Espero que, durante las vacaciones, como proponía en la columna de despedida de curso, hayamos seguido el orden “natural” que sugería Samuel Becket y hayamos bailado mucho porque ahora nos toca, no solo pensar, y mucho, sino también actuar. Como muchos de nosotros, acabo de comenzar un nuevo curso sintiendo “mariposas en el estómago”. Y me alegra que así sea. Hace tiempo leí que el gran maestro de actores Kostantin Stanislavsky, ante la preocupación de Marilyn Monroe de no poder evitar el revoloteo de mariposas en su estómago al ponerse delante da una cámara, le había dicho algo como: “Mejor así, el día que no las sientas estarás acabada como actriz”.
Yo también pienso de este modo, que el día que no me inquiete, en el mejor los sentidos, el encuentro con los estudiantes, estaré acaba como profesora. Incluso las pocas veces que he sido responsable del mismo grupo dos años seguidos, hasta el punto que un grupo humano pueda ser el mismo casi tres meses después, me he preguntado ¿Quiénes serán? ¿qué esperarán? ¿cómo voy a conectar de manera productiva con ellos? ¿Les valdrá la pena el tiempo que pasen conmigo? ¿Lograré que vinculen sus intereses con los temas y problemas que configuran este curso? ¿Los miraré a los ojos en el momento que lo necesiten y sentirán mi interés por su aprendizaje en el instante oportuno? ¿Conseguiré vislumbrar sus miedos (y los míos) que los (me) atenazan en las zonas de confort y les (me) impiden ir más allá de lo que sienten (siento) que saben (sé)? En definitiva, ¿qué papel, papeles tengo que representar?
Durante años (siglos) el maestro, el profesor, tenía muy claro su papel. Era el actor principal, el que se había aprendido la obra y lo que se esperaba de él es que la recitase de forma conveniente para que el alumnado pudiese repetir los fragmentos seleccionados en los momentos oportunos. Pero hace tiempo que esa expectativa cambió (¿o no del todo?). De la mano de las distintas ideas, proyectos, teorías e iniciativas orientadas a renovar la educación o/y a encontrar formas más adecuadas de responder a las cambiantes necesidades y finalidades educativas, encontramos distintas formas de entender el papel del profesor.
En estos tránsitos hemos pasado de la figura central del docente a la del estudiante. De la importancia de “trasmitir”, de centrarse en la enseñanza, a la de garantizar el aprendizaje del alumnado e, incluso más, a la conveniencia de conectar con su deseo de aprender, o simplemente dejar fluir su deseo y desarrollo “natural”. De este modo surge la idea, no solo en educación infantil y primaria, del docente “documentalista” de la actividad del alumno en los entornos de enseñanza creados con más o menos ayuda de la industria educativa. En algunos casos con la consigna de nada de “intervención”, acompañamiento, diálogo o reto. Parece que todo eso lo tiene que proporcionar la disposición del entorno y que el éxito del docente, en palabras de María Montessori sería poder decir: «Ahora los niños trabajan como si yo no existiera».
Esto nos adentra como profesores en una tierra ignota en la que tenemos que adoptar papeles y posiciones muy distintas. Ya veis, mucho nos queda por pensar, debatir, decidir y revisar. Porque, si tomamos en consideración el argumento de Gert Biesta de que infantilizar consiste en tomarse uno mismo y sus deseos como el único punto de referencia y crecer en dar al otro un lugar en la propia vida, o el de Philippe Meirieu, de que la finalidad de la educación consiste contribuir a saber estar en el mundo sin ponerse uno mismo como centro del mundo. ¿Cómo podemos estar seguros de que un entorno de aprendizaje proporciona todo ese potencial? En cualquier caso, mi deseo como docente sería encontrar el lugar que permitiese a mis estudiantes algún día escribir o pensar lo que Albert Camus le escribió a su profesor Sr. Germain: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza, no hubiese sucedido nada de esto”.