Para abordar una realidad tan poliédrica como la de la evaluación, no podemos centrarnos en la premisa de que este dispositivo se refiere sólo a la evaluación de los aprendizajes y caer con ello en un reduccionismo simplificador. En la escuela (desde la primera infancia a la universidad) se vive mucho más y, para los aprendices. con más relevancia que lo vinculado a unas informaciones y conocimientos definidos por un currículo o el plan docente de una materia o una asignatura. En una institución ‘escolar’ (para niños o adultos) se educa, se forma y se trata de enseñar cuestiones importantes que no pasan por el filtro de unas pruebas o caben en unas parrillas y unos descriptores previamente establecidos, como el sentido de: la justicia, la colaboración, la discriminación, el dominio de unos sobre otros, la adaptación a las normas, la solidaridad, el individualismo, la competitividad, lo que es válido y lo que no, el poder, la crítica,… Y esto no entra, ni debería entrar, en las evaluaciones tal y como ahora se practican.
Partir de lo que las experiencias de evaluación nos permiten pensar
Es por esta complejidad que esta contribución pretende acercarse a la evaluación desde lógicas que no ponen el énfasis en la ‘medida del aprendizaje’ o en ‘la autorregulación de los aprendices’. Para ello partimos por reconocer una creencia y una fantasía. La creencia tiene que ver con considerar que lo que se estudia es lo que se aprende y se da cuenta en una prueba o examen. La fantasía la localiza Dennis Atkinson en la pretensión de algunas psicologías y pedagogías que prometen que se puede ‘medir’ lo que un estudiante aprende a través de pruebas de papel y lápiz. Posición que tiene una larga tradición y que se funda en la frase de Binet: “la inteligencia es lo que mide mi prueba de inteligencia’. Lo que nos lleva a reflexionar y poner en relación estas lógicas en torno a la evaluación que llevan a considerar que una prueba de papel y lápiz da cuenta de lo que un alumno ha aprendido, con nuestras experiencias como estudiantes y con lo que compartimos y aprendemos de nuestros alumnos y de la investigación.
Los dos autores somos alumnos “de éxito”. A lo largo de nuestra formación no hemos suspendido ningún examen. Bueno, sí, suspendimos dos. Uno de nosotros porque se atrevió a cuestionar una noción de la antipsiquiatría aplicada sin calibrar las consecuencias para los enfermos mentales y sus familias. Y otro, porque se planteó dialogar de manera crítica con la perspectiva que seguía una profesora sobre el diagnóstico psicológico en la infancia. Ambos compartimos el aburrimiento que nos producían unos exámenes en los que teníamos que explicarle al profesorado lo mismo que ellos nos habían explicado con anterioridad. Ambos hemos disfrutado de los pocos trabajos que nos han permitido mostrar nuestra autoría e ir más allá de lo que decían los docentes. Ambos valoramos lo mucho que aprendíamos fuera de unas asignaturas que no solían conectar con la vida ni contextualizar la producción y el sentido del conocimiento. Quizá por todo eso nunca hemos evaluado a partir de exámenes de papel y lápiz.
En cuanto a los estudiantes, nos afectó la reflexión de que quien nos dijo: “el profesorado nos suele evaluar desde lo que ellos saben ahora y no tienen en cuenta lo que sabían cuando estaban en la posición que ahora estamos nosotros”. O lo que nos comentó una brillante estudiante de bachillerato quien, al felicitarla por el premio recibido por haber obtenido una de las mejores calificaciones en el bachillerato, contestó, “sí, gracias, pero no me ha merecido la pena”. O la del alumno de 4º de ESO que se definió como aprendiz en una investigación diciendo: “Atiendo en clase, estudio para el examen, contesto las preguntas y apruebo, pero a las dos semanas soy incapaz de recordar lo que estudié”. O la de Anna, una estudiante de 4º de medicina, que participa en una investigación sobre cómo aprenden los estudiantes universitarios, quien nos dijo: “apunté (en un diario de aprendizajes) diferencia entre aprender cosas y aprender-se cosas. Es muy diferente. Yo la semana antes de examen intento retener el máximo de información, pero se te marcha. Y es la sensación de retener muchas cosas para vomitarlas”.
A menudo los seres humanos sabemos más de lo que somos capaces de expresar, de explicar y aplicar. Aprendemos en todos y cada uno de los momentos de nuestra vida. Pero esto no significa necesariamente que lo que “sabemos” (lo que repetimos) nos haga más sabios, mejores personas, nos ayude a tomar mejores decisiones o a minimizar nuestros errores. Tampoco, necesariamente, a encontrar mejores trabajos, ya que esto depende del mercado laboral, el capital social y cultural y los contextos en los que vivimos. Por otra parte, no necesariamente las personas que obtienen mejores notas en la Escuela o la Universidad son las que “más han aprendido”. Aunque sí las que han sido más capaces de responder del modo que haya sido (copia, repetición mecánica, acierto, suerte o compresión significativa) a las preguntas del examen o la prueba. Si el aprendizaje reviste una profunda complejidad entonces ¿por qué los sistemas educativos siguen insistiendo en “cerrar” este enrevesado complejo con pruebas, en general, de papel y lápiz y preguntas con una sola respuesta?
El sujeto que conforma la evaluación
Los distintos instrumentos utilizados para ‘medir’, calibrar o apreciar el aprendizaje del alumnado (desde los exámenes tradicionales de volcar información, a las pruebas de elección múltiple, o artefactos competenciales tipo PISA) configuran desde fuera lo que “debe” ser el sujeto que aprende. No solo lo que “debe” saber sino la forma de hacerlo. En consecuencia, todos aquellos que por las razones más variadas no logran responder a lo que se espera, quedan automáticamente “suspensos”, sin que logremos averiguar qué es lo que han aprendido.
Este tipo de actuación cuenta con una larga historia. No es privativo de la sociedad neoliberal, pero, en el impulso neoliberal imperante, contribuye y justifica la marginación o “descarte” de grupos importantes de la sociedad. En esta concepción subyace no sólo una visión colonial de la infancia y la juventud, sino también de lo que se considera conocimiento y aprendizaje legítimo. La visión colonizadora se caracteriza por la prescripción del sentido de ser y del pensar-se para conformar el tipo de individuo que “necesita” la sociedad, de cómo hay que ser, sentir y actuar para poder “adaptarse” a la sociedad. Pero ¿quién decide la construcción y evolución de esa sociedad? Si como argumenta el economista Niño-Becerra (2020) un alto porcentaje de seres humanos seremos en breve descartables para el sistema productivo ¿qué tipo de conocimiento, capacidades y predisposiciones necesitamos para seguir vivos con dignidad?
Afrontar otros desafíos
Estas reflexiones conllevan una serie de desafíos para la educación escolar contemporánea, más pertinentes si cabe en un momento en el que el Ministerio de Educación y Formación Profesional se está planteando una reformulación del currículo. Y lo son porque, tal como han argumentado autores como Lawrence Stenhouse o Judah Schwartz, si pretendemos cambiar el sentido y el contenido de la enseñanza, lo primero que hay que transformar son los sistemas de evaluación.
Por eso no deja de sorprender que, ante la complejidad que conlleva educar, enseñar y aprender uno de los debates esté siendo, una vez más, el papel de la memoria (y su relación con lo que se ‘sabe’ y se ‘evalúa’). Sí, memorizar es importante, precisamente una de las preocupaciones actuales es que el exceso de información, su descontextualización y su, a menudo, falta de rigor, está haciendo estragos en nuestra capacidad de atención y retención. Pero la memoria no es un mero banco de datos registrados, se basa en una inteligencia organizadora capaz de conectar entre sí diferentes conocimientos. Pero para ello es preciso desarrollar lazos de sentido, acceder a conocimientos contextualizados que nos afecten, que nos permitan -al finalizar una actividad formativa, pensar, decir y actuar de forma diferente y conectar el dentro y fuera de la Escuela.
Lo que nos lleva a considerar que, en un mundo cada vez más diverso social y culturalmente, el primer desafío para la evaluación tiene que ver con hasta qué punto la implementación del currículo o la enseñanza de una asignatura induce al alumnado a interpretar la realidad desde un solo punto de vista (el de los responsables de la política educativa, los diseñadores de los materiales y aplicaciones digitales, el profesorado…). Si prevalece un solo punto de vista, no será necesario dejar las pruebas de papel y lápiz. Si buscamos diversificar el sentido de la enseñanza y el aprendizaje tendremos que buscar sistemas más complejos de documentar los procesos del alumnado.
El segundo tiene que ver con la necesidad ética de poner de manifiesto lo que el alumnado ha aprendido de sí mismo, de los temas y problemas estudiados y de los demás. Algo prácticamente imposible si solo les preguntamos lo que nosotros sabemos y no los escuchamos. Este tipo de documentación precisa de distintos recursos y de la consideración de modos de expresión multimodales que permitan a todos y cada uno de los estudiantes mostrar y compartir su saber.
El problema con el que nos enfrentamos es la naturalización y unicidad de la noción de evaluación en prácticamente en todos los sistemas educativos. Una de las críticas de la matemática Cathy O’Neill al modelo U. S. News, que establece el ranking de las “mejores” universidades, siguiendo la tendencia de convertir los procesos más complejos en algoritmos – a los que ella llama Armas de Destrucción Matemática, es que al crear un modelo a partir de valores sustitutivos es más fácil hacer trampas porque son más fáciles de manipular que la compleja realidad que representan”. Pero el auténtico problema de este modelo, y esto también sucede en el caso de la evaluación del aprendizaje mediante pruebas o exámenes, es que se acepta inmediatamente la puntuación otorgada como una medida de la calidad de la educación. Sin considerar que esta parte del análisis, como la recopilación de cualquier otra opinión humana, recopila sin duda ignorancia y prejuicios chapados a la antigua. Para la autora, el problema no es un modelo en sí sino su escala. El peligro, para esta autora es obligar a todo el mundo a perseguir exactamente los mismos objetivos, lo que conduce a una carrera sin sentido y con consecuencias nocivas. Algo que ha sido evidenciado en el caso de la educación al mostrar los efectos colaterales de las evaluaciones mediante pruebas estandarizadas que se aplican en distintos países.
En definitiva, esta reflexión es una invitación para repensar los sistemas de evaluación, salir de marcos homogeneizadores y convertir el necesario acompañamiento del alumnado en una oportunidad para enseñar y aprender con sentido. Como expresó un alumno, en una investigación en la acción en la que participamos en una escuela que no ponía notas para no favorecer la competitividad, y donde queríamos ver el sentido que los estudiantes daban a la evaluación: “es importante -la evaluación- para saber lo que sé, para saber lo que sé con relación a mis compañeros, y para que alguien me mire”. Que alguien devuelva la mirada es a la postre el sentido de la evaluación.
(*) La imagen inicial es del artista japonés Tetsuya Ishida (1973-2005), perteneciente a la exposición "Ishida. Autorretrato de otro", organizada por el Museo Reina Sofía. Puedes descargarse el catálogo de la exposición.