Muchas veces la realidad supera a la ficción. Es lo que nos ha tocado vivir en 2020: una pandemia para la que claramente no estábamos preparados en muchos aspectos. Aunque en el terreno de la educación ha llovido sobre mojado.
Las primeras medidas impuestas se resolvieron con cierres de centros educativos. En la Universidad de Málaga, muchos grupos de estudiantes nos pusimos en contacto con nuestro profesorado para compartir con ellos nuestras inquietudes y trasladarles nuestra creencia de que lo más coherente era dejar de asistir. En lo que a mi contexto se refiere, cursando entonces el Máster de Políticas y Prácticas de Innovación Educativa, no hubo problema en trasladar la docencia presencial al campo online, pero pronto nos daríamos cuenta de que una jamás podrá reemplazar a la otra.
Ciertamente todo fueron facilidades para nosotros, no es algo de lo que pueda haber queja. El profesorado se volcó, al igual que hicimos nosotros para mantener la llama encendida en medio de esta tormenta. Permítanme la nota de humor cuando les digo que para no gastar en combustible para la movilidad este periodo ha venido muy bien. Pero hasta ahí.
Pese a los esfuerzos de unos y otros, raro era el día en el que alguien no podía conectarse por problemas en la red (si nos permitimos dejar atrás a alguien, aunque sea una sola persona, ¿qué clase de “escuela” somos?), otros no pudieran utilizar ciertas aplicaciones frente a otras, entre otra infinidad de casuísticas. No hemos podido conseguir, ni siquiera como adultos, que haya el seguimiento de las clases como nos hubiera gustado.
Por ello, una de las principales “pérdidas” ha sido la de la presencialidad y el contacto con la institución. Y nos dimos cuenta cuando lo habíamos perdido. Un sistema educativo que puede replicar su función y ser “eficaz y efectivo” como si fuera una empresa facilitando el teletrabajo a sus asalariados tiene un problema. Un problema que profesionales llevan denunciando hace mucho tiempo: debemos escucharlos más y atender a sus investigaciones y conclusiones.
En la universidad, al ser personas autónomas, parece que lo tuviéramos todo bajo control. Daba la sensación de que no nos preocupase seguir clases desde una pantalla porque tenemos realmente interiorizados procesos educativos en los cuales, sin más interacción que la del profesor dando la lección y aprobando los respectivos exámenes, creemos estar plenamente preparados para el desempeño de nuestra función laboral. Debemos ser conscientes de que esto es un espejismo creado precisamente por la influencia de un tipo de escuela que ha primado el aprendizaje memorístico y que ha vaciado de significado a la institución educativa. Una referencia quizá a aquel videoclip de Pink Floyd para su Another Brick In The Wall. No podemos pretender expandir este nuevo modelo “teledirigido” y de “fábrica” más allá de lo necesario porque entonces sustituiremos el valor real de lo que la educación debe ser por el de los cursos online privados, donde un título vale lo que quieras pagar por él.
Esta situación ha conllevado además a la afectación de muchos, si no todos, los procedimientos en los que académicamente pudiésemos estar inmersos: estudiantes que se han quedado sin realizar las prácticas sin saber, dónde, cuándo ni cómo podrán acceder a ellas. Otros nos hemos visto con una capacidad muy reducida de acción ante investigaciones que llevábamos a cabo en el momento en el que todo “saltó por los aires” ya no solo por el imposible acceso al ‘campus’ sino por la dificultad encontrada a la hora de acudir a manuales o textos impresos del acervo cultural y académico, totalmente necesarios e imprescindibles y que solo se encontraban en las, para entonces, cerradas bibliotecas.
Es obvio que la nuestra es la sociedad de la información y la comunicación donde miles de millones de datos circulan por la red. Presumiblemente tenemos acceso a todo lo que nos propongamos, un medio que iba a conseguir democratizar ese conocimiento del que el ser humano ha hecho acopio después de tantos años de avances, investigaciones científicas y evolución. Pero al parecer no nos habíamos parado a leer los términos y condiciones: mucho contenido nada desdeñable no se encuentra en formato digital y hasta que las bibliotecas públicas no han abierto sus puertas, nuestras investigaciones han estado paradas. Otro elemento de la formación y la educación que hemos dejado de lado pensando que internet podría solucionarlo todo: y hemos podido llegar a volver a colocarlas en el hueco que realmente merecen.
Si nos hemos encontrado con todos estos baches en el camino es porque quedan muchas cosas por hacer. Y no son elementos que desconociésemos. No todo el conocimiento puede ser llamado común y deberíamos poder hacerlo. Es la hora de subrayar errores del sistema que la pandemia ha puesto en relieve y hacer pedagogía al respecto. Creo que es un momento muy interesante para generar el cambio necesario en la forma en la que entendemos la educación, para resignificar las instituciones como lugares de construcción del conocimiento y para explicar a la sociedad, con las evidencias de lo ocurrido, lo importante que es una educación pública que ponga todos los recursos posibles en manos de sus gentes; sin dejar a nadie de lado.
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«No podemos pretender expandir este nuevo modelo “teledirigido” y de “fábrica” más allá de lo necesario porque entonces sustituiremos el valor real de lo que la educación debe ser por el de los cursos online privados, donde un título vale lo que quieras pagar por él.» ¿Sobre qué basas esta afirmación? Estoy de acuerdo con la mayoría de tu discurso, pero con este párrafo difiero totalmente. ¿Cómo puedes mezclar una formación académica de calidad con cursos «online privados»? Y lo refuerzas con «…donde un título vale lo que quieras pagar por él.» Falta total de consideración para aquellos que seguimos después de ser formados académicamente, diseñando herramientas para satisfacer necesidades formativas como apoyo al lifelong learning. Por cierto, cuál es «…el valor real de lo que la educación debe ser.» ¿Me lo puedes aclarar?
Gracias.