, principalmente, un papel clasificador y, por tanto, excluyente. Es urgente hacer de nuestras escuelas espacios donde se construya ciudadanía democrática fomentando la equidad, la calidad y la inclusión, en la línea del Objetivo de Desarrollo Sostenible nº4 de la Agenda 2030. La UNESCO (2020), por su parte, ha destacado las razones educativas, sociales e incluso económicas para la inclusión. Por lo tanto, la educación inclusiva se sustenta en la razón, la justicia y la voluntad de las personas para hacerla realidad. A pesar del compromiso existente para transformar los sistemas escolares, todavía encontramos serios obstáculos para ese cambio en todo el mundo; sirva de ejemplo España, donde continuamos encontrando una organización escolar, mediante modalidades de escolarización segregadoras y excluyentes. Si bien es cierto que no sólo por tener presencia en un grupo estamos incluidos, nuestra ausencia, nunca podrá ser inclusiva. Por tanto, cualquier modalidad distinta al aula ordinaria, en ningún caso puede ser considerada inclusiva.
La evaluación psicopedagógica como legitimación de la desigualdad
Los informes psicopedagógicos, que suponen gran parte del trabajo de los Equipos de Orientación Escolar, son uno de los factores clave que frenan el avance de la educación inclusiva en España. Las diferentes voces que participan en esta investigación (familias de alumnado diagnosticado como con “NEE”, orientadores y orientadoras en ejercicio y estudiantado y profesorado de Universidad) han contribuido a entender cómo estas evaluaciones, de corte diagnóstico, pueden convertirse en procesos estigmatizantes que promueven la segregación. Estos informes construyen fronteras simbólicas en torno a la realidad y son un elemento determinante en la vida de muchos niños y niñas. Se generan así narrativas de poder que cosifican y, por tanto, deshumanizan a las personas, a veces quedando reducidas a “un papel”. De esta manera, la evaluación psicopedagógica es una pieza fundamental para emitir dictámenes de escolarización, y derivar al alumnado a aquella modalidad que se considere “apropiada”, promoviendo espacios e itinerarios segregados y excluyentes.
Con frecuencia, cuando un alumno o alumna no responde como el maestro o la maestra espera y desea que responda ante su propuesta didáctico-organizativa, la maestra o maestro recurre a la orientación, al mandato de: “mírame a este niño”. La demanda puede estar argumentada en la falta de formación o preparación del propio docente. Otras veces, se denuncia la insuficiencia de recursos. Incluso hay quien asume que ese alumnado, aquel que es susceptible de ser diagnosticado, no es responsabilidad suya. Se inicia así un proceso que, como hemos mencionado, probablemente traiga dolor y sufrimiento al alumnado y su familia.
Si el docente cree que el niño o la niña no se adapta a sus clases, con los ritmos y los resultados que estime oportunos, acude al aparato de la orientación . A través del proceso diagnóstico que se realiza puede apartarse a ese alumno o alumna, sacándolo de la clase. La presencia del niño o la niña cuestiona el modelo, y para que se mantenga la homeostasis de un sistema fallido e injusto, debe apartarse el elemento “disruptivo”. Es ahí donde el aparato técnico y cientificista2 de la orientación, fundamentalmente a través de la psicometría (las mediciones que se hacen a través de los tests), sitúa el problema en el cuerpo del niño o la niña. De esta manera, mediante la psicometría se presenta la “deficiencia” del alumnado como una realidad incuestionable, que desplaza cualquier otra posibilidad y que, rescatando las palabras de Alejandro Calleja, “supone la muerte social y educativa”.
El carácter cientificista de la orientación escolar pretende presentar su visión de la escuela y del ser humano cómo la única válida. Esta posición de la orientación escolar se inserta en un modelo que es médico-clínico-deficitario. Esto quiere decir que entiende la diferencia como déficit, como carencia, siendo el resultado de un cuerpo defectuoso o anómalo. A esta ecuación debe sumarse la posición experta que ostentan muchos profesionales en este ámbito, y que refuerza la distancia entre el “profesional poseedor del saber científico” y las personas (estudiantado, familia, profesorado) carentes de un saber “válido” y “contrastado”. Esta posición, no sólo de una buena parte de los profesionales de la orientación, sino también de la cultura escolar hegemónica, que es soberbia y corta de miras, con frecuencia rechaza cualquier saber que puedan aportar las familias en relación con sus hijos e hijas. Son muchos los testimonios de familiares ignorados por el profesorado que hemos registrado en los últimos 7 años de proyectos de investigación. El hecho de que una madre sea eso, una madre, en ocasiones implica un descrédito a su saber, como si una madre no conociese a su hija o hijo, y la única manera de entender a la infancia fuese usando test, escalas, etc. La creencia de que el único saber válido se sustenta en la técnica, los protocolos y una normativa que se retuerce e interpreta a conveniencia, sólo puede mantenerse apoyada en las creencias infundadas heredadas por tradición. Dicho de otra manera, estas posiciones y prácticas sólo pueden mantenerse debido a una “ignorancia activa”, ya que la evidencia científica internacional lleva décadas cuestionando los planteamientos de la orientación hegemónica.
Cuando una madre, o cualquier familiar, se resiste a que su hijo o hija sea reducida a la categoría y sepultada en prejuicios, a menudo es tildada de “loca”; está siendo víctima de una categoría que la expulsa de la norma y la desacredita, invalidando cualquier demanda, saber o aporte que pueda hacer. Los profesionales del ámbito educativo, entre ellos los orientadores y orientadoras, necesitamos contar con el conocimiento de las familias, en lugar de deslegitimar y relegarlo. Parece absurdo que los “síntomas” o las características que se asocian a una etiqueta diagnóstica, que nunca son la niña o el niño, puedan tener más peso en la labor orientadora que el conocimiento que las familias puedan tener sobre cómo y quién es una persona. Igualmente parece absurdo pensar que el hecho de que sea un conocimiento emocionado, atravesado por el afecto, pueda ser una razón para esa pérdida de legitimidad ante los y las profesionales “expertas” de la orientación.
Nos encontramos una realidad marcada por la violencia y el dolor. Debemos ser conscientes de que la orientación, no sólo está lejos de ser inclusiva, sino que dificulta los procesos de inclusión escolar y a menudo legitima y perpetua la desigualdad. No obstante, durante el proceso de investigación también hemos encontrado espacios de resistencia colectiva y esperanza. Como dijimos al principio de este texto, las fronteras entre quien investiga y quien es investigado se han ido diluyendo, pero también son difusas otras fronteras que separan la investigación de la política y el activismo. Lo que comienza con el sufrimiento de alguien, de un niño o una niña, de una familia, de un profesional, se convierte en un proceso de toma de conciencia y acción colectiva. Un proceso investigativo y educativo con el que hemos ido entendiendo la necesidad de salir del rol experto, desde el que se niega cualquier saber que cuestione lo hasta ahora incuestionable. Una posición soberbia que no permite ver el valor de la tradición.
Del mismo modo, es indispensable superar la lógica de la normalidad. La normalidad no es más que una construcción hecha por unos para negar a otros. Una camisa de fuerza en la que nadie cabe. Hemos asumido esta lógica como la única, como algo natural, pero mientras no la superemos no podremos caminar hacia la cultura de la diversidad. En este sentido, considerar que hay personas “normales” es también pensar que hay otras “anormales”, lo que nos lleva a desear normalizarlos, que en el fondo es “arreglarlos” o “curarlos”. La lógica de la normalidad irremediablemente patologiza la vida, y sitúa las dificultades en las personas, en sus cuerpos. Es necesario dejar de pensar que el problema lo tiene una persona, para pensar que hay situaciones problemáticas, barreras al aprendizaje y a las relaciones. Las dificultades siempre se dan en un contexto y unas relaciones concretas. Cuando un docente no sabe cómo enseñar a su alumnado, cuando no termina de promover contextos y procesos de aprendizaje adecuados, no es por las características de ningún alumno en concreto, sino porque los planteamientos pedagógicos que se llevan a cabo no son los adecuados. Esto no quiere decir que se deba hacer un abordaje individualista, centrado en las diferencias individuales; sino que la propuesta debe ser pensada para todos y todas, sin excepción. De esta manera se han ido generando construcciones y acciones colectivas, fruto de la investigación ciudadana, que están transformando no sólo en su contexto inmediato, sino que van resonando y generando incidencia política: así el dolor da paso a la esperanza.
1 Este texto forma parte de la tesis doctoral: “Educación inclusiva, orientación escolar y respuesta a la diversidad. Narrativas en la formación del profesorado”.
2 Empleo el término “cientificista” y no “científico”, porque desde esta perspectiva el único conocimiento válido es el que se enmarca en lo que tradicionalmente se ha llamado de forma reduccionista “método científico” (positivismo), negando cualquier otra posibilidad, minusvalorándolas e incluso ridiculizándolas. Es importante señalar esto, porque el “terreno de juego” que encontramos en la escuela probablemente necesite abordajes distintos al que se da en un laboratorio de física, por ejemplo.

