Todos somos conscientes del inmenso impacto que las medidas para controlar la pandemia mundial tuvieron en todos los ámbitos de la sociedad. Los confinamientos del primer semestre de 2020 y, muy especialmente, el cierre de las instituciones educativas que se ha extendido de forma variable en todos los países ha tenido consecuencias sin precedentes y ha despertado todos los debates posibles en materia educativa.
Todos los problemas relacionados con la educación que la tecnología ha puesto de manifiesto (desigualdad, mercantilización, conciliación, falta de autorregulación, entre otros) ya existían antes de la pandemia y quien no los hubiera visto es que mira a la educación con uno de esos velos de realidad que solemos usar con tanta frecuencia para calmar nuestras conciencias o que dejamos que nos pongan nuestros referentes mediáticos de preferencia. La cuestión es que la pandemia los trajo a primera línea, los globalizó y en algún caso los agravó.
Uno de los efectos más evidentes del cierre de las escuelas y los confinamientos fue la imposibilidad de negarse a las tecnologías. Incluso las personas más resistentes –encarnadas en el espacio educativo por ese profesorado que se habían negado históricamente a tocar la tecnología, por ejemplo– tuvieron que usarla, porque no había otra opción.
Los debates que iban más allá de por qué hay o no que usar la tecnología en el aula y cómo hacerlo, ya habían llegado al debate educativo antes de la pandemia, pero el día a día de la convivencia generalizada con ella los ha traído a nuestra puerta y es preciso resaltar cómo se han revelado, para que podamos tomar decisiones, quitarnos el velo de los ojos y seguir caminando. Ese carácter ineludible de la tecnología reveló a la vez su carácter no exclusivamente instrumental. Si bien muchas voces antes de la pandemia habían puesto el énfasis en que la tecnología era mucho más que un instrumento y que seguirla viendo como “solo herramientas” era ingenuo, lo cierto es que esa exposición brutal y global nos lo reveló de una forma muy evidente.
Mucho más que impartir lecciones magistrales por videoconferencia
Durante el confinamiento, la tecnología se nos mostró también como una forma de conocimiento y actividad. Así, más allá del acceso a la tecnología, condición imprescindible que pudimos comprobar que no era tan universal como creíamos, era imprescindible el “saber hacer”, la competencia y la capacidad de generar actividad con ella. Algunas de nuestras instituciones tenían una potente dotación tecnológica –sin ir más lejos, las universidades en nuestro país la tenían– pero lo que hicimos con ella para solventar el momento educativo tuvimos que llamarlo “educación remota de emergencia”, porque fue un remedo, una especie de sucedáneo, de lo que debería ser la actividad educativa a distancia. Fuimos conscientes que, para que sea educación de verdad, habríamos de saber hacer más cosas que dar lecciones magistrales por videoconferencia y exámenes de tipo test hiper-vigilados.
Durante el confinamiento, o mejor, con el uso de tecnologías durante el confinamiento se generalizó la exposición de todos los participantes a la interacción en red y a las prácticas de la educación a distancia, y con ellas fuimos conscientes de que no se trataba solo de replicar las prácticas presenciales. Se hizo evidente que la tecnología que nos conectaba a través de Internet no era ajena a nuestros contextos, sino que nuestro contexto (las personas en su casa, el tamaño de nuestro salón, la luz que entra por las ventanas, el ruido ambiente o el horario de uso de un dispositivo compartido), forman parte integral de la experiencia educativa. No hay “aprendizaje virtual”, como diría Lesley Gourlay, sino que la materialidad de ese aprendizaje en red es más compleja. Esto se revela importante, no solo durante la pandemia y sus constricciones, sino que desvela el hecho de que en casi todos los niveles educativos hemos eludido hablar o planificar la acción educativa pensando también en el contexto personal y familiar y casi nunca hemos considerado esa realidad como relevante a la hora de proponer estrategias de enseñanza.
Además, nos dimos cuenta de que aquellas instituciones donde se habían hecho grandes inversiones en tecnologías había déficits importantes relacionados con la normativa que amparase el uso regular de esas tecnologías. Las tecnologías son un sistema dentro de sistemas, y si los sistemas que las contienen no las integran coherentemente –las instituciones, en este caso educativas– es poco probable que los efectos sean los deseados. Y eso debería llevarnos a revisar alguna de las panaceas prometidas en lo que se refiere al uso de la tecnología en las aulas; como por ejemplo creer que la competencia instrumental de los estudiantes –el hecho de que sean capaces de usar el dispositivo o lo usen para jugar– ya les convierte en aprendices con tecnología, o que la competencia digital del profesorado –también instrumental– es la llave de la digitalización de los centros, y que se haga poco o nada en lo que se refiere a regulación, la visión de los centros, la estructura del sistema, a acceso comunitario…
También fuimos conscientes de que la tecnología funcionó una forma de intervención social en múltiples ocasiones: para ver, escuchar o controlar a los participantes en procesos educativos, es decir, sociales, pero de forma muy especial, para controlar la presencia y dedicación de trabajadores y para monitorizar el proceso educativo y con ello se intervino en la vida de las familias, en los horarios de las casas, en la estructura de nuestro día a día.
Fue evidente el efecto social de la tecnología, materializado especialmente en la brecha de acceso a las tecnologías (hardware, software, conectividad y, por supuesto, uso y conocimiento para el uso) que apareció en casi todos los países y que dejaba el rastro de una inmensa cantidad de estudiantes y de docentes que no podían acceder a ese espacio compartido.
Configurando modos de relación
Es más, el uso de tecnología en educación durante la pandemia nos mostró cómo la tecnología constituía una entidad con naturaleza propia que de forma permanente nos configura. Empezamos a “ser en red” de forma generalizada y consciente, y nuestros modos de relación (amistad, privacidad, intimidad, cercanía, sexualidad, amor, autoridad, familia, jerarquía, coerción, violencia, conversación, etc.) se revelaron como diferentes POR la tecnología, no solo diferentes EN la tecnología. Incluso para aquellas personas tradicionalmente “menos digitales” o que creen que su vida es menos digital.
Los modelos personales, los modelos de aprendiz, los modelos docentes, incluso los modelos institucionales se revelaron transformados por la tecnología, encarnando y haciendo evidente el carácter sociomaterial de nuestro uso de la tecnología, es decir, la importancia de no pensar en instrumentos y personas como entidades claramente separadas. Se hizo evidente la naturaleza híbrida de nuestra realidad.
Pero, además, y casi de forma inesperada, el confinamiento y las medidas urgentes que se adoptaron para atender las necesidades educativas con tecnología, han puesto de relieve a las tecnologías como mercado. La última década ya había desvelado que la educación –y muy especialmente la educación con tecnologías– se ha convertido en un muy lucrativo negocio, al punto de que desde hace ya años se habla del llamado “sector EdTech” y se considera uno de los sectores económicos más “rentables” del planeta.
Mercado y tecnologías educativas
La pandemia y los confinamientos han supuesto una prueba de fuego para la industria y un escaparate sin precedentes para las herramientas que buscaban su sitio en instituciones más o menos reticentes a adquirirlas (seguro que es fácil pensar alguna herramienta de la que no habíamos oído hablar antes de la pandemia y que hoy es parte de nuestro día a día). Ofertas de gratuidad durante toda la pandemia que han resultado en grandes inversiones de las instituciones que han podido hacerlas y en beneficios de la mano de la espectacular cantidad de datos a los que se ha accedido, tanto, que se ha hablado abiertamente de procesos de privatización durante la pandemia, a cuentas de la incursión de determinadas plataformas tecnológicas en los sistemas educativos públicos (este informe de Ben Williamson y Anna Hogan es tremendamente revelador https://bit.ly/3ydwexC ).
Sin embargo, de la misma forma en que “la tecnología educativa como mercado” digamos que ha aprovechado la ocasión, muchos de los participantes en los procesos educativos han remarcado la importancia de hacerse preguntas críticas sobre el impacto, y consecuencias del uso masivo de la tecnología, revelando al gran público cómo las tecnologías también son un espacio de lucha política e ideológica.
Así, durante esta pandemia hemos visto llegar a los medios de masas preocupaciones reales sobre por qué, quién y para qué se iban a usar los datos de los estudiantes a los que habían accedido las empresas durante la pandemia o la preocupación de los estudiantes por el uso del proctoring como herramienta de control en los exámenes universitarios (Higher Education Reckons With Concerns Over Online Proctoring and Harm to Students). Gracias a esa concienciación, o al menos a la visibilización de estas preocupaciones en los grandes medios, la crítica ha dejado de ser pose de “apocalípticos” y ha pasado a ser territorio de obligado tránsito y generando incluso recomendaciones críticas sobre el uso de los datos o sobre cómo debemos repensar las tecnologías en el mundo posCoVid-19, provenientes de organizaciones transnacionales como la UNESCO (The Importance of Monitoring and Improving ICT Use in Education Post-Confinement).
Pensar en la tecnología para la educación
En conclusión, no se trata solo de cómo “usan” o “usamos” la tecnología, sino de su propia naturaleza. Todas estas “naturalezas” de la tecnología que hemos querido remarcar en los párrafos anteriores con ejemplos cotidianos, hacen que usar la tecnología en el aula o no hacerlo sea solo una mínima parte, importante pero pequeña, de todo lo que implica pensar en la tecnología para la educación. Ignorarlo es renunciar a buena parte del pensamiento y la investigación sobre la educación. Hoy no se trata de si somos nativos o no, o visitantes o residentes en la tecnología. La cuestión es si, como ciudadanos, somos agentes competentes, críticos y conscientes en el uso de la tecnología. Y eso va más allá de si uso o no la pizarra digital en el aula.
Esta perspectiva implica entender que toda visión simple del impacto de la tecnología en la educación y viceversa (“son solo herramientas en nuestras manos”, o “una vez introducidas lo cambian todo”) resulta reduccionista, ingenuo y casi inconsciente. Y esa conciencia de la extrema complejidad de este contexto posdigital (donde decir “digital” tampoco agrega gran cosa, porque ya es una obviedad) debería hacer que nuestra forma de entender la relación entre tecnología y educación fuese más compleja y menos simple.
Eso alude también a cómo enseñamos y qué enseñamos en todos y cada uno de los ámbitos de conocimiento. Significa entender las matemáticas, las ciencias sociales, la lengua, el dibujo, el arte, la física y la influencia de la tecnología en todas ellas. Significa que enseñamos todo eso para emancipar a las personas solo es posible que ejerzan esa ciudadanía y esos conocimientos en esas tecnologías, en un mundo condicionado por ellas. Significa que, más allá de “gamificar” tal o cual parte, o hacer más o menos digital uno u otro proceso, es ineludible entender todas las aristas de la tecnología EN cada uno de los ámbitos de conocimiento y en cómo el estudiantado y las familias asumen y encaran ese conocimiento. Como lo convierten en herramientas de su propia soberanía.
Pero también significa legislar y hacer política pensando de forma compleja o al menos, menos simplona. Entendiendo que es fundamental que tengamos tecnologías, pero que es igualmente importante que las escuelas tengan espacios para pensar y para articularse como sistemas CON tecnología, y que el sistema educativo abra los márgenes necesarios para esa articulación. Significa entender que el trabajo del profesorado es complejo y que la profesionalidad del profesorado incluye un compromiso social que debería poder ejercerse sin miedo.
Significa entender y asegurar que el papel del sistema educativo no es garantizar el negocio de ningún sector productivo, sino velar por que el derecho a la educación de las personas, ese derecho que les garantiza un salario mínimo cultural a todos, incluye también un margen de emancipación en el que ejerzan su poder en un mundo en que la tecnología no es una opción.
Referencias
Algunas de las ideas que se incluyen en este texto se han detallado en los dos textos más extensos:
Castañeda, L. (2022) Profecías autocumplidas, o de cómo la pandemia nos enfrentó a la realidad de la educación con tecnologías más allá de la visión instrumental. En Benito Muñoz, R. y Moreno Ingléx, A, (Ed.): Hay que hacer algo. UAM: Madrid
Castañeda, L., Salinas, J., y Adell, J. (2020). Hacia una visión contemporánea de la Tecnología Educativa. Digital Education Review, 0(37), 240-268. https://revistes.ub.edu/index.php/der/article/view/30136/pdf