Las cicatrices de mi corazón
Tengo en mi cuerpo cicatrices que han sido cosidas con aguja e hilo desde las 48 horas de mi nacimiento y durante mi primer año de vida. Le llaman estoma no funcionante, colostomía, anorectoplastia sagital posterior y cierre y conexión. Para mí, mis cicatrices no sólo son una marca o un recuerdo de mis tres operaciones, son también una motivación, me recuerdan que si yo recién llegado a este mundo salí adelante y sobreviví, significa que puedo con lo que sea.
Me inspiran a hacer algo grande, por lo menos tan grande como lo son ellas. Para mí es un orgullo llevarlas y tenerlas, viniendo de donde vienen siempre me transmiten VIDA, que justo es el motivo por el que las tengo, porque tenerlas es lo que ha hecho que hoy esté vivo. Me recuerdan el proceso que he transitado acompañado. En él, hicimos de tripas corazón. Mi corazón, un lugar en el que también hay cicatrices. Comenzaron a aparecer cuando tenía 6 años, justo en el momento en el que llegué a la educación primaria obligatoria. Mi paso por primaria ha sido una experiencia traumática en la que he experimentado un estado de shock importante debido al sufrimiento que me ha ido provocando la escuela año tras año. He vivido una experiencia escolar muy estresante que no solo me sobrepasó a mí, también a mi familia. De todo lo que hicimos, que no fue poco, para afrontar la situación, no nos sirvió nada.
Las cicatrices de mi corazón, esas que no se ven, se han creado a base de maltrato, rechazo, ansiedad, pánico, vergüenza, pesadillas, indefensión, etc. Podría seguir, la lista es muy larga. Todo eso provocó que mi salud empeorara, además, se agravaba cada vez más porque con 12 años, me diagnosticaron otra enfermedad rara, EoE, de la que nadie conocía nada. No sé cómo, pero resistí. Gracias a que mi familia no se rindió, pudimos resistir.
Cuando parecía todo perdido, y solo quedaba resignarse, mi madre encontró un llamamiento para participar en un proyecto para transformar las escuelas, que buscaba hacerlas más inclusivas. Todo comenzó con una videollamada, así dicho no significa nada, pues para mí lo significó todo: marcó un antes y un después en mi vida. Lo fue todo porque yo llegué roto, con mis heridas abiertas y ni tan siquiera había podido empezar a cicatrizar lo que pensaba que ya había dejado atrás. Tras aquella primera reunión, en la que no sabía ni qué pintaba yo allí, vino la siguiente y la siguiente, y así muchas más. Una experiencia que he recorrido acompañado en lo que ha sido para mí, el camino donde más he aprendido y el que me ha permitido avanzar, cicatrizar y evolucionar. Gracias a estas reuniones he tenido el placer de conocer a unos chicos y chicas maravillosos, Estudiantes por la inclusión nos llamamos.
He podido ir conociendo sus realidades y sus experiencias escolares que en la mayoría de los casos, eran traumáticas como la mía. Para cada uno de nosotros y nosotras se queda el infierno por el que hemos pasado… He aprendido mucho de ellos y ellas y han sido una luz en mi camino. Gracias al grupo, por primera vez en mi vida, he encontrado amigos de verdad y juntos nos hemos liberado. Ha sido un recorrido largo. En todo este tiempo he evolucionado y lo más importante: he aprendido a vivir, he dejado de limitarme a sobrevivir como pudiera. Con este proyecto y las reuniones con el grupo de estudiantes, he podido ir olvidándome de esos sentimientos de soledad y rechazo. He encontrado en el grupo la compañía que el colegio no me ha ofrecido nunca, ya que entre nosotros, desde el principio ha habido respeto, aceptación, amistad, comprensión, empatía, felicidad, aprendizaje, cariño y un montón de valores buenos. Justo, todas esas cosas que le faltan a la escuela. Poco a poco, mi corazón empieza a doler menos gracias a que se ha ido impregnando de cariño y amistad, lo que vale oro para mí.
Las cicatrices que hacían frágil a mi corazón están transformándose gracias a mi resiliencia y al haber encontrado un grupo de apoyo. Pero también, gracias a que por fin a día de hoy he conseguido tener profesores y profesoras que me valoran tal y como soy, me respetan y me aceptan. Por eso es necesario que se abran las mentes y los corazones de todas las personas que hay en la escuela. Ahora estoy viviendo una nueva vida escolar en la enseñanza libre, sí libre de libertad, en una escuela que hace sencillo lo que otros hacían imposible.
Por toda la belleza que encierran mis cicatrices del corazón, que muestran mi fragilidad pero también de dónde nace mi fortaleza, comparto mi historia, para que deje de ser silenciosa y acompañe a tantos niños y niñas, y sus familias que hoy están luchando y resistiendo a una experiencia escolar injusta.
Un activismo colectivo que nace de las experiencias
Quiero pensar que cuando algunas personas que se cruzan en la vida de otras y dejan cicatrices tan dolorosas, previamente no se han detenido a pensar en la posibilidad de que eso pudiera ocurrir. Pero lo cierto es que hay que hacerlo, es necesario que nos responsabilicemos de nuestros actos y que tomemos conciencia de que pueden influir en la vida de los demás. Por ejemplo, en el fragmento de la historia narrada anteriormente, hay algo en lo que habría que detenerse, y es que por mucho que alguien piense que puede con todo lo que esté por venir, ciertamente nuestra capacidad no es infinita; por otra parte, no todo lo que nos pasa depende únicamente de la persona. El mensaje de que “si quieres, puedes”, responsabiliza a alguien de que todo lo que no ha conseguido ha sido porque no ha querido o no lo ha intentado lo suficiente.
Con esa frase, se condensa todo el discurso del mérito y el esfuerzo en la educación, que deja fuera de la ecuación las condiciones de partida, las desigualdades estructurales, el sesgo de nuestros sistemas escolares y la responsabilidad compartida de lo que acontece en las escuelas. Lo que sucede en los centros educativos y el éxito o fracaso escolar del alumnado, es responsabilidad de toda la comunidad educativa, del entorno y del profesorado; así debemos asumirlo y con esta idea clara, deberíamos de trabajar. Pero para ello, debemos de conocer experiencias como la de Alberto y su familia, así como la de otras muchas personas para las que el paso por el sistema educativo es sinónimo de dolor y sufrimiento. Construir una escuela que atienda a todas las personas, no es posible sin contar con todas ellas. Por eso, durante el confinamiento provocado por el COVID-19, desde un Proyecto de investigación de la Universidad de Málaga, se organizaron unas conversaciones sobre la escuela (inclusiva), en la que todos los miembros de la comunidad educativa podían participar. Una de esas conversaciones fue protagonizada por el alumnado y es ese el punto de partida del trabajo de Alberto y sus compañeros. Ahí empieza a nacer lo que luego se convirtió en “Estudiantes por la inclusión”: un grupo de jóvenes, caracterizado por su gran diversidad interna, que aceptaron la propuesta de trabajar juntos con el objetivo de elaborar una guía para hacer de las escuelas lugares más inclusivos. Un trabajo que se acordó hacer de manera online para facilitar la asistencia a todo el mundo, ya que había personas de diferentes partes de nuestro país, que además se encontraba atravesando una pandemia sin precedentes.
Alberto acude a la primera reunión tal y como estaba previsto, junto al resto de estudiantes a los que todavía no conoce. Aparece con una dura experiencia escolar de la que no habla; de hecho, durante las primeras reuniones casi parece que no estuviera presente porque a pesar de que vemos su nombre en pantalla, prefiere no encender su cámara y únicamente se limita a hacerlo en ocasiones aisladas para intervenir tímidamente con alguna pequeña idea o contestar cuando alguien se dirige a él directamente, por lo que poder verle la cara, resulta una tarea complicada.
Desde el primer momento, en este proyecto era imprescindible contar con la participación de todo el grupo, pero sabíamos que forzar los tiempos no era el camino. Se trataba por tanto de cuidar a cada persona respetando sus ritmos individuales y tratar por todos los medios de crear un clima de confianza seguro y un espacio del que se sintieran parte.
Recordar aquellos primeros encuentros aún hace que se me encoja el corazón, ya que a pesar de mi corta experiencia profesional, algo me decía que estaba siendo partícipe del nacimiento de algo importante. Sentía una ilusión desbordante por conocer cada historia en profundidad, por aprender y por construir algo juntos, así como una absoluta responsabilidad con aquel grupo de jóvenes, que llegaban heridos por un sistema educativo excluyente que había dejado grandes cicatrices en sus vidas. Mi compromiso con aquel grupo me llevó a dedicar parte de mi día a día a conocerles de manera individual a través de llamadas, mensajes o incluso conversaciones con sus familiares. Un proceso lento y cuidado, en el que el amor se convierte en herramienta poderosa para sanar cicatrices, reconstruirlas y dar una nueva vida. Con algunos, construir esa relación de confianza resultaba más complicado y en el caso de Alberto llegué a dudar si conseguiría acercarme a él. Durante mucho tiempo fue para nosotros un desconocido que a pesar de que mostraba gran interés en permanecer en el grupo y no faltaba a las reuniones, parecía llevar una armadura que nos costaba atravesar. Pero poco a poco, los jóvenes desconocidos empezaban a encontrar similitudes entre sus tan distintas experiencias, y el clima de cada reunión se volvía más familiar que el anterior, hasta que casi sin darnos cuenta, se había tejido una preciosa red de apoyo y entendimiento que convirtió a esas personas en grandes amigos con los que poder ser uno mismo y sentirse libre.
“Gracias a este grupo, por primera vez en mi vida me he encontrado con amigos de verdad. Personas con las que he compartido la carga que llevaba sufriendo muchos años en soledad. Juntos, nos hemos liberado”. (Alberto Sánchez)
Alberto, al igual que los demás, sintió que en aquel espacio era comprendido y sobre todo acompañado. Ya que a pesar de que en algún momento vivido en todo este proceso también se han experimentado momentos de confusión, soledad o tristeza, como en cualquier ámbito de la vida, eran conscientes de que el apoyo del grupo que habían creado, les ofrecería la oportunidad de compartir esos malos momentos. En todo momento había disponible una mano tendida a la que poder agarrarte y levantarte, al igual que todo el mundo tendía la suya cuando otra persona la necesitaba. En eso consiste parte del éxito del grupo, en el acompañamiento, en respetar los espacios y tiempos de cada persona, en validar las diferentes emociones, en no juzgar, en comprender y —como dice Indira, una de las chicas del grupo— en saber “apoyarse bien”.
Por eso, a pesar de que en este camino juntos también ha habido lugar para momentos de soledad, lo individual, se iba convirtiendo poco a poco en colectivo. Cada persona tenía su propia vida y su propia historia, sentía su dolor y también su alegría, había sido (y en la mayoría de los casos continúa siendo) oprimido, pero descubrían juntos el poder tan liberador de compartir y de trabajar juntos por un objetivo en común.
Personalmente, tener la oportunidad de conocer sus historias, me hacía cada día mejor profesional y mejor persona. Conocer concretamente la de Alberto, me hizo volver a cuestionarme a mí misma, ya que en mi afán por intentar que las escuelas fueran lugares para todo el mundo, no había tenido en cuenta realidades como la suya. La escuela ha naturalizado que la enfermedad quede fuera de ella y no suele atender al alumnado enfermo como es debido. De este modo, consigue hacer ver que solo pertenece a ella el alumnado que asiste al aula diariamente. Así me lo han hecho ver a mí a lo largo de mi vida. Así vivía engañada hasta que Alberto y Patricia, otra de las chicas del grupo, se cruzaron en mi vida. Ambos, han estado largos periodos de tiempo hospitalizados y a pesar de que dejaban vacía su silla en el aula, han sentido cómo nadie les echaba de menos, como si en esta sociedad no hubiera cabida para la enfermedad o como si cualquier persona no fuera vulnerable a ella algún día. Hace poco, Patricia lo hizo evidente con unas palabras que ha publicado en las redes sociales:
“Parece que los centros educativos tienen una venda en los ojos para no ver al alumnado enfermo. Si durante un periodo de tiempo hay una silla vacía en clase, nadie echa en falta a la persona que debería ocuparla, ni se preocupan por ella”. (Patricia Fernández).
La escuela calla y permanece inmóvil ante algunas realidades. La experiencia de Alberto dentro del sistema educativo le ha hecho ver que en clase no ha habido nunca lugar para su enfermedad. Nadie le ha acompañado en los momentos en los que a consecuencia de largos periodos de tiempo hospitalizado, ha tenido que abandonar el aula. Nadie ha preguntado por él mientras que su silla “vacía” era ocupada por otras personas como si no le perteneciese a él. La escuela tiene miedo a dar cabida a la enfermedad y el miedo es una emoción que paraliza, al contrario que el amor, que en palabras de Alberto “mueve el mundo”.
En este texto, Alberto comenzaba narrando parte de su historia y su transformación al forzar parte del grupo. Empezó mostrando su timidez, tanto, que a veces parecía imposible poder sacarle unas palabras. El mismo que casi cuatro años más tarde es capaz de escribir todo lo anterior. Su evolución en este tiempo ha sido impresionante. Y eso no podía haber sido posible sin el acompañamiento de personas que le miran por quién es y no por lo que dicen que tiene. En el grupo nunca nadie tuvo que explicar por qué estaba allí ni preguntar por qué estaban los demás, no hizo falta. Tenían el objetivo común de proponer mejoras a otros estudiantes, pero lo que el grupo consiguió fue mucho más allá de eso.
Actualmente forman parte de un movimiento activista que promueve el respeto a la diversidad y se han convertido en referentes para otros jóvenes participando en programas de TV, radio, webinars, prensa, ofrecen entrevistas, participan en congresos, e incluso con frecuencia son invitados a formaciones para profesorado. Hoy en día ya cuentan con dos premios internacionales y justo el pasado mes de marzo recogieron el segundo en la sede de la ONU, en Nueva York.
Como es evidente, todo este trabajo está significando un empoderamiento personal de cada persona del grupo, basado en la autoestima, pero también en su propia presencia, en el reconocimiento y reparación que reciben, y con la emoción de sentir que forman parte de un colectivo que lucha por los derechos de todas las personas. Es decir, el avance personal viene motivado por el proyecto social en el que se han embarcado, que trasciende sus propias historias. Esto ha sido posible desde el momento en el que se han podido posicionar como investigadores de sus propias realidades y han trabajado junto a investigadores universitarios con el fin de facilitar la presencia, la participación y el logro de todo el mundo en las escuelas. Unos adolescentes que gracias a su trabajo experimentan una potente transformación personal consiguiendo pasar de ser excluidos y maltratados en sus escuelas, a convertirse en grandes agentes de cambio, siendo una de las partes más importantes del movimiento “Quererla es Crearla”, en el que se viene tiempo trabajando entre los diferentes agentes de la comunidad educativa con el fin de alcanzar la educación inclusiva. En lo que respecta al grupo de estudiantes, se puede profundizar más en el siguiente enlace: https://creemoseducacioninclusiva.com/estudiantes-por-la-inclusion/. Juntos, han reconstruido sus cicatrices, luchando para que nadie vuelva a pasar por lo mismo que han pasado ellos.