En la mesa del 2021, en la que algunos de ellos se enfrentaban por primera vez a un acto público, se vivieron unos momentos que no dejaron indiferente a nadie. Los que tuvimos la oportunidad de vivirlo –el video de aquellos momentos se puede consultar aquí– pudimos escuchar de primera mano por boca de los verdaderos protagonistas, unos testimonios llenos de realidad. Una realidad dura, que los estudiantes describieron a través de sus vivencias. Sus experiencias están colmadas de llamadas de atención a toda la sociedad en general, ya que ponen el foco de manera directa y enfática, sobre un sistema educativo que no termina de funcionar bien, que por muchos cambios legislativos que se están produciendo en los últimos años, los principios siguen quedándose sobre un papel y no se llevan a la práctica en las aulas y en los centros. Este mal funcionamiento del sistema es grave y preocupante, porque estamos hablando de que su estructura, cultura y prácticas producen un daño irreparable, que por desgracia están sufriendo los más vulnerables, precisamente por no tenerlos en cuenta.
Un aspecto que me gustaría resaltar es que desde el minuto uno de que comenzaran con su intervención, tuve una sensación extraña. Sentía que estaba presenciando un acto “extraordinario”, cuando realmente escuchar a los estudiantes debería ser el punto de partida de cualquier práctica educativa, por lo tanto, debería ser algo “cotidiano”. La excepción verdaderamente venía del hecho de que realmente las críticas al sistema educativo partían de un grupo de estudiantes que sistemáticamente ha sido ignorado, ninguneado y silenciado durante años.
De cada una de sus intervenciones, se me han quedado grabadas a fuego varias frases, que me retumban como ecos, ya que ponen al descubierto la necesidad urgente de no seguir anulando y silenciando estos testimonios, porque nunca podemos hablar de educación, si hay niños y niñas que viven a diario ciertas situaciones excluyentes y discriminatorias que les hacen sentir lo siguiente:
Antón contaba: “Estaba solo”, “me trataban como si fuera un fantasma”, “en E.F, teníamos que trabajar por grupos y aun así me dejaban solo”, “lo que sentía no era bueno”.
Jorge: “Los profesores no me trataban como a un niño normal”; “me adaptaban los trabajos de manera que yo no los entendía”.
Leo: “Estas ahí porque estás ahí”, “pasaba las clases aburrido”.
Zulaica: “No solo no lo decía aparte, te lo decía delante de tantos niños que me hacía sentir como una hormiguita, tan pequeñita”, “si eres tonta no es mi culpa, entonces los niños se reían”.
Indira: – “Aniceto (uno de sus docentes) sí me hacía caso”.
Con simples frases pudimos captar tanto dolor, tanta injusticia, tanta incomprensión, porque esas palabras eran un resumen perfecto de la indiferencia, de la soledad a la que todos realmente sometemos a los estudiantes en las aulas. Y digo todos porque el sistema es algo que formamos todos y todas, y ser cómplices nos hace formar parte de este crimen educativo.
Lo más alarmante de todo, es que no hablamos de situaciones puntuales. Duele tomar conciencia de que todas esas palabras y sentimientos, los podemos trasladar a multitud de contextos y a muchos niños y niñas de todos los centros escolares de nuestro país, e incluso más allá de nuestras fronteras. Sentirse solo, aburrido, pequeñito, ignorado… son sentimientos que no deberían producirse en la escuela, un lugar supuestamente diseñado para que todos aprendan, compartan y vivan experiencias. Por eso tengo que resaltar la excepcionalidad (por primera vez se les escuchó, en un contexto educativo que pretende mejorar la educación) y la grandeza de lo vivido aquella tarde. Sentir de golpe y sin previo aviso ese bofetón de realidad dura y cruel que estamos permitiendo, fue abrumador. Es necesario que se conozca que esto está ocurriendo y que no debemos de permanecer impasibles si realmente queremos formar parte de una sociedad justa e igualitaria.
Un aspecto que trataron y que me resulta de suma importancia, es el tema de la necesidad que tienen de poder expresarse y de ser escuchados. Antón reclamaba tiempo de convivencia, espacio donde poner en común inquietudes, sentimientos, añoranzas. Para él sería ideal tener asambleas donde todo el alumnado pudiera participar. Pero una vez más tenemos el gran obstáculo del tiempo. Tomamos esta necesidad de los estudiantes como tiempo perdido, cuando realmente lo que ocurre es que se piensa que no es un tiempo productivo. Creo que esta creencia está lejos de la realidad, porque si realmente queremos formar a niños y niñas capaces de relacionarse y desenvolverse en la sociedad, yo me pregunto si al dedicarle tiempo a esto, no estaríamos realmente formando a niños competentes, asertivos y empáticos, aspectos tan fundamentales para su desarrollo integral. Me llama mucho la atención cuando veo los horarios de mis hijos, y no se dedica ni una sola hora semanal a las tutorías. Tenemos un curriculum presumiblemente abierto y flexible, pero una vez más pienso que son aspectos teóricos que quedan muy bien sobre un papel, pero que en la práctica los maestros y maestras apenas encuentran margen de maniobra para flexibilizar un aspecto fundamental como el tiempo si realmente queremos proporcionar oportunidades para todo el alumnado. Están sometidos a unos horarios fijos, para poder cumplir con los objetivos y llegar a las metas marcadas y, por supuesto, si algún niño o niña se sale de ese margen de tiempo ya está fuera. Creo que definitivamente, como bien decía Antón, necesitan esos momentos y espacios para conocerse, comprender, exponer y crecer como personas, para tener una convivencia más positiva. Es una condición necesaria y beneficiosa para todos.
No pude dejar de sentirme profundamente conmovida al escuchar sus testimonios, porque los sentía muy cerca de mis vivencias, cerca de mi corazón. Me imaginaba a mi pequeño y a tantos niños y niñas, que realmente no se sienten los protagonistas del proceso de enseñanza-aprendizaje, porque no se lo permiten. Están a merced de las decisiones de otros. Esto es algo inaudito desde mi punto de vista, porque educar sin tener en cuenta a los educandos no tiene sentido, por eso creo que eso no es educación.
En el segundo encuentro, apenas tres años después, la representación de estudiantes nos volvió a dar una lección de cómo utilizar todo ese dolor, impotencia y rabia vivida, para encauzarla y abrir un camino donde están construyendo la realidad que siempre les fue negada. Pusieron de manifiesto el trabajo que están realizando en común, entre los que está esa guía de estudiantes para estudiantes (“Cómo hacer inclusiva tu escuela”), o todas esas aportaciones tan valiosas en congresos, jornadas y formaciones por todo el territorio español e internacional donde por fin son escuchados. Son el ejemplo de cómo un colectivo es capaz de articularse para construir en este caso, esa escuela que tanto nos urge crear, con verdaderos espacios participativos, de aprendizajes, de colaboración, apoyo y convivencia para todos y todas sin excepción.
Esto precisamente es lo que tenemos que hacer las familias. Es nuestro compromiso porque se lo debemos a ellos, los niños y niñas que deben ser el centro de todo el proceso educativo; para que eso ocurra, necesitamos que a las familias también se nos tenga en cuenta. Tenemos que contagiar al resto de familias para que, juntas, construyamos inclusión, asumiendo nuestra responsabilidad en este camino, donde la única manera para avanzar es actuar y echar a andar.
Al igual que hace 3 años lo hicieron otras familias, en esta ocasión también hemos vuelto a tener la oportunidad de participar para seguir intentando visibilizar y exponer la realidad escolar a través de nuestras experiencias y sentimientos como madres. Creemos que una de nuestras misiones es provocar en la sociedad en general, normalmente ajena al dolor y sufrimiento descritos por los estudiantes anteriormente, ese cuestionamiento necesario que implique aceptar que todos y todas somos responsables de que esta situación se esté perpetuando en el tiempo. Cuando las familias exponemos situaciones que vulneran los derechos de nuestros hijos podemos comprobar cómo la respuesta del resto suele ser acompañar en la emoción, es decir, pueden sentir tristeza o rabia, pero rara vez suelen acompañar para construir otras alternativas que no supongan tanto daño y discriminación. En ese cometido, siempre estamos solas. Está normalizado que haya personas a las que les “toque” vivir esas realidades tan crueles, porque asumimos que se trata de una cuestión personal e individual, y no colectiva.
Esta visión se manifiesta de manera muy contundente en el movimiento por la inclusión de determinados colectivos, a diferencia de lo que pudiera ocurrir con otros movimientos sociales. Debatir, buscar soluciones y medidas en común, es algo habitual cuando tratamos, por ejemplo, el racismo o el sexismo. Sin embargo, cuando ponemos sobre la mesa la discriminación por discapacidad, existe mucho menos consenso y consciencia de la implicación que realmente cada uno tenemos.
Esto es así porque son muchos los centros que aceptan la segregación y exclusión de estudiantes al considerar que tienen un déficit sensorial, intelectual o físico. Es más que evidente, por tanto, la discriminación institucional hacia nuestros hijos que son etiquetados con dificultades de aprendizaje. Esto es aceptado por la propia institución y como consecuencia, trasladado a otros contextos, fuera de ese ámbito educativo. Una de nuestras principales demandas es esa precisamente, que no se ponga el foco en nuestros hijos e hijas, sino que se analicen las barreras o situaciones que les están impidiendo acceder a los aprendizajes, y a una convivencia y participación real y efectiva.
El movimiento que está generando todas las personas que formamos parte de Quererla es Crearla, quiere y necesita impulsar transformaciones. Para ello, necesitamos provocar impacto en la manera de entender y aceptar todo lo que ocurre a nuestro alrededor en relación con las diferencias en la escuela, para que nadie se quede fuera.
Es muy peligroso y destructivo que se siga equiparando diferencia con inferioridad, porque no estamos respetando la propia identidad como persona, no les estamos dejando ser. No hay nada que más daño pueda hacerle a una madre: que a su hijo o hija no le permitan ser. Nuestros hijos no son un informe, no son un diagnóstico. La esencia y naturaleza de cada uno de ellos es maravillosa y no nos cansaremos de luchar para que se respeten sus identidades, sin comparaciones. No podemos seguir aceptando que se imponga una visión reparadora como si nuestros hijos estuvieran defectuosos. Suena duro y cruel, pero las familias somos muy conscientes de que este pensamiento está arraigado en la sociedad. Por tanto, que aflore la discriminación.
Encuentros como los de Arcos de la Frontera vivido este año, son muy enriquecedores y necesarios porque por fin se escucha la voz de familias, estudiantes y profesionales que en su práctica diaria demuestran que es posible y urgente construir otras alternativas. No hablamos de teorías lejanas y plasmadas negro sobre blanco. Hablamos de prácticas reales y efectivas, que con voluntad y determinación se están desarrollando en muchos puntos de España. Los estudios e investigaciones están ahí, los aspectos legislativos y jurídicos también. Las ganas y la voluntad de muchos también. Por lo tanto, solo nos queda articularnos de verdad para transitar por el mismo camino, construyendo y transformando juntos. Es nuestro deber, porque se lo debemos a nuestros hijos e hijas, y a tantos estudiantes a los que verdaderamente no se les tiene en cuenta. Las consecuencias, como hemos descrito, son devastadoras. Sabemos que el fantasma de la falta de recursos asoma de manera recurrente, sirviendo de escudo que impide ver más allá.
Luchemos por más inversión, porque es evidente su necesidad, pero centrémonos en lo que está en nuestra mano hacer y transformar, que no es poco. Los recursos son un factor más, pero la inclusión es un proceso tan complejo y global que implica mucho más, y es precisamente es ese “mucho más” donde tenemos más posibilidad de actuar.
Me gustaría acabar con una reflexión del pedagogo Nicholas Murray Butler: “En realidad hay tres tipos de personas: las que hacen que las cosas pasen; las que miran las cosas pasar y las que se preguntan qué pasó.” ¿Quiénes queremos ser?