París, fin de siglo XIX. El Museo Guggenheim de Bilbao recogía, en un verano agitado que descubre también los veinte años de la obra arquitectónica de Frank Gehry, custodiada por el Puppy de Jeff Koons, los círculos íntimos de los movimientos artísticos guiados por las ideas y paletas de Signac, Redon y Toulouse-Lautrec. La revolución industrial sacude la sociedad francesa y dos hechos traumáticos irrumpen en la vida parisina. Los Lumière impactan a su audiencia con una realidad proyectada y su visión es tecnificada por Georges Méliès, el ilusionista. Al pie de la ilusión técnica, la prensa nace para transmitir los crímenes, los delitos, los accidentes, las tragedias. El cambio social y económico es histérico. Suicida.
Los nenúfares de Monet inaugura la sala 1. La teoría de la percepción del color, de la luz, el cientificismo, se retrata en el divisionismo que encabeza Signac y que salta a palestra en la última Exposición Impresionista de París (1886). Pissarro relata el campo, en el inicio de su abandono industrial, a través de un rebaño de ovejas idílico que se asume como crítica al cambio, a la modernidad que destroza la vida. Seurat se asienta sobre paisajes de barcas en bahías calmadas, mientras Luce, con tonos y trazos más oscuros, densos, se acerca a la ciudad, a la multitud, a las fábricas que tiñen de humo los paisajes claros y quedos de Signac. El neoimpresionismo se descubre en un espacio de confluencia del anarcosocialismo y del anarcocomunismo, como una coincidencia de izquierdas que reflejan al trabajador del olvido. Extinto ¿Una mentira? ¿Una verdad? El reflejo de la luz, como puntos, píxeles, es construido sobre la distancia entre la realidad del lienzo y las calles de París, convulsas. Entre cada punto que conforma la imagen y las crónicas rojas de los diarios. El color da pie para crear la mentira que refleja la realidad. El pincel de Henri-Edmond Cross se satura para hacer emocional su obra, de realidad neoimpresionista.
Más de 100 años después, Bilbao recrea ahora el paso del tiempo y mira con recelo a su pasado industrial, a su ría cubierta de barcos pesados y cargados de metales. El Guggenheim es el escenario de la reconversión, su piedra angular. El renacer de un verde antes cerrado a las pinturas impresionistas, críticas que rememoraban los trabajos manuales, campesinos. ¿Quién mentía sobre la vida? La industria y su desarrollo, condenado por Pissarro y Signac, profetas, como sus compañeros de la sala 3. El Bilbao de fiestas, de su semana grande, de un Bilbao verde, adornado de noria, luces, bingos y txosnas (casetas festivas), grita en letras rojas en un escaparate: “¡Ni dios, ni amo!”. La caseta, que vende a Jesús en trozos –solomillos, muslos, paletillas- bajo el símil de la “carnicería vaticana”, es censurada por la Iglesia y por el juzgado de instrucción número 3. La expresión urbana logra su cometido de salir en todos los medios. Las noticias de París de fin de siglo, transformadas. Ya no como fenómeno de histeria, sino como signo de existencia. Existir. Estar en los medios, en las tertulias. ¿Quién miente? ¿Acaso lo hacen las letras rojas de pintura sobre el mesón de la carnicería? La expresión popular no suele mentir. Como no mintieron los neoimpresionistas, cuya puerta de entrada es el nenúfar, de Monet.
El diálogo se encuentra, en la sala 2, con el simbolismo, ese círculo artístico que se inicia literariamente con Jean Moras en 1886. Su mundo deja de ser el real, el academicista, científico, incapaz de describir los males de la sociedad moderna. El paisaje es ahora psicológico. Reconstruido sobre la verdad hacia una mentira. Aunque parte de la naturaleza como fuente, la verdad, la intención es construir una imagen bella, que llegue al alma, la mentira. El cine marca su impronta en la pintura y Maurice Denis, así como Odilon Redon recurren a la simbología trascendente, a la representación imaginaria ausente de materialismo. Si antes hay profetas no declarados, la sala 3 encuentra a los nabis (profetas, en hebreo), como verdad declarada. La vanguardia cultural y artística retoma a la pintura como crónica social para hacer un frente de batalla. Luchan por sacar el arte de la élite, batalla perdida. La realidad social concentrada en La pequeña lavandera de Pierre Bonnard -¿profeta acaso de la denuncia del trabajo infantil y femenino?- tiene más poder que los relatos crónicos de la prensa. No hay grabados más verídicos que los de Félix Vallotton para denunciar el papel -y el papel escrito- de los diarios de sucesos. Una batalla de verdades. Publicitadas. ¿La prehistoria de la posverdad mediática? La mentira más grande jamás contada. Sin arte.
La mediatización artística-publicitaria se acerca con el cartelismo de Toulouse-Lautrec. Atracción. La ciudad dinámica y creativa en el umbral del siglo XXI entra de lleno en la modernidad. La estampa japonesa influye sobre las líneas y los contornos de encuadres simples, con escasos colores. El arte se pasea en carteles en la calle, y sigue su camino como una crítica que apunta de lleno al arte académico. En las nuevas formas de contar, de narrar una versión del mundo, de un salto de siglo convulso, el arte se convierte en profeta de lo social. El mundo no cambia. En su verdad, la colección Alicia Koplowitz, del Museo de Bellas artes de Bilbao, recupera a Toulouse-Lautrec previo a su cartelización. La lectora (1889) se convierte en el realismo mágico de su profecía.