Estando totalmente de acuerdo con el Manifiesto, que ya firmé, su lectura me ha llevado a exponer algunas reflexiones.
Además de las constataciones sociales presentadas que justifican la necesidad del manifiesto, considero que se podría añadir una más, al menos, como matiz. La democracia se ha reducido al acto de votar a unos representantes políticos y eso ha desactivado el interés por la participación democrática en la vida cotidiana. Se ha instaurado una democracia institucional delegada que construye ciudadanos pasivos y con la conciencia tranquila por haber cumplido su obligación de votante. Y diría que, como consecuencia, se ha ido generando una falta de credibilidad en el valor y utilidad de su participación directa en las decisiones relacionadas con la organización de la vida comunitaria.
Salvemos las excepciones personales o colectivas y los movimientos emergentes focalizados en tiempo y espacio limitado. Pero, en general, se confunde en gran medida el poder de decisión ciudadana con la capacidad de decidir o gestionar las alternativas económicas que el sistema nos ofrece a cada uno; es decir, de consumir en todas sus modalidades. También la participación se ha convertido en tener información técnica para gestionar problemas o situaciones personales. La participación democrática en políticas públicas queda delegada esencialmente a los políticos. Diríamos que es un éxito ideológico del sistema económico neoliberal el interés y bienestar individual por encima del comunitario. En este sentido, es cierto que la lucha por la democracia no se acaba nunca. Hay que construir confianza en el poder de los ciudadanos desde la vida comunitaria cotidiana.
En la generación de esta confianza tiene una papel fundamental la educación. Una educación democrática en que la democracia sea una práctica real en los centros educativos y, posteriormente, a lo largo de toda la vida una formación que aporte criterios y facilite la actualización permanente de los ciudadanos. Esto debería ser un derecho gratuito, posibilitado por el sistema público como una necesidad de los ciudadanos para poder participar en los cambios de la sociedad. Unos cambios en los que no han tenido poder de decisión pero que tampoco pueden obviar con el riesgo de aumentar más la brecha tecnológica y cultural. Es decir, una educación y formación a lo largo de toda la vida que aporte competencias personales, sociales y axiológicas. Que haga ciudadanos críticos, que las aporte conciencia social y que después se impliquen y tomen un compromiso y responsabilidad social, es decir, una participación política en la vida comunitaria.
Una educación democrática significa educar en unos valores democráticos, no sólo es una cuestión organizativa, técnica o de procedimiento. Por lo tanto, una escuela democrática es o debería ser un proyecto educativo con recursos, que cree conciencia social, que fundamente una sociedad socialmente justa, equitativa, inclusora, participativa, corresponsable, respetuosa, dialogante, etc. Por eso, la capacidad adquisitiva de las familias no debería ser un impedimento para recibir una educación democrática de calidad, entonces no sería socialmente justa, ni para todos. Dentro de la necesidad de una educación pública, de calidad, democrática y gratuita para todos.
Una educación democrática quiere ser para todos y quiere contar con todos. Su marco es la diversidad como hecho natural y social y debe tener como referente, medio y objetivo la diversidad social presente en el ámbito educativo. Por eso, pertenecer o no a una determinada comunidad no puede ser impedimento o ventaja para recibir una educación abierta, plural y no sesgada por ideologías o creencias religiosas determinadas. El principio y planteamiento de una educación democrática debe ser inclusor y no excluyente ni supremacista. Las religiones y su presencia patrimonial deberían quedar en el currículo como formación cultural y artística, es decir, no debería haber docencia religiosa confesional en los centros, entre otros motivos, para atender a la diversidad religiosa y cultural cada vez mayor en las aulas. Las creencias religiosas como opciones personales deberían ser tratadas fuera del centro educativo, por la institución religiosa correspondiente.
La escuela democrática o aquella cuya misión es educar en la democracia construye e impregna de valores democráticos su práctica y, por lo tanto, tendría que vivir la democracia en su vida diaria. Una vivencia realmente democrática, con la participación de toda la comunidad educativa en las decisiones sobre los proyectos, la organización y gestión necesarias para conseguir los objetivos comunes. Una participación auténtica, donde se respeten y lleven a cabo las decisiones de todos, también y de forma especial, la del alumnado si se quiere que crean en lo que hacen. Es decir, que la práctica democrática no se reduzca sólo a hacer consultas o debates formales. Y para que la educación democrática de los centros sea más significativa y su valor político sea más evidente debería estar vinculada a la vida local. Con proyectos de incidencia en la comunidad. Un aprendizaje experiencial de valores democráticos, con intencionalidad de mejora social, de construir una vida local más justa supone reinterpretar la metodología de trabajo en las aulas. En este sentido, el profesorado de un centro cuya misión es educar en la democracia debería poder disfrutar de un tiempo para la reflexión sobre la práctica democrática en el centro. También sobre su incidencia en la construcción de un centro democrático y en especial en los aprendizajes de los valores democráticos de sus alumnos.