De nuevo, la cuestión del gobierno de las universidades vuelve a aparecer en la agenda política. En alguna columna anterior he mantenido que este asunto requiere revisión, por lo que no discutiré su importancia. Pero me temo que se aborda muchas veces con notable superficialidad, impidiendo en consecuencia buscar soluciones adecuadas para problemas bien diagnosticados. En 2015 se publicaba un libro que recogía los frutos de un seminario convocado sobre este asunto, cuyo título resultaba muy expresivo: El gobierno de las universidades. Reformas necesarias y tópicos manidos (Climent, V., Michavila, F. y Ripollés, M., eds., Madrid: Tecnos – Universitat Jaume I). En él incluía algunas reflexiones que retomo y reviso aquí.
Desde mi punto de vista, el debate acerca del gobierno de las universidades está estrechamente vinculado a la cuestión de la autonomía universitaria, puesto que la tarea de gobierno queda enmarcada por las características y los límites de esta última. Un documento de trabajo elaborado por la CRUE en 2013 para reflexionar acerca del modelo de universidad y la reforma de la gobernanza es un buen ejemplo de ese enfoque, puesto que dedica sus primeras páginas a presentar un conjunto de indicadores de la gobernanza universitaria, a partir de cuatro dimensiones de la autonomía: financiera, organizativa, académica y de personal. La conclusión sobre la insuficiencia de esta última es contundente: de acuerdo con un estudio realizado por la Asociación Europea de Universidades (EUA), España se sitúa en el lugar 24 entre 28 sistemas universitarios analizados en lo que respecta al grado de autonomía.
La autonomía universitaria es, como resulta bien sabido, un principio recogido en la Constitución española de 1978, si bien su origen y desarrollo se remonta a épocas históricas anteriores. Aunque no han dejado de construirse mitos en torno a dicho principio, en puridad se basa en el reconocimiento de que las universidades han de gozar de un amplio margen de libertad para organizarse por sí mismas y desarrollar su actividad. Como se reconoce en el ámbito del derecho constitucional, el sentido de la autonomía universitaria consiste en garantizar el respeto a la libertad académica, que tiene dos dimensiones: la primera, individual, se traduce en la libertad de cátedra, de investigación y de estudio; la segunda, colectiva e institucional, es la propiamente denominada autonomía universitaria, que garantiza y completa las anteriores.
Así entendida, la autonomía universitaria no es absoluta, sino que está limitada por la responsabilidad (y creo que también el deber) que tienen los poderes públicos de dirigir y coordinar el sistema universitario nacional, orientándolo hacia el logro de objetivos generales. Dicho de otro modo, aunque se trate de un principio con reconocimiento constitucional, la autonomía universitaria tiene algunos límites. En última instancia, se traduce en el amplio margen de libertad que se otorga a las universidades para responsabilizarse del cumplimiento de los objetivos que la sociedad les atribuye y para poner los medios necesarios para alcanzarlos. A su vez, el principio de autonomía se plasma en las diversas dimensiones que antes se han mencionado. En consecuencia, el ejercicio de la autonomía universitaria resulta problemático, puesto que se mueve entre la libertad institucional y la prescripción normativa. Esa tensión ha generado no pocos problemas a lo largo de nuestra historia y también en la actualidad.
Así pues, resulta imposible analizar la cuestión del gobierno de las universidades al margen de este carácter ambivalente de la autonomía universitaria. En efecto, las preguntas inmediatas que se plantean son las de autonomía de quién y para qué. De las respuestas que demos a tales interrogantes derivarán modelos diferentes de gobierno. Si abogamos por la necesidad de otorgar un amplio margen de libertad académica a las universidades, que serían por lo tanto las beneficiarias últimas de la autonomía, tendremos que concluir la necesidad de conceder un espacio importante para la autoorganización de los actores universitarios. Pero si aceptamos también que autonomía no implica independencia absoluta, sino libertad para buscar cómo alcanzar del mejor modo posible los objetivos asignados, tendremos que contemplar la consideración de los intereses externos en el proceso de gobierno, lo que puede traducirse incluso en la participación de algún tipo de representación social en los órganos de gobierno universitario.
No quiero dejar de mencionar que esta última cuestión tiene otras implicaciones importantes. En efecto, cabe preguntarse si la autonomía debe atribuirse solamente al conjunto de la universidad o ha de tener alguna aplicación, aunque sea de orden menor, en las unidades académicas que la constituyen. Dicho de otro modo, se plantea el interrogante de si el gobierno universitario debe contemplar la universidad como una totalidad homogénea o como un conjunto de unidades más o menos heterogéneas. No se trata de un asunto irrelevante, puesto que esta consideración subyace, por ejemplo, en la propuesta de que la universidad elija a su rector, pero que este designe a los decanos o directores de las unidades académicas.
En consecuencia, podríamos acordar de lo dicho hasta aquí que el gobierno de las universidades se sustenta en el buen uso de su autonomía para asegurar el cumplimiento de los objetivos sociales que les han sido asignados. En el caso de las universidades públicas, ese último aspecto cobra si cabe una mayor importancia, puesto que se configuran como instrumentos al servicio de unas metas sociales que desbordan los intereses individuales o meramente institucionales. Como se ve, la cuestión del gobierno de las universidades desborda ampliamente lo que se refiere a la elección del rector y otros órganos de gobierno, pese al morbo que ello pueda suscitar.