No es este un llamado a la destrucción de la educación privada. Es una mirada de alarma y atención a la reducción de la presencia de la educación pública en muchas sociedades actuales. Dicha reducción no es solo cuantitativa, sino fundamentalmente cualitativa: la importancia, la incidencia, la atención, el valor pedagógico, todo se ha venido disminuyendo en la educación pública, principalmente de países como los latinoamericanos.
En la construcción social, la educación pública no debe ser monopólica, pero sí hegemónica. En la medida que ese papel se empieza a debilitar, y aumenta el papel hegemónico de las visiones privadas de lo educativo, en esa medida dejamos en manos de los negociantes, de los empresarios, de las transnacionales, lo que nuestros niños, niñas y jóvenes deben aprender. Más que eso, lo que las jóvenes generaciones deben ser, pensar y sentir. Y creo que debiéramos encender todas las alarmas cuando empieza a “naturalizarse” el hecho de que sea McDonalds, o Shell, o Microsoft, los que creen la pedagogía para este tiempo, lo mismo que han venido haciendo desde hace tiempo organismos tan distantes para los intereses de los pueblos, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial.
Es preciso que los pueblos y sociedades, a través de sus expresiones organizadas, empiecen a tener voz y presencia en la marcha de los sistemas educativos. Esto solo puede ocurrir en el ámbito de la educación pública. Porque en las empresas solo participan y protagonizan los dueños, pero la sociedad y la comunidad nos pertenece a todos. Así, la educación de esa sociedad –la pública– también pertenece a todos y, por tanto, necesitamos participar, aportar, generar cambios en ella.
Tampoco podemos o debemos olvidar que la educación pública, desde esos fundamentos que surgen de las bases sociales, está obligada a desarrollar procesos de aprendizaje que aseguren el bien común, que se orienten al logro de los derechos humanos, que coloquen a la persona humana (en colectivo) como el centro de todo el sistema. La educación pública, pues, está obligada a gestar y sostener procesos y acciones que contribuyan a la paz, la democracia y el desarrollo.
El neoliberalismo globalizado se alimenta de estados no solo pequeños, sino principalmente débiles. Por eso, no sorprende que en regiones en desarrollo, la educación presente graves carencias en variables como acceso, egreso, infraestructura, etcétera. Pero, principalmente, no sorprende que las visiones curriculares aboguen por el economicismo salvaje, que la participación ciudadana sea mínima, que la deficiencia metodológica y actitudinal no se discuta con tanto énfasis. Y que todo ello aparezca a la par de las “bondades” y “maravillas” de la educación privada.
Quizá quienes solo conocen el contexto de sus países desarrollados no alcancen a comprender el drama de la educación pública disminuida, debilitada y abandonada. Pero cuando se puede lanzar una mirada a la realidad estructural de países como los latinoamericanos, se alcanza a comprender que un aula deteriorada, que un profesor sin grandes capacidades, que un currículo sin revisión crítica (desde las reivindicaciones sociales), no solo constituyen elementos generalizados de una realidad que niega los derechos humanos, sino también representan el interés globalizado por acentuar la educación privada. Esa que no solo está negada a las grandes mayorías, esa que enfatiza a la educación como un servicio y no como un derecho humano. Esa que es privada porque nos priva de una visión social amplia y comprometida con la justicia y la dignidad.