«El curriculum es lugar, espacio, territorio. El currículum es relación de poder. El currículum es trayectoria, viaje, recorrido. El currículum es autobiografía, nuestra vida, currículum vitae. En el currículum se forja nuestra identidad. El currículum es texto, discurso, documento. El currículum es documento de identidad». (Tadeu da Silva, 2001, Espacios de identidad: nuevas visiones sobre el curriculum p. 187)
No hay debate sobre el curriculum. Como si el asunto fuera una cuestión técnica, de expertos, que no nos atañe como docentes, padres, madres, ciudadanos. Las reformas curriculares que se han ido sucediendo, todas superficiales, han acudido a intereses corporativos y disciplinares: más de esto, menos de aquello.
Sin embargo, como dice Tadeu da Silva, el curriculum define nuestro camino por el conocimiento y forja nuestra identidad. No es una cuestión banal, y menos todavía puramente técnica. Es una cuestión política, sometida a los intereses distintos y enfrentados de culturas y grupos sociales. Quién decide el curriulum, cómo se decide y diseña, qué lo regula y concreta, son preguntas que deberíamos hacernos cuando cada día al abrir la puerta del aula, iniciamos un tema, una lección, un proyecto o actividad curricular. (En mis clases del grado de Educación Social esta era una pregunta que iniciaba el primer proyecto de investigación del curso: ¿quién y cuándo se «invento» esta asignatura? ¿Cómo se decidió su contenido?).
A pesar del autismo o la ignorancia de las administraciones educativas encargadas de regular el currículo, las tradiciones de renovación pedagógica vienen plateándole problemas desde hace mucho tiempo. Recuperaré y actualizaré algunos, a modo de síntesis de lo que pudiera ser un guión para el debate político.
En primer lugar, una propuesta radicalmente freinetiana: las relaciones entre el curriculo y la vida. Decía Freinet que la pedagogía escolástica separa la enseñanza de la experiencia vital, ignorando o despreciando lo que a cada uno nos pasa e ignorando como cada uno interpretamos lo que nos pasa. Si la educación es un derecho, en el periodo de escolarización obligatoria el curriculum debería ser el instrumento que nos permite crecer como seres humanos que van desarrollando su capacidad para interpretar críticamente la experiencia vital. Freire llamaba alfabetización al aprendizaje de la lectura crítica de la realidad.
Lo que aprendemos en la escuela debería ser una herramienta analítica para descifrar discursos: quién habla, de qué habla, para qué, a quién le interesa, qué hay detrás, qué se oculta, que prácticas regula, qué prácticas impide… Saber que las monocotiledóneas son una clase de plantas angiospermas de hojas con nervios longitudinales, cuyo embrión tiene un solo cotiledón, como el lirio, la orquídea o la palmera, puede ser importante en sí mismo, con Freinet o sin el. Pero la cuestión aquí es si esa clasificación botánica de las plantas y el modo en que se estructura y presenta para su aprendizaje acerca al niño o a la niña a una comprensión global, compleja y científica de la relación entre su vida y la Naturaleza. Porque ese es el mandato educativo y su derecho humano: que el saber de las ciencias naturales (en este caso) le ayude en su desarrollo integral como persona.
Una segunda cuestión problemática tiene que ver con la fragmentación disciplinar. Venimos de una tradición que sitúa el concepto de capital cultural o crecimiento educativo y cultural en la acumulación de contenidos de aprendizaje, que delimita o define la Academia en su tradicional división disciplinar: las asignaturas o materias del curriculum escolar. Acumular conocimiento significaba y significa para esta tradición superar con éxito los exámenes o pruebas que medían el conocimiento acumulado. Es cierto que cada disciplina tiene una especificidad conceptual y metodológica, que proporciona un lenguaje propio con el que leer la realidad.
Recuerdo ahora a Bruner que en 1960 ya pedía identificar los principios o conceptos básicos que estructuran una disciplina. Sin despreciar estas ideas elementales de la Didáctica -no hay aprendizaje sin contenido, y cada contenido tiene una estructura específica (conceptual, procedimental…)- la cuestión es si el modo de trabajar esto en al escuela tiene que ser el mismo con el que trabaja, investiga y se especializa la Academia en un determinado campo de conocimiento.
Mi criterio, bueno, y el de Edgar Morin, entre otros autores, es que el crecimiento humano es dialógico y que la escuela debe facilitar en el diálogo inter y multidisciplinar esa posibilidad de crecimiento dialógico, que no enfrenta sino que complementa y pone en relación saberes. Y una de las aportaciones mas sugerentes de Morín es precisamente que es la dificultad de explicar la que reclama un pensamiento complejo que abra diferentes puertas y busque en el diálogo entre saberes diversos la posibilidad de acercamiento a una comprensión siempre compleja de la realidad. Obviamente, una idea como esta se aleja bastante del actual modelo curricular donde tiempos, espacios, disciplinas y tareas se fragmentan y separan exageradamente impidiendo cualquier tipo de diálogo y pensamiento complejo.
La tercera cuestión problemática tiene que ver con la concreción de ese modelo curricular disciplinar en el libro de texto. Aunque algunas administraciones educativas estén por su gratuidad y pretendan hacer pasar la medida como progresista, deberíamos preguntarnos qué hay detrás de lo que aparece a simple vista como un «recurso» para la enseñanza. El libro de texto, cualquier libro de texto concreta una teoría pedagógica y las concreciones curriculares y didácticas de esa teoría.
Muchas teorías pedagógicas de la Escuela Nueva, por ejemplo, rechazan de plano el libro de texto. También detrás del libro de texto hay una correspondiente teoría del trabajo docente, de la formación y el conocimiento práctico del docente. Con el libro el profesorado «aplica» un modelo didáctico que no ha creado y al que tampoco le han enseñando a analizar. Es curioso que siendo su herramienta de trabajo fundamental, no existan en la formación inicial materias específicas para su análisis y diseño. Y me pregunto si entre las ofertas de formación permanente de las Administraciones o de los sindicatos hay alguna dedicada específicamente a este análisis.
Pero también el libro de texto es un discurso, un modo de poner en relación lenguajes y prácticas institucionales, que hacen que las percepciones ideologizadas de la experiencia social de la enseñanza, se conviertan en algo natural. De modo que acabamos naturalizando y asumiendo como nuestras lo que no son más que imposiciones de un modelo hegemónico de entender las relaciones de los sujetos con el conocimiento en el interior de las instituciones educativas.
El libro de texto -en el supuesto de que esté bien elaborado-, resulta una coherente concreción de una pedagogía nacida en los monasterios de la Edad Media, institucionalizada por las órdenes religiosas de los jesuitas y salesianos, principalmente, y universalizada con el desarrollo del capitalismo, las revoluciones burguesas y la creación de los estados nacionales. Utilicé anteriormente el término “pedagogía escolástica”, también como homenaje a Celestin Freinet, que así gustaba de nombrar a esta pedagogía en sus sencillos pero contundentes escritos.
Como quedó señalado, una característica central de este modelo pedagógico es la separación entre la experiencia del sujeto y el conocimiento que se quiere construir. Otra, también fundamental: la separación entre la vida social y cultural del sujeto y la experiencia institucional de la escuela. La totalidad de lo que debe ser pensado y debe ser aprendido en la escuela gira dentro en un círculo cerrado. El saber escolar se presenta pre-elaborado según el código curricular hegemónico de la fragmentación disciplinar. En ese modelo de catequesis es necesario un recurso que compendie el resumen de lo importante, a menudo en forma de preguntas y respuestas. El libro de texto es el catecismo de la pedagogía escolástica. En ningún caso debería entenderse como progresista subvencionar, reforzándolo, este modelo pedagógico.
Finalmente, otra cuestión problemática es la actual obsesión por definir el curriculum y su evaluación en términos de estándares de competencias. Se nos dice que un mundo globalizado exige de la educación estándares globales frente a tradiciones locales. Que capitalizar culturalmente un país significa dotar a los estudiantes de una alfabetización científica basada en competencias dirigidas a la comprensión científica de conceptos y procesos así como a su aplicación en diferentes campos de la experiencia cotidiana. Bueno, este es el discurso PISA, en su mejor versión, al que se vienen apuntando informes y expertos de diferente condición.
Quizá valga la pena correr un poco menos para valorar mejor las consecuencias que, para el proyecto educativo de un país, tienen discursos tan aparentemente lógicos o indiscutibles. Porque la que se nos está viniendo encima, creo yo, es una potente y radical transformación del sentido profundo de la educación.
Como he señalado, venimos de una tradición que sitúa el concepto de capital cultural o crecimiento educativo y cultural en la acumulación de contenidos de aprendizaje, que delimita o define la Academia en su tradicional división disciplinar: las asignaturas o materias del curriculum escolar. Acumular conocimiento significaba y significa para esta tradición superar con éxito los exámenes o pruebas que medían el conocimiento acumulado. Frente a esta tradición lo que los nuevos discursos vienen a plantear es que la educación hoy consiste en desarrollar y entrenarnos en las competencias con las que se adquiere capital humano. Este es un cambio muy significativo: frente al debate sobre lo básico de cada asignatura, así como qué asignaturas son básicas (¿recuerdan aquellos de las «marías»?) el debate sobre el dominio de competencias que nos doten de capital humano, según estándares que marcan organismos transnacionales como la OECD y otros.
Pero ¿es esta la única posibilidad de cambio? Es cierto que el tradicional enfoque de los contenidos de la educación como acumulación de conocimiento fragmentado en disciplinas tiene poco sentido, si no es el de mantener la vieja estrategia social de utilizar la escuela como doble vía de selección social temprana. Pero ¿nos parece bien que la alternativa sea que instituciones y expertos de organismos transnacionales dirijan la educación de cada pais focalizada en la formación en capital humano? Las instituciones locales (autonómicas o estatales) pueden permanecer en un estado de incertidumbre durante décadas, mientras que se deconstruyen y se van despojando de su legitimidad. Y se va preparado el terreno para un cambio profundo de conformidad con las estructuras de PISA.
Por eso es relevante situar el curriculum en el núcleo del debate político por la educación. Y si no es la propia ciudadanía, las asociaciones sociales y profesionales, de renovación e investigación pedagógica, las que toman en sus manos el debate, los «técnicos» de PISA lo harán por nosotros. Y quizá la pregunta radical, la cuestión fundamental es cómo dar el salto en un modelo curricular basado en el conocimiento como valor de cambio (acumulación de credenciales) a un modelo que toma el conocimiento como valor de uso, que es algo así como preguntarnos por el sentido emancipador que como seres humanos tiene el conocimiento que construir en a escuela.
Jaume Martínez Bonafé. Universitat de València. Foro de Sevilla.