Acabo de sobrevivir a la última fiesta de las Fallas en la ciudad de Valencia. No diré que no sea formidable ocupar la calle, gozar de la música y la gastronomía, disfrutar del ingenio y la creatividad, y bailar alrededor de la hoguera la celebración del inicio de la primavera. La fiesta, toda fiesta, nos convoca a la desinhibición, y nos libera por un rato del tiempo regulado por la producción. Sin embargo, me despierto preocupado de mi última resaca fallera con la pregunta sobre la educación en la ciudad.
Sé que la masificación en la fiesta siempre complica las cosas, pero les cuento un primer escenario. En una gran plaza llena de gente se disfruta de los fuegos artificiales. Al finalizar, se vacía lentamente dejando el suelo repleto de basura. Botellines de plástico, latas de refrescos, bolsas de chucherías varias y, en fin, no me importaría seguir con el listado si sirviera para hacer la vergüenza un poco más vergonzosa todavía. Si quieren un poco de sonido pueden añadir el de las pisadas sobre una enorme alfombra de cortezas de pipas y cacahuetes. Me pregunto, entonces, cómo se vive la ciudad, de quién es la ciudad, cómo nos apropiamos de un espacio y una experiencia urbana y social y la hacemos nuestra. Porque si fuera así, si la ciudad fuera una ciudad vivida, a la que le hemos dado sentido e identidad la propia ciudadanía, entonces haríamos como en nuestra casa, guardar en el bolsillo lo que nos sobra para depositarlo donde corresponda según una educación ecológica y responsable.
Me atrevo a abrir esta reflexión porque no creo que las fallas de Valencia sean un caso aislado. Seguramente ustedes están pensando: «¡Uy! si vinieras a las fiestas de mi pueblo!». Así que la cuestión a debate, si queremos hacerla un poco más compleja, es por un lado, si esa parte o fragmento del curriculum que en la escuela trata los asuntos de la sostenibilidad y el cuidado de lo común está realmente conectada con nuestras prácticas cotidianas. Y, por el otro lado, si la gestión de la ciudad se muestra como un recurso o servicio público o va más allá y, además de espacio urbano, la ciudad es una posibilidad de encuentro social y cultural del que todos y todas nos hacemos partícipes.
La primera parte de la cuestión interroga a la escuela. Quizá la fiesta sea también un modo de desconectar del aprendizaje escolar si este resulta poco significativo. Una escuela implicada en la ciudad y, por tanto en sus fiestas, toma el curriculum como pre-texto para leer de un modo crítico las prácticas sociales en la ciudad. Eso nos diría Freire, con su propuesta alfabetizadora: aprender a leer con ojos críticos aquello que nos afecta y nos provoca. El escenario que les acabo de narrar sería entonces un texto que interpretar.
La segunda parte interroga a la ciudad, a sus políticas y las pedagogías implícitas en sus políticas. No solamente a las políticas más formales o institucionales. Ciertamente, los ayuntamientos gestionan los servicios, pero también un discurso institucional sobre la ciudad. No es lo mismo decir que cuido la ciudad para ti que decir que cuidamos juntos la ciudad porque es nuestra y juntos la pensamos y decidimos. No es lo mismo saberme cliente en una concepción neoliberal de la ciudad que saberme sujeto protagonista de las decisiones que atañe a mi ciudad. En la primera lógica neoliberal no hace falta mucha educación, pago mis impuestos para que limpies lo que ensucio. En la lógica del sujeto político hace falta una pedagogía política que nos enseñe el valor de lo común, el sentido del cuidado de lo público, la capacidad de decidir sobre lo que a todas y todos nos atañe. El tejido social y asociativo que nutre la ciudad debe pensar igualmente sus pedagogías. Las ONG, asociaciones culturales y festivas, sindicales, etc., tienen en la ciudad una pizarra en la que escribir su didáctica crítica.
La ciudad no es sólo una estructura física, un espacio urbano. Es también y fundamentalmente una práctica cultural en la que se desarrolla nuestra experiencia de lo cotidiano conformando nuestra identidad. “… No hablo de la ciudad sino de aquello en lo que a través de ella nos hemos convertido” decía Rainer-María Rilke, en su Diario Florentino. Así, por una parte la escuela deberá incorporar una mirada algo menos cerrada e instrumental sobre la ciudad, para facilitar su analítica discursiva. Y la ciudad deberá pensarse como texto pedagógico pues cada práctica cultural entre sus calles y plazas produce un potente significado.