Inaugurar este nuevo espacio en El Diario de la Educación es, para todo el colectivo que lo pretende sostener, una preciosa oportunidad que asumimos con enorme ilusión. “Quererla es crearla” es el movimiento bajo el que nos hemos aglutinado muchas personas de España y América Latina decididas a trabajar para hacer realidad lo que a menudo se manifiesta como un deseo: una escuela para una sociedad inclusiva. Somos docentes, estudiantes, familias, investigadores/as académicos, activistas y ciudadanía en general que asumimos que hay que pasar de quererla a crearla. Como hay información abundante en www.creemoseducacioninclusiva.com sobre el movimiento, vamos a centrar este texto en un importante y prolongado proceso generado por una familia cualquiera que parece estar llegando a su fin. O se trata del principio, según se mire.
Rubén Calleja es un joven leonés cuya escolarización se vio truncada hace 14 años, cuando cursaba 5º de Primaria. Un docente rechazó su presencia en el aula, y más allá del maltrato al que sometió al alumno, aquello desembocó en una evaluación psicopedagógica que sustentaría un dictamen de escolarización que le expulsaba de su escuela, la de su hermano y su barrio, y le obligaba a ser escolarizado en un centro de educación especial. ç
Hace unos días, Alejandro, el padre de Rubén, insistía en la Universidad de Málaga en eliminar la palabra “educación” en esa denominación. Su argumentación tiene un sentido: para su familia, la principal función de la escuela ordinaria es la socialización, aprender a ver y ser visto como una persona adecuada, correcta y valiosa en el vecindario. Ese deseo de sentirte una persona más —o una persona cualquiera, como diría Carlos Skliar—, es una sed insaciable en quienes eran nombradas en la constitución como disminuidas hasta ayer. Literalmente.
Obligado en 2011 a viciar ese proceso de socialización, al tiempo que se impedía procesos educativos fundamentales asentados en las diferencias de los seres humanos a toda la clase y al centro escolar, Rubén y su familia se negaron a la escolarización en el Centro Especial. Consideraban aquello un proceso de segregación: “Separar y marginar a una persona o a un grupo de personas por motivos sociales, políticos o culturales”. Sin paños calientes: no le dejan estar, aprender, jugar, ser parte… de su clase, y por ende, de su barrio y su comunidad. Llamarlo de otro modo es no asumir la crudeza de lo que hemos normalizado en las escuelas.
Entonces, Rubén deja de acudir a su escuela porque la familia reclama, administrativa y judicialmente lo que legal y moralmente le corresponde: el derecho a la educación inclusiva, reconocido en España al ratificar la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) en el año 2008. Casi que podría calificarse a esta familia de visionaria: Helen Clark, en 2020 afirmaba en el Informe de Seguimiento de la Educación en el Mundo de la UNESCO: “Debatir acerca de los beneficios de la educación inclusiva puede ser equivalente a debatir acerca de los beneficios de la abolición de la esclavitud o del apartheid”. Se trata, entonces, de otro apartheid, aún asumido como lógico en la sociedad actual, y que tiene lugar en el terreno de las escuelas y con la infancia más vulnerable. Sin embargo, esta familia y otras miles, tienen que bregar cotidianamente con ese debate: que si perjudica a los demás —cosa que no es cierta—, que si es lo mejor para el niño o la niña —algo que tropieza con la literatura científica—, que si no estamos preparados… El debate de verdad, en todo caso, sería otro: ¿De quién y para quién es la escuela pública?
Y esta familia se paró en seco. Decidió ir a los tribunales y no acatar el imperativo de la segregación. Esto les costó hasta una imputación por abandono de la Fiscalía de Menores. Es algo increíble, pero muchas personas lo piensan así: es que la familia no llevaba al niño al colegio. Como cuando se asumía que el maltrato de las mujeres venía condicionado por lo que habrían hecho ellas. Pues a eso se enfrentaban: una familia que lucha por el derecho reconocido a la educación inclusiva de su hijo, y la Fiscalía pretende quitarle la custodia a los padres y posible pena de cárcel. Una abuela decía hace poco, tras participar en una charla acerca de la conquista del derecho a la educación inclusiva:
“Lo veo difícil, porque es como el feminismo… Que todavía tenemos en la cabeza el…
—Oye, prepárale el biberón.
—Digo, mira, y le dice ‘Prepárale el biberón’ y ella ahí sentada.
Todavía tenemos todas estas cosas en la cabeza, y con esto parece que es lo mismo.”
Se trata de un cambio muy complejo, porque supone una transformación de nuestros esquemas más profundos. Y un cambio que es una amenaza al sistema, hasta el punto de que la Fiscalía atacase a una familia como esta. Y ciertamente era una gran amenaza al statu quo, porque hacía temblar las prácticas más asumidas en las escuelas. No se trata de un caso excepcional. La derivación a modalidades de escolarización segregadas es algo habitual en nuestro sistema educativo, y en estos momentos hay un escandaloso aumento.
En 2020, el Comité de la ONU dio la razón a la familia, la que le habían negado los tribunales de León, de Castilla y León, el Constitucional y Estrasburgo, en un dictamen pionero en el mundo, en el que se condenaba al Estado por vulnerar el derecho a la educación inclusiva de Rubén. Y sin embargo, el periplo ha seguido siendo insoportable para la familia y vergonzante para el resto: el Estado no asumió su responsabilidad, y la Audiencia Nacional negó la compensación a Rubén.
Pero una sentencia importante se hizo pública el pasado 20 diciembre. Así lo vivió la familia.
Cuando al fin el derecho se impone a la sinrazón
Por fin, después de 14 años de lucha y resistencia en la defensa del derecho a la educación inclusiva, conseguimos esta sentencia tan deseada del Tribunal Supremo que tanto nos ha costado lograr y que supone un avance muy importante, ya que crea jurisprudencia, en el reconocimiento y valor de los Derechos Humanos de las personas con diversidad, amparados en la CDPD y la Constitución Española, y da valor a los Dictámenes del Comité de la ONU al reconocer que son vinculantes y de obligado cumplimiento por el Estado Español.
Para nosotros después de este larguísimo, duro y tortuoso camino lleno de dificultades que en muchas ocasiones hemos transitado en soledad, se demuestra que los derechos y la dignidad de Rubén, de nuestros hijos e hijas con diversidad, son innegociables.
Después de muchas batallas administrativas y judiciales perdidas, el Dictamen del Comité de la ONU ha sido el punto de inflexión del que nos sentimos, como familia, especialmente orgullosos pues cuando todo parecía acabado, hice personalmente una denuncia pionera en la que nadie creía al Comité de la ONU que ha sido la piedra angular de este favorable desenlace.
Como personas y sociedad el silencio, el miedo y la soledad nos mata solos, con miedo y en silencio…
Nadie dijo que fuera sencillo, pues incluso llegamos a sufrir la imputación de un delito penal de abandono de familia, pero el camino, ahora sí, es un poco más fácil.
Luchar y resistir siempre para derribar y superar este gran muro de segregación y exclusión educativa y social.
Seguimos… (Alejandro Calleja)
Se trata de un logro para toda la sociedad, a partir de la resistencia de una sola familia. Y aunque se trata de una familia extraordinaria, también se afanan en mostrar que son una familia muy común. Y la escuela —con sus procesos de socialización y educación— aborda esta doble dirección: la de hacernos parte de la sociedad, y la de hacernos diferentes. Lo común y lo diferente necesitan ir de la mano en las instituciones escolares.
En esta historia, la preocupación por Rubén, sus derechos y su dignidad han estado siempre impulsando las acciones de la familia. Pero también lo ha sido la dimensión social de lo que en el caso de esta familia se jugaba: la justicia social no puede dirimirse en lo particular, sino en lo colectivo. Y esta familia lo tuvo siempre claro. La jurisprudencia creada es ya un bien común. Y nos hace ver que sí que tienen importancia nuestras posiciones. Nuestros dictámenes. Nuestros silencios. Pero también nuestras rebeldías, nuestros compromisos con la infancia, nuestras luchas por la justicia, nuestra valoración de lo educativo como forma de reconstruir la vida, la cultura y nuestras relaciones.
El recorrido desarrollado por Rubén y su familia a lo largo de los últimos 14 años parece alcanzar su fin. Todo hace pensar que tendrá un final de reparación y reconocimiento, y que aunque es imposible devolverle a Rubén lo que se le robó, el sufrimiento no habrá sido en vano. Sin embargo, lo más grande ya ha ocurrido: la unión de muchas personas —estudiantes, profesionales, familias y otros agentes educativos— en torno a Rubén y a otros chicos y chicas que son sutil o veladamente “invitados” a abandonar sus aulas para ser escolarizados en contextos segregados. O que son ignorados, abandonados, maltratados e invisibilizados en las aulas comunes. Que no pueden aprender en ellas y que no se sienten parte del grupo humano que las compone. Y en esa unión, las personas pasan a ser parte de un colectivo —como el que piensa que Quererla es crearla—, a socializarse en una nueva forma de entender la sociedad y la escuela, así como nuestras relaciones en ellas, porque el colectivo tiene memoria. Esa que está hecha con historias de personas, como la de Rubén y su familia. Y entonces, el final de una historia se convierte en un nuevo comienzo para otras. Un comienzo que parte ya de otro lugar, porque se ha creado lo común. Un comienzo con memoria.