Desde el año 1964, cuando se publicó el libro de Gary Becker Human Capital: A Theoretical and Empirical Analysis, with Special Reference to Education (traducción al castellano: El Capital Humano, Alianza Editorial, 1983), el concepto de capital humano ha ocupado un puesto central en las políticas educativas, ejerciendo una influencia determinante y generando consecuencias de gran alcance. En síntesis el libro nos dice: primero, que el capital humano es el conjunto de capacidades productivas que un individuo posee por el hecho de haber adquirido conocimientos y habilidades útiles para trabajar de manera eficiente; segundo, que el aumento del capital humano explica tanto el desarrollo económico de un país como el beneficio individual de aquellos que lo poseen; tercero, que la educación debe preocuparse de transmitir los conocimientos, competencias y habilidades necesarias para aumentar la productividad y responder a las conveniencias del mercado; y cuatro, que la educación es una inversión económica de los estados, de las familias en favor de los hijos y de cada individuo singular para convertirse en más competitivos y exitosos. Se trata de adquirir la cantidad de educación que cada persona pueda permitirse, con la esperanza de que esta inversión generará un retorno futuro que contribuirá al desarrollo del país e incrementará los salarios de los individuos particulares.
En un principio, este planteamiento permitió democratizar la educación con importantes incrementos del gasto público, pero luego el pensamiento neoliberal impuso la idea de que este gasto debía recaer en los bolsillos privados, ya que, al final, eran los particulares quienes recibirían los beneficios de su esfuerzo económico y verían aumentar su competitividad, empleabilidad y, finalmente, sus salarios. Esta dinámica provocó que muchos jóvenes no pudieran asumir los costes del acceso a la educación superior y que, en algunos países, muchos otros terminaran con elevadas deudas contraídas para financiar sus estudios (Cooper, M. Los valores de la familia. Traficantes de Sueños, 2020). Además, el paradigma del capital humano ignora las desigualdades estructurales que dificultan el acceso igualitario a la educación, reduce los seres humanos a simples recursos económicos y transforma la educación en una herramienta instrumental al servicio del mercado, dejando de lado la formación humanista y el fomento de la participación ciudadana. Un desastre para la educación democrática.
Pero los perjuicios de las políticas inspiradas en la idea de capital humano no terminan aquí. Cada vez resulta más evidente que este enfoque individualista y meritocrático no puede afrontar los grandes retos colectivos que desafían a la humanidad en este primer cuarto del siglo XXI. Problemas como el cambio climático, las crecientes desigualdades, la incorporación ética de las innovaciones biológicas y digitales, la lucha contra las diversas formas de violencia, el fortalecimiento de la participación democrática, así como otros problemas, exigen una visión que supere la simple acumulación de capacidades individuales propia de la teoría del capital humano. A menudo, estas cuestiones requieren un profundo replanteamiento de las formas de vida y de convivencia. Por eso es necesario avanzar hacia un concepto educativo y civilizador diferente, capaz de responder mejor a estas exigencias colectivas. En este contexto, proponemos la noción de capital cívico común como una alternativa más adecuada y necesaria para afrontar estos desafíos compartidos.
¿Qué es el capital cívico común? Se refiere a la capacidad colectiva de enfrentarse a problemas en beneficio de la comunidad. Esta capacidad es colectiva porque no la alcanza un individuo aislado, sino que lo consigue un grupo que se convierte en autónomo y capaz de llevar a cabo un proyecto de acción transformador. Es una capacidad compleja porque combina, por un lado, elementos intangibles de naturaleza colectiva –como la habilidad para deliberar, cooperar, evaluar y criticar, imaginar y proponer, actuar reflexivamente, incorporar conocimiento a la acción o probar y comprobar–, competencias que emergen a partir de las habilidades de los sujetos que componen el grupo; y, por otra parte, elementos tangibles –infraestructuras y prácticas sociales– que dependen de los recursos, la cultura y las políticas de la comunidad. Esta compleja capacidad colectiva permite abordar con mayor o menor efectividad a problemas reales y, hacerlo, en beneficio del conjunto de la comunidad. Finalmente, esta capacidad es un capital que adquiere un grupo por educación y por práctica, y que se convierte en un bien común del colectivo que lo posee.
Terminaremos de aclarar el concepto de capital cívico común comparándolo con el capital humano y con el capital social. No hace falta decir que el capital cívico común se distingue claramente del capital humano, que adopta una perspectiva individualista, centrada en el mercado, competitiva y orientada a la utilidad económica. En cambio, el capital cívico común se basa en una visión colectiva, orientada a las necesidades de la comunidad, cooperativa y comprometida con la transformación social. En cuanto al capital social, aunque puede parecer un concepto cercano, existen diferencias significativas, aunque en cierta forma se complementan. El capital social se refiere a las redes, normas y relaciones de confianza que facilitan la cooperación entre individuos (Putnam, R.D. Solo en la bolera. Galaxia Gutenberg, 2002). Estos aspectos son fundamentales para el capital cívico común, pero este incorpora, además, las capacidades operativas, técnicas y éticas necesarias para convertir esa confianza en acciones concretas y transformadoras al servicio del bien común.
Esta capacidad de enfrentarse colectivamente a problemas de la comunidad puede ayudar a revertir paso a paso los problemas de civilización que hoy tenemos planteados. Podría promover que un sinfín de grupos de jóvenes, en edad de formación obligatoria y postobligatoria, contribuyeran con pequeños cambios a un cambio global. Ésta podría ser una aportación significativa de la educación a la transformación de nuestro mundo, una forma actualizada de entender la educación democrática, a la vez que una excelente formación de ciudadanos preocupados por el bien del conjunto de la comunidad. En este sentido, el desarrollo del capital cívico común tendría impactos positivos tanto a nivel local como global. En el ámbito comunitario, fortalecería la cohesión social, mejoraría la capacidad de respuesta frente a crisis y fomentaría la innovación social. A nivel global, ayudaría a construir redes de colaboración capaces de abordar problemas globales de civilización. En este contexto, desarrollar el concepto de capital cívico común podría convertirse en un elemento importante para renovar la Renovación Educativa, contribuyendo a construir una educación más comprometida y transformadora.
Un camino de renovación que, desde distintas tradiciones, han iniciado ya varias propuestas educativas. Han hecho suya la idea de que para avanzar hacia un modelo basado en el capital cívico común es fundamental repensar el papel de la educación. En lugar de centrarse exclusivamente en preparar a los estudiantes para el mercado laboral, las instituciones educativas deben formar ciudadanos capaces de trabajar colectivamente y contribuir activamente a la resolución de problemas comunitarios. Algunas prácticas educativas que fomentan el capital cívico común son, por ejemplo, la ciencia ciudadana, el aprendizaje servicio, el aprendizaje basado en problemas, los consejos infantiles o, en el ámbito social, los laboratorios ciudadanos. Estas y otras iniciativas similares activan espacios donde las personas pueden aprender conjuntamente, dialogar y generar soluciones colectivas que beneficien a toda la comunidad. El camino que debería recorrer la educación democrática, si quiere responder a los retos actuales.
La transición del capital humano al capital cívico común no implica abandonar el desarrollo de habilidades individuales, sino integrarlas en un marco colectivo que priorice el bienestar compartido y la transformación social. En la actualidad, el progreso no puede medirse únicamente en términos de productividad económica, sino también en la capacidad de las comunidades para actuar juntas y transformar la realidad. El capital cívico común ofrece una visión renovada y esperanzadora, que reconoce la importancia de construir capacidades colectivas para dar respuesta a los desafíos de nuestro tiempo. Por eso, repensar las políticas públicas y los sistemas educativos desde este enfoque es un paso imprescindible para avanzar hacia un futuro más equitativo, sostenible y solidario.