Después de un interesante pero agotador trabajo de discusión con el resto del claustro y las familias, las maestras consiguen transformar el patio de recreo en un lugar que se aproxime a lo que las niñas y los niños pueden encontrar en sus excursiones por la naturaleza.
Esconden el cemento y las líneas rectas entre objetos diversos obtenidos de su búsqueda en el campo y la montaña. Entre estos objetos hay sabiamente apilados para facilitar el juego y la aventura de las criaturas, un grupo de troncos de árbol. A los pocos días reciben la visita del señor inspector y ellas le acompañan ilusionadas al patio de recreo para mostrar su transformación.
El inspector, sorprendido, las felicita y les dice que ya Pestalozzi, entro otros insignes pedagogos, reclamaba el desarrollo integral de las capacidades del ser humano en contacto y observación de la naturaleza, pero les advierte, no sin cierta preocupación, que aquellos troncos apilados no estaban homologados, y les recomienda, por tanto, comprar troncos homologados (que, por cierto, presupuestaba en unos 6.000€). Las maestras le explican que dedicaron todo un fin de semana para dejarlos bien limpios y lijados y se habían preocupado de que los niños no pudieran lastimarse con ellos. Sí, sí, insiste el inspector, pero no están homologados.
Uno puede entender que el señor inspector, en su vista y consejos, no hiciera más que cumplir con su burocrático trabajo, pero el relato de las maestras me provoca una preocupada reflexión sobre la escuela, sus seguridades y las pedagogías de la homologación. Me pregunto qué pensaría Freinet y con él tantas maestras y maestros que no pueden entender la educación sin el contacto, la exploración y el descubrimiento en la naturaleza.
El cuidado y la atención hacia la infancia han estado siempre presentes entre ese profesorado que toma en sus manos con cariño y responsabilidad la educación integral del ser humano. Pero desde el cuidado y la atención, también la necesidad del riesgo, la aventura, y el reconocimiento de lo imprevisto. Ya es pecado que la escuela tenga que disfrazarse de naturaleza cuando no se debería pensar sin el contacto diario y cotidiano con ella. Pero pedir material didáctico homologado en este tipo de iniciativas es precisamente un síntoma del alejamiento progresivo de la escuela como institución de la vida activa, intensa, plena, en la que el niño y la niña necesitan crecer.
Cuando iniciaba mi formación inicial como maestro, todavía en la dictadura, tuve la suerte de encontrarme con un grupo de escuelas y maestros que hacían cosas muy raras (a juzgar por los apuntes que dictaban y debía memorizar en la Escuela de Magisterio). En aquellas escuelas no se utilizaba el libro de texto, tenían una imprenta para imprimir los creativos e imaginativos textos de los niños y las niñas (y algún clandestino panfleto de los maestros), hacían asambleas, criaban conejos y gallinas, cultivaban un huerto y se pasaban más tiempo fuera que dentro de las cuatro paredes del aula, que por cierto era una especie de museo de las cosas que las criaturas encontraban en su salidas por los campos.
En aquellas pedagogías me formé y a ellas agradezco toda la felicidad que encontré en mi profesión. Ciertamente, ahora me doy cuenta, eran pedagogías arriesgadas, y claro, seguramente hoy poco o nada homologadas. Pero a aquellas pedagogías supuestamente arriesgadas les acompañaba un aprendizaje entrañado, con cuerpos que habitan intensa y vitalmente un espacio que se transforma en educativo porque se hace significativo para cada sujeto. Aunque a veces el cuerpo regrese a casa adornado con alguna tirita.