Ahora que empezamos a conocer los primeros planes de las administraciones para afrontar la emergencia educativa que esta crisis nos ha puesto encima de la mesa, no parece que lo que está por venir, al menos en el futuro inmediato, sea más fácil o menos extraordinario que lo ya acaecido. Ojalá que de lo aprendido hayamos tomado conciencia, al menos, de que la educación es también un servicio esencial porque garantiza un derecho básico y universal. Con esa consideración debería haber sido tratada y gestionada desde el principio. Quizá de ese modo el debate sobre la reapertura de los centros educativos hubiera precedido al de la reapertura de bares, restaurantes o peluquerías, y no al revés. Esto dicho, obviamente, con el mayor de los respetos por los sectores en cuestión.
La estricta aplicación, como no puede ser de otro modo, de los criterios sanitarios (distancias de seguridad) podría exigir en algunas zonas, aunque sea por un periodo limitado, la habilitación de espacios educativos más allá de los centros, así como la contratación extraordinaria de profesionales y servicios, con toda la complejidad que ello conlleva en términos de coordinación, inversión y cooperación. La planificación de la respuesta educativa, en todo caso, gradual y compensadora, deberá adaptarse a las necesidades y prioridades del alumnado y de las familias, a los recursos y organización de cada centro y a las exigencias de cada etapa educativa. Una auténtica prueba de estrés para la autonomía de centros que va exigir mucha coherencia y claridad de las administraciones educativas si queremos garantizar en todo momento la equidad como principio. Se ha de tener en cuenta que la situación actual ha puesto en evidencia limitaciones en cuanto a infraestructura tecnológica, equipamiento disponible en los hogares, nivel de apoyo familiar o en la propia autonomía del alumnado.
En cualquier caso, es indiscutible que el próximo curso va a ser excepcional en todos los sentidos y, más allá del coste económico de los recursos humanos y materiales, va a exigir grandes dosis de ingenio, creatividad, talento y colaboración. Un reto que, forzando la mirada hacia el lado bueno, quizás nos ayude a comprender algo más la importancia de la llamada educación comunitaria y las virtudes de una organización escolar más horizontal y democrática, cuestiones en las que la nueva ley puede suponer una oportunidad real.
La Formación Profesional, como cualquier otra etapa educativa, tiene sus particularidades y hay que tenerlas en cuenta de cara al futuro inmediato. La planificación de actividades teórico prácticas que requieren ser desarrolladas en entornos simulados, talleres o, simplemente, con el uso de útiles o maquinaria específicos, ha añadido dificultad a la precipitada conversión a la no presencialidad y el cierre, más generalizado que menos, de las empresas y entidades que habitualmente colaboran y complementan la formación de los titulados ha minimizado la posibilidad de formarse completamente en todas las competencias que los títulos establecen.
El currículo de la FP está configurado por competencias profesionales (técnicas), personales y sociales. Todas ellas son igualmente importantes a la hora de obtener una titulación, pero no todas ellas admiten las mismas estrategias de adaptación. Las competencias más técnicas, por ejemplo, tienen un diseño más rígido porque están vinculadas a unas cualificaciones profesionales previamente descritas, con un reconocimiento y una validez a nivel nacional y una equivalencia establecida a nivel europeo.
Esto implica que un Técnico que quiera titularse debe acreditar el dominio de esas competencias en los términos en los que están descritas, y sólo puede hacerlo si las ha cursado efectivamente o le han sido reconocidas formalmente en función de su capacidad y experiencia laborales. Esto significa fundamentalmente dos cosas: la primera es que en la FP la generalización de la promoción automática no es una opción a considerar de entrada, se deben encontrar alternativas que permitan la acreditación de estas competencias; la segunda es que las competencias no admiten siempre procesos de simplificación, reducción o descomplejización de las mismas ya que los alumnos dejarían de ser técnicamente competentes, tal y como los sectores profesionales lo reconocen y valoran para cada profesión.
Desde la perspectiva educativa, pensemos por un momento en lo que esto supone para los alumnos con necesidades educativas específicas. La atención a la diversidad en la etapa de FP no ha recibido toda la atención que merece y necesita. Ante la escasez de recursos, las etapas post obligatorias no tienen nunca prioridad y la ayuda, cuando llega, es periférica y puntual. Los centros optan por la acreditación parcial de los titulados sabiendo que con el acompañamiento y la orientación de profesionales de la diversidad se podría haber hecho más y mejor. Debemos reivindicar enérgicamente que la LOMLOE conlleve algún tipo de solución en este sentido.
De cara al futuro próximo, la opción más responsable siempre será encontrar los mecanismos e instrumentos que permitan mantener, tanto como sea posible, la calidad de las titulaciones. Los centros tendrán que articular su capacidad, también, en torno a la necesidad de compensar la pérdida en la adquisición de determinadas competencias fundamentales para el desempeño de las profesiones, sobre todo ahora que el sector productivo puede tener, al menos durante un tiempo, serias dificultades para seguir colaborando al mismo nivel en la formación, y aunque ello implique la regulación de medidas flexibles extraordinarias. Las dificultades se agravan cuando se necesita una metodología inclusiva con especialistas, materiales y entornos adaptados.
En este contexto, tiene que haber un acuerdo importante entre administraciones implicadas y los agentes sociales, para que esta circunstancia impacte de la forma menos lesiva posible en los itinerarios académicos, profesionales y de vida de nuestros alumnos, tanto para los que quieran acceder al mundo del trabajo como para los que quieran continuar un itinerario académico. No sería admisible priorizar la calidad apostando por que todos los estudiantes puedan completar su formación para que después esta circunstancia los penalizara de alguna manera.
Se trata de planificar, más allá de la atención inmediata, cómo paliar la descapitalización de aquellos instrumentos que nos permiten enfrentarnos al futuro de la forma más segura y digna posible, en nuestro caso, a un mercado de trabajo más incierto que nunca y que ya, antes de la pandemia, tenía una capacidad ilimitada para convertir a los técnicos recién titulados en mercancía low cost. No deja de ser una forma de garantizar el derecho a la educación, un derecho que no es patrimonio solo de algunas etapas educativas y que no debería serlo solo de algunas etapas de la vida.
Pero abordar escenarios de futuro no es nada fácil. La FP, como cualquier otra etapa educativa, ha sufrido los rigores de los recortes, del ataque a la educación pública y de la nefasta y errática política educativa que, con el desarrollo de la LOMCE a la cabeza, propulsó una regresión fulminante de nuestro sistema educativo, esto sin perjuicio de las políticas socioeconómicas que han precarizado las relaciones laborales en todos los sectores productivos, esquilmando su capacidad como cooperantes necesarios en la calidad de la formación de los titulados. Que se lo digan a los profesionales implicados en los convenios de FP Dual.
Hay que advertirlo insistentemente porque, a pesar de tener siempre un lugar especial en las campañas electorales y publicitarias, una mirada superficial a las cifras de la FP constata que existe una gran divergencia entre la voluntad política expresada en los programas –y en las leyes– y la expresada en los presupuestos; esto es, entre lo que se dice y lo que se hace. Hay datos que merecen toda nuestra atención y constatamos que no han pasado desapercibidos en los cientos de propuestas que el ministerio ha recibido para incorporar a la nueva LOMLOE, aunque debemos ser conscientes de que es en los desarrollos reglamentarios donde se concreta el sentido verdadero de las medidas. Ahí también hay que estar atentos.
Una de las necesidades más acuciantes tiene que ver con la falta de titulados. Según la última estadística publicada, hay más de 838.700 alumnos cursando alguna titulación de la formación profesional del sistema educativo, una cifra que, a pesar de haber crecido exponencialmente en la última década, no es suficiente para que el porcentaje de titulados intermedios (GM) en España, se acerque la media de la UE23 (el 33% frente al 46%). Nuestro sistema arrastra deficiencias estructurales que impiden que un número razonable y equilibrado del alumnado transite por la Formación Profesional y hay, al menos –pero no solo–, dos elementos clave para cambiar esta tendencia: ampliar la oferta de plazas públicas (estructuralmente deficitaria) y desarrollar un verdadero sistema de orientación académica y profesional solvente, profesionalizado y eficaz. Un instrumento que ayude realmente al alumnado a optar por los itinerarios óptimos relacionados con sus intereses y aptitudes, pero también que explique adecuadamente qué es la FP y para qué sirve, sus límites y oportunidades. No hablaríamos de esto si la Ley 5/2002 de las cualificaciones y FP hubiera contado con suficiente voluntad política para ser desarrollada efectivamente.
Respecto de la orientación académica y profesional, decir que también es un instrumento inestimable para prevenir el fracaso y el abandono en la FP, que en algunas comunidades llega al 40% en el primer curso de Grado Medio. La introducción efectiva de la inclusión como principio educativo en esta etapa tiene que venir, además de en la ley, en forma de instrumentos y acciones concretas que vinculen a las administraciones educativas. La flexibilidad, por ejemplo, que es un concepto que usa profusamente como estrategia de mejora, puede ser, como término, muy elástico. Flexibilidad, en términos educativos significa, por ejemplo, ampliar la duración convencional de una titulación para permitir adaptarla a determinados ritmos de aprendizaje, o para incorporar un periodo de aprendizaje en el entorno laboral. Flexibilidad no es abaratar los requisitos para acceder directamente a los distintos niveles de la FP, arrastrando las carencias y las dificultades , como si de un continuum inevitable se tratara. Los accesos directos no implican una mejora real, ni en el sistema ni en la calidad de las titulaciones, sino la concepción tácita de que la FP debe ser todo lo fácil que no lo son las otras etapas educativas. La ley debería poner límites a esta cuestión.
Y puestos a limitar, ojalá también el desarrollo de la nueva ley permita blindar los módulos de carácter transversal, esos que trabajan a fondo las competencias más demandadas por los sectores productivos, los que constituyen una formación escudo, más allá del saber técnico y profesional específico de una profesión. En este sentido, no hay recurso más potente y menos valorado que el área de Formación y Orientación Laboral. Pudiendo ser una de las áreas de mayor utilidad, tanto para el alumnado como para los centros, está inexplicablemente sometida a recortes y exclusiones de todo tipo, perdiendo todo el potencial que un recurso presente y financiado en todos los centros del país podría tener. No son pocos los que piensan que tras las devaluaciones de este módulo subyace la intención de limitar la capacidad de los futuros trabajadores como sujetos de derechos laborales individuales y colectivos. Es oportuno recordar que la FP es, ante todo, un derecho de clase.
En los últimos datos en los que se comparó, la tasa de graduación de la ESO obtenida a través de la Formación Profesional Básica (FPB) de la LOMCE, empeoraba varias décimas respecto a la tasa de graduación que se obtenía a través de los Programas de Cualificación Profesional Inicial (PCPI) que la propia ley extinguió. Hoy nadie duda que la FPB, incluso en su versión mejorada, ha sido uno de los peores “inventos” que incorporó la LOMCE, la medida estrella que iba a reducir la tasa de abandono fulminantemente. Es absolutamente necesario reconfigurarla para que, al menos, suponga una oportunidad real de alcanzar la formación integral básica de la educación obligatoria. Éste, constituye uno de los grandes destrozos a reparar.
La nueva LOMLOE también debería hacer una apuesta por dar un giro al mapa de género que tenemos en la FP. Estudios recientes(1) muestran que solo cinco familias profesionales agrupan prácticamente el 75% de mujeres, mientras que en el caso de los hombres la matrícula se dispersa al menos en 15. Las familias profesionales que concentran el mayor número de mujeres son también las que tienen peores expectativas laborales. Los sectores de ocupación asociados a ellas se caracterizan por menor volumen de empleo, una alta temporalidad, un alto porcentaje de contratos a tiempo parcial y bajos salarios. El tema es muy serio por razones obvias. En todo caso, señalar especialmente que la falta de incorporación de mujeres a determinadas profesiones ya proyecta números rojos, en términos de necesidades laborales futuras. Hacen falta políticas activas directas, acciones concretas dirigidas a revertir esta tendencia. De nuevo, la idoneidad del área de Formación y Orientación laboral para ello.
Y no podríamos finalizar, a pesar de que son muchas las cosas que podrían haber completado este texto, sin una mención a la esperada regulación de la FP Dual del Sistema Educativo. Una previsión contenida en la Ley Orgánica que no puede esperar más, a la luz de unos datos que dibujan un sistema dual con una extraordinaria dispersión de modalidades, con un crecimiento desigual aunque, en todo caso, limitado por la baja participación de las empresas y regulado, en última instancia, por una norma de carácter laboral que se produjo sin consenso previo.
(1) Cano Montero, F.J. (2018). Mujer y FP: una fotografía en negativo. [Presentación en PowerPoint].
Montse Milán Hernández, ‘Foro de Sevilla‘
Profesora de FP y Activista por la Educación Pública.