En uno de sus imprescindibles textos sobre la relación de la infancia con la literatura (La gran ocasión. La escuela como sociedad de lectura) nos dice Graciela Montes que no existen los analfabetos de significación. Todas las personas somos constructoras de sentido a través de los indicios que vamos captando en nuestro día a día, sean estos de índole visual, auditiva, táctil, olfativa… No existe persona en el mundo que no dote de su propio sentido a aquello que la rodea. No existe un ser humano que no lea el mundo. Ni tampoco existe persona en el mundo a quien no le guste que le cuenten historias de una forma u otra. Pero es que, además, si nos dan la palabra, todos y todas podemos, queremos y debemos sentirnos, aunque solo sea por un rato, los dueños del cuento. Al fin y al cabo, ¿quién no quiere ser el dueño o la dueña del cuento? ¿Quién no querría poder contar su historia?
En su delicioso ensayo Leer el mundo, Michélle Petit nos recuerda que todos los seres humanos tenemos un relato oculto en nuestro interior y, probablemente, ninguna otra historia nos interesa más en toda nuestra existencia. Por eso dedicamos buena parte de nuestra vida a descubrirlo. Sucede, sin embargo, que para algunas personas este proceso está repleto de obstáculos o que, cuando lo consiguen, el resto de la humanidad se niega a escucharlo. Desde hace años, miles de personas trabajan para tratar de visibilizar estas barreras y acompañar a unas y otros a la hora de derribarlas.
Porque todo, absolutamente todo en esta vida gira alrededor de historias y, si hablamos de diversidad, hablamos casi siempre de historias que hacen historia. Las grandes pequeñas cosas que construyen el día a día, la vida de una persona, la historia de la humanidad. Cosas que no suelen aparecer en los medios de comunicación, ni en los libros de texto, pero que ocurren a diario en lugares en los que las personas trabajan pensando en las personas. Historias que merecen ser contadas y escuchadas.
Mi hija es una persona con diversidad funcional y su forma diversa de estar en el mundo incluye dentro de sus particularidades una especial sensibilidad
En el bosque
Para abrir una pequeña ventana por la que cualquiera se pueda asomar a este proceso, no se me ocurre mejor fórmula que… ¡claro! Contaros una historia. Como todas las buenas historias comienza un día cualquiera en el que todo parece pequeño, cotidiano, puede que hasta insignificante. Mi hija mayor, Sabela, (ahora mismo una adolescente de 14 años) da muestras de un nerviosismo cuyo origen yo desconozco (no, no poseo la llave mágica que descifra los pensamientos y emociones de mis hijos por muy madre suya que sea) un bosque ha surgido en su habitación sin que un jardinero haya plantado semilla alguna. Mi hija es una persona con diversidad funcional y su forma diversa de estar en el mundo incluye dentro de sus particularidades una especial sensibilidad, la dificultad para identificar el origen de su malestar y las formas alternativas de comunicárselo al mundo.
Es así como nos hemos perdido en numerosas ocasiones en un bosque al que no habíamos pedido llegar y en el que, a veces, el entramado ramaje no permite a quien nos rodea ver lo que habita en su corazón. Gritos o ecolalias pueden ser la aparatosa manifestación externa de un pequeño crack en su interior. Ruido que suele ocultar esa historia, en lugar de iluminarla.
Pero, volviendo a ese día, a esa parte concreta de nuestra historia, inicio los rituales habituales para intentar que las piezas vuelvan a encajar, a veces con un cierto éxito y, en otras ocasiones, con el resultado final de un escenario todavía más catastrófico del inicial, con cientos de piezas desparramadas por doquier. Claro que, de vez en cuando, abandono los rituales básicos si no funcionan y recuerdo que Sabela y yo llevamos siempre con nosotras la cesta para la abuela. Esa con miel, un pastel o puede que un poco de mantequilla… ¿o no? Fíjate bien porque tú la llevas siempre contigo también y no siempre contiene los mismos ingredientes.
Todos los seres humanos, yo incluida, estamos equipados con nuestra propia cesta de historias que nos acompañan, que nos llenan los bolsillos cuando nos adentramos en el bosque, que nos dotan de herramientas para salvar sus peligros. Tan solo tenemos que ser capaces de percatarnos de ello y de acompañar a quien necesite derribar más muros para alcanzar su cesta, construir y contar su propia historia para que lo consigan.
La literatura, en particular y el arte, en general, son senderos que deben ser habitados por todos los seres humanos
Pero volvamos a esta historia, que no es, desde luego, la mía, ni siquiera totalmente la de mi hija y al mismo tiempo lo es y por eso mismo es también la nuestra, la de todas y todos. Como los relatos de tantas personas que se recogen en el apartado “Hilando vidas” de la web de Quererla es crearla. Historias de la vida personal y colectiva que nos permiten rediseñar identidades heridas. Porque ese día en el que conseguimos salir del bosque de la mano de las historias, de la narración oral, de la música, de algo que podríamos llamar cuentos fue tan solo uno más de los muchos en los que miles de personas lo consiguen en todo el mundo. Y porque esos caminos deben ser siempre transitados por todos los ciudadanos y ciudadanas que habitamos este planeta, sea cual sea su condición.
La literatura, en particular y el arte, en general, son senderos que deben ser habitados por todos los seres humanos. Y no, no hablo de facilitar el acceso a la lectoescritura, únicamente (que también) y muchísimo menos de acercar a la infancia textos con una intención exclusivamente utilitaria, sino de permitirles ejercer plenamente su derecho a acceder a la literatura en todas sus múltiples dimensiones, de mostrarles el claro en el bosque en el que pueden hacerse dueñas/os de su voz y estar dispuestos/as a escucharla.
El acceso a las historias y a la literatura, en particular, y al arte, en general, nos ayuda no solo a desenmarañar caminos, sino a colocarnos en una mirada realmente inclusiva. Un cuento más para ilustrarlo:
Hace unas semanas acudimos al centro educativo en el que mi hija estudió durante nueve años (ahora acude a un instituto de educación secundaria) para participar en un taller familiar con su hermano. A su llegada al centro se acercó a ella una profesora de Inglés que le había dado clases tanto en infantil como en primaria. A priori, Sabela no pareció interesarse especialmente por ella. Apenas respondió a su cariñoso saludo y siguió a “lo suyo”.
Un poco más tarde, las familias participantes en el taller nos trasladamos desde la biblioteca hasta un aula para realizar la actividad. Fue al entrar allí, en uno de esos espacios que durante tantos años compartió con ella, cuando mi hija nos hizo saber a todos el estrecho lazo que seguía uniéndola a aquella profesora. En cuanto nos sentamos, Sabela se lanzó a entonar en inglés y con una afinación perfecta la canción de bienvenida que le había dedicado a su profesora todos y cada uno de esos días de cole. Esos que parecen, tan solo, nada más y nada menos, que un día más.
Todas las historias merecen ser contadas y todos y todas necesitamos ser los dueños de nuestro cuento, al menos durante un ratito. A veces, puede que nuestro camino sea la música, otras, quizá la literatura, o la pintura, la escritura, el teatro, las matemáticas, la geología… Sea cual sea, solo hay una forma de permitir que todas las personas cuenten su historia: darles la palabra y escucharlas con respeto e interés, tal y como merecen ser escuchados los mejores cuentos. Todos los “érase una vez” del mundo, los que han sido, los que serán, los que podrían haber sido y los que podemos ayudar a que sean.
Como dice Carlos Skliar, “no se trata de dar voz a los que no la tienen, es callarse para poder escucharla”.