En los últimos días, el asunto del Pacto ha vuelto a surgir en la prensa tomando un derrotero tramposo, acorde con la agenda de quienes nos gobiernan. Su interés por generar opinión se ha centrado ahora en los profesores, en “los mejores profesores” – les gusta decir-, concepto para el cual la prensa -su prensa- se ha puesto manos a la obra. Un concepto en promoción que arrastra, de un solo golpe, toda una ideología. “Los mejores profesores” como promesa ilusionante. La pieza clave del sistema. Líder en el cambio que la nueva escuela reclama, convenientemente propulsado si se lo coloca en la tesitura adecuada: la que se forja sobre “una carrera profesional vinculada a incentivos económicos”. El giro radical. El trasvase de elementos a una lógica empresarial, que optimiza y rentabiliza recursos exigiendo resultados académicos. Que pone a competir al alumnado y a los centros. Que reduce el cometido de estudiantes, profesores y centros a la mera supervivencia. Un sistema alimentado por la exclusión. Que promueve, en resumidas cuentas, un cambio de paradigma en la educación al consagrar la competitividad como elemento organizador de un régimen de jerarquías.
La idea de “los mejores profesores”, y lo que hay detrás de ella, es una novedad inspirada en la sociedad del espectáculo que niega lo obvio: que los mejores profesores (y profesoras), de existir, están ya en la escuela o intentan, a través de oposición, entrar en ella. De manera que ese afán de señalamiento con el que nace tal afirmación encierra una sugerencia del todo falsa: que aquello a lo que han llamado “mejor profesor” está en cualquier parte menos en la escuela pública. Resulta especialmente ofensivo que hablen de “excelencia” en el profesorado quienes, en la Comunidad de Madrid, y por tomar un dato, dejaron sin formación a 36.200 docentes desde 2014.
Si hiciéramos el esfuerzo de tomarnos en serio su idea de “los mejores profesores”, podríamos preguntarnos de qué extramundo ajeno a toda realidad van a ser captados. Porque nada mejor para invisibilizar las condiciones determinantes del desempeño docente (ratios, apoyos, contexto social, diversidad del alumnado) que recurrir a la fórmula mágica de los mejores profesores y, por qué no, de los mejores profesores del mundo. Anhelados, ilusorios y desligados de todo contexto. Podríamos preguntarnos también si el potencial de quienes se dedican a educar se basa en la suma de genialidades surgidas por generación espontánea o en la existencia de una red de financiación, apoyo y formación que permita a dichos profesionales investigar y trabajar en las condiciones que se merecen.
Resulta una obviedad considerar a los profesores y profesoras una pieza fundamental de la enseñanza, esto no es discutible. Pero centrar un debate nacional poniéndolos a ellos en el punto de mira tiene toda la intención de pasar por alto los salvajes recortes que les impiden desempeñar su oficio dignamente. Sin la demanda de unos presupuestos que lo permitan, el debate que se haga sobre nuestra educación partirá de una abstracción engañosa e inaprehensible. Justo el tipo de quimera que permite que un discurso falaz se desenvuelva a sus anchas.
Cuál debe ser la formación del profesorado, qué debe enseñar y con qué finalidad hacerlo, es una cuestión no menos urgente. Esta ha sido sustraída del debate actual por quienes no sienten la urgencia de revisar currículos ni prácticas educativas. Mientras tanto, el mundo se resiente más allá de los muros de la escuela y clama por una educación sensible a él, a su presente y a su incierto futuro, que albergue como principal aspiración asumir su cuidado. Y una escuela obsesionada por el ranking individual, incluido el del mejor profesor, no encontrará el modo ni el momento de hacerlo.
Rosa Linares es profesora de Educación Secundaria y miembro de Yo Estudié en la Pública.