La educación como práctica de libertad fracasa cada vez que un adolescente abandona los estudios prematuramente o deja la escuela sin tener un horizonte de vida que considere que merece la pena perseguir; la educación como práctica de libertad se estropea cuando un joven finaliza su formación obligatoria y se ve abocado al fracaso, cuando piensa que no es capaz de romper un techo de cristal que se le ha impuesto. Cada vez que la educación no da la oportunidad de cambiar una realidad que limita y oprime se acerca más a una práctica reproductora que a una práctica de libertad.
Si bien la educación liberadora es siempre necesaria, lo es de manera especial para aquellos colectivos víctimas de la injusticia y de la desigualdad social. Niños y niñas que crecen en entornos empobrecidos y que sólo la educación puede ayudarles a cambiar el destino al que parecen condenados, un destino que perpetúa la situación de marginalidad y de exclusión en la que viven sus familias. Sabemos que pertenecer a entornos con bajos niveles socioeconómicos, ser extranjero –y pobre– o formar parte de minorías étnicas complica la vida y reduce las posibilidades de éxito. Y es en estos entornos donde la educación debería convertirse en una palanca de cambio que, como decía el exministro argentino Juan Carlos Tedesco, pueda cambiar la profecía de la cuna.
Son muchos los factores y condiciones que contribuyen a hacer de la experiencia educativa una experiencia de libertad. Y es evidente que no hay una única manera de concretarla. La particularidad de cada contexto, el currículos, las metodologías, las relaciones, las prácticas, las normativas, la relación con las familias o la implicación en el entorno son algunos de los elementos que permiten combinaciones creativas y diversas dando lugar a experiencias únicas.
Con la voluntad de poner nuestro grano de arena a una educación que abra espacios de libertad y permita desafiar el destino recuperamos tres ideas que no por conocidas damos por implementadas. Son ideas que pretenden ayudar a los jóvenes en tres direcciones: a despertar de una vida anestesiada, a descubrir y disfrutar de la alteridad y conectarse con la comunidad.
Despertar de una vida anestesiada
Con expresión «vida anestesiada» nos referimos a la actitud conformista de algunos jóvenes que aparentemente aceptan sin revelarse el futuro de bajas expectativas que «el destino» les ofrece. Incapaces de reaccionar a unas circunstancias claramente adversas se muestran apáticos e indiferentes a todo lo que les rodea, también a las decisiones que dejan en manos de otras personas y que afectan directamente a sus vidas. La aceptación pasiva de las desigualdades por parte de quien las padece es una de las consecuencias más duras cuando la educación no logra convertirse en una práctica de libertad.
Para ayudar a revertir esta situación se necesitan propuestas que faciliten la toma de conciencia pero que a la vez generen chispas de esperanza. Desde el ámbito de la educación en valores encontramos un buen número de metodologías –como los ejercicios de comprensión crítica, de auto-conocimiento, la discusión de dilemas morales, las tutorías en grupo o las actividades dialógicas, entre otros– que pueden invitar a los jóvenes más vulnerables a hacer de sus vidas agitadas existencias agitadoras que les permitan entender la realidad, cuestionar sus condiciones de vida y comprometerse a cambiarlas si consideran que estas son injustas.
Descubrir y disfrutar de la alteridad
El neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik afirma en su libro Autobiografía de un espantapájaros que un mundo perverso es un mundo sin el otro. Una frase que adquiere un significado especial si lo aplicamos al mundo de los adolescentes en riesgo de exclusión, para quienes la soledad existencial es una constante vital. A nivel familiar, sus progenitores viven al límite y no pueden atender las necesidades de los hijos que crecen afrontando situaciones que los sobrepasan. Tampoco sus amistades, vinculadas a entornos marginales, los pueden ayudar a dejar atrás una realidad empobrecida que les impide avanzar.
Sentirse acompañado, apoyado y reconocido es una experiencia humana que a menudo surge de manera espontánea en espacios de relación natural. También es una experiencia educativa que conviene cuidar, especialmente cuando se detectan carencias.
Los Grupos de Ayuda Mutua (GAM) son una respuesta eficiente, útil y solidaria para afrontar el mundo con la ayuda de los demás. Las Plataformas de Afectados por la Hipoteca (PAH) o los Alcohólicos Anónimos son referentes de esta práctica que pone de manifiesto el poder de los iguales. En el ámbito de la educación social, los Grupos de Ayuda Mutua son todavía poco frecuentes a pesar de su potencial para afrontar y superar la propia fragilidad mientras se ayuda a los compañeros. El apoyo y reconocimiento de los iguales complementan las relaciones de confianza entre educadores y jóvenes, un aspecto mucho más trabajado en la mayoría de centros.
Conectarse con la comunidad
La educación nunca podrá compensar las desigualdades de origen si no es capaz de incorporar a los chicos y chicas más vulnerables como miembros de pleno derecho en la comunidad. Y esto no se puede hacer únicamente desde el interior de los centros. Hay que dar a los adolescentes oportunidades reales de conectarse con el entorno y de contribuir con su esfuerzo a mejorarlo, animarles a asumir un papel activo en su futuro pero también en el futuro colectivo de la comunidad.
Las experiencias de aprendizaje servicio, a las que se han destinado diferentes aportaciones en este mismo blog, han supuesto una ayuda para abrir los centros educativos al medio y favorecer que niños y jóvenes se perciban como parte de él, y se comprometan en la búsqueda de soluciones a problemas que están a su alcance. También la incorporación del aprendizaje servicio en la intervención con adolescentes en riesgo de exclusión ha puesto de manifiesto el impacto que las acciones de servicio han tenido en su desarrollo. Descubrirse como miembro útil, positivo y capaz de aportar algo bueno a los demás ensancha las expectativas de futuro –a menudo muy pobres– y ayuda a formarse una personalidad más activa e inconformista.
Y para terminar, recordar que desafiar el destino es un reto demasiado grande para que nadie lo pueda asumir solo. Son necesarios procesos de toma de conciencia, relaciones de reciprocidad y la estima de los demás, pero también es necesario el calor, la comprensión y la generosidad de la comunidad que acoge, y que en su gesto de acogida se hace mejor, más rica, más diversa y más inclusiva.