¿Las pantallas nos hacen olvidar el cuerpo? Me hice esta pregunta justo después de leer el artículo de José Palos y Josep Maria Puig Las pantallas olvidan el cuerpo. Es un texto que, entre otras muchas reflexiones interesantes, nos avisa de un olvido del cuerpo ante un exceso de pantallas, subrayando el valor de los encuentros analógicos, también en educación. Quisiera aportar una perspectiva personal sobre las pantallas para intentar responder a la pregunta.
Primero, quiero remarcar que ya tenemos experiencia con las pantallas. La infancia de la llamada generación X (los nacidos entre 1965 y el 1980) estuvo marcada por la pantalla de la TV -la «caja tonta» que nos hacía de canguro a ratos- y por la de los videojuegos, que nos han hecho vibrar con sus retos. Algunos de ellos tenían forma de «maquinitas» -de las Game & Watch de Nintendo pasando por las Game Boy-, o eran videoconsolas conectadas a la TV. También en aquella época nos iniciamos, boomers y generación X, con los ordenadores personales, toda una disrupción con respecto a las posibilidades de las máquinas de escribir. Llevamos más de cuatro décadas viviendo y conviviendo con las pantallas.
Cuando hablamos de «pantallas» estamos utilizando una mera convención porque no todas son iguales. Las hay en dispositivos de sobremesa, en portátiles, grandes y pequeñas, plegables y táctiles. Encontramos pantallas en todas partes donde miramos. Algunas son transmisoras, pero las hay que son interactivas. Estas últimas funcionan como interfaces, es decir, que son el puente entre nosotros (los usuarios) y los programas (la máquina). En las pantallas táctiles y en los menús de las apps, con pocos toques de nuestros dedos podemos adentrarnos (literalmente) en múltiples opciones, de forma bastante intuitiva. Las pantallas cada vez son más ergonómicas e incluso podemos relacionarnos con ellas mediante nuestra voz (ya sea una Smart TV, un reloj inteligente o un coche). Cuando hablamos de pantallas hablamos también de la tecnología digital -las aplicaciones- y de los contenidos que hay detrás.
Las pantallas pueden abstraernos del cuerpo, porque nos hacen estar fluyendo en la virtualidad. Y eso no es malo
Como interfaces que son, las pantallas nos muestran espacios virtuales que, aunque no son físicos -palpables-, sí lo son de forma virtual. Es decir, que «no son sino en potencia» o que están creados artificialmente. Por tanto, «virtual» no implica «no estar». En algunos casos, estamos transportados, fluyendo en este entorno digital, «alejados virtualmente» de nuestro cuerpo. Respondiendo a la pregunta que me planteaba al principio, las pantallas pueden abstraernos del cuerpo, porque nos hacen estar fluyendo en la virtualidad. Y eso no es malo. De hecho, «olvidar el cuerpo» es necesario para poder estar atentos a la pantalla, de manera parecida a como un libro nos hace «olvidar el cuerpo» para poder transportarnos en una historia.
Como decía el filósofo Michel Serres en su último libro, Pulgarcita, nos hemos «decapitado», en el sentido de que tenemos la cabeza en nuestras manos, en nuestro bolsillo. Tenemos memoria externa y conectada. La tecnología viene con nosotros, nos acompaña en muchas actividades (también aquellas que hacemos con el cuerpo) y se integra en nuestro día a día funcionando como un apéndice o prótesis que amplía y reorganiza nuestra actividad y nuestra cognición. Si divisamos el transhumanismo, puede formar parte del propio cuerpo cuando la persona humana se convierte ciborg (como en el caso de Neil Harbisson). ¿Podríamos decir que las pantallas son «cuerpo»?
Es complicado disociar las «pantallas» de nosotros porque son un «artefacto cultural», formadas por símbolos. Y es muy cierto que hay riesgos importantes asociados a su uso. No queremos una tecnología que nos monetice y que sólo sirva para consumirla, para que nos modele nuestra actividad y nuestro pensamiento, y menos aún que condicione nuestro comportamiento al más puro estilo conductista (estímulo – respuesta – refuerzo). Debemos ser conscientes de que estamos totalmente expuestos. Hay que formar en la ética de la tecnología digital, educar en hábitos de uso para evitar el abuso o la adicción, y no sólo centrarnos en su dominio instrumental. Educar en esta dirección implica conocer que la tecnología digital tiene ideología e intereses.
Por todo ello, es fundamental la alfabetización digital y mediática, donde el elemento crítico debe estar siempre presente. Más allá de poner límites a las pantallas, se trata de apropiarse de la tecnología digital y aprender a ser críticos con los intereses escondidos en muchas aplicaciones digitales, en el funcionamiento de sus algoritmos, en el uso de nuestros datos y ser críticos ante noticias falsas. Porque hay una tecnología posibilitadora, de la creación, social y de la participación comunitaria, de la colaboración, de la conversación y del conocimiento compartido.
El sistema educativo -que también tiene ideología- ha olvidado (y escondido) el cuerpo mucho antes de la irrupción de las tecnologías digitales en el aula. En no pocos casos ha potenciado una formación mecanicista y «desconectada», poco emancipadora y que no favorece la construcción de la persona en comunidad. Y es el sistema educativo el que adopta la tecnología digital en función de la ideología imperante, ahora mismo, dominada desde una aproximación conductista, de ejercitación y práctica, en un modelo consumista y acrítico. Frente a ello, debemos esforzarnos por cambiar esta tendencia, aprendiéndola, dominándola y cuando sea necesario, apagándola.